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Barriada de La Granja, Jerez, hacia el año 1997. La calle trasera del Instituto de FP del barrio. Seis de la tarde. Un grupo de niños, como culmen de su aburrimiento, se dedican a tirar piedras hacia el edificio de la biblioteca municipal Agustín Muñoz y Gómez. Alguna alcanza a romper el cristal de una de las puertas, y otra incluso entra dentro de la sala principal y le hace una brecha a una usuaria. Durante varios años, los/las vecinos/as del barrio que acudíamos a la biblioteca sufríamos un doble riesgo: el peligro de ser considerado un “empollón” por tus colegas; y el peligro de salir mal parado por una pedrada de esas, que venían de aquella iletrada cuadrilla de chiquillos. Los empleados de ese servicio cultural también pasaron lo suyo, muchos apuros, entre pedradas, cortes de luz, falta de fondos, etc.

Pero tenía cierto aire de heroicidad eso de adentrarse en el maravilloso mundo de una biblioteca de barrio, al refugio de las piedras de la calle de uno u otro tipo, y entrando en el amable pequeño universo de Fátima, la bibliotecaria, que lo mismo te ayudaba a buscar cosas para un trabajo del instituto o de la universidad que te contaba sus estupendos viajes por países ignotos. Nuestra biblioteca era más nuestra que ninguna. Nació de la biblioteca de la asociación vecinal, en la “Cochinera”, antigua pocilga de La Granja experimental que había en ese espacio antes de la construcción de la barriada. Fue una auténtica iniciativa autogestionaria, con libros y dinero que aportaron los/las vecinos/as. Hasta que el Ayuntamiento construyó el nuevo edificio para la Biblioteca, asumiendo los fondos bibliográficos de la “Cochinera”.

Demos un salto de veinte años. La Granja, una tarde entre semana del 2017. Ya no hay riesgo de que esa banda de zagales se líe a pedradas con nadie que intente entrar en la biblioteca. Claro, ¡si la biblioteca cierra por las tardes! Y los chavales iletrados se dedican a tirar “pedradas” con sus móviles, que para eso existe el ciberacoso. El Ayuntamiento ha decidido que eso no es prioritario, que no hay personal para la cultura en los barrios obreros —el último auxiliar de la biblioteca que habría en horario de tarde fue “expurgado” en el ERE municipal—, y que, según dice el concejal de esos asuntos, “hoy en día las bibliotecas no hacen falta, todo está en internet y en la Wikipedia”.

La fachada del edificio se llena de pintadas sucias, desconchones y grietas, y ese reducto para la cultura y el estudio, accesible a todo el mundo, languidece como el árbol llorón que tiene al lado. Veinte años después yo lo tengo claro: prefiero esos pedruscos que nos lanzaban que no la indiferencia y la dejadez de los políticos de turno, que no dan un duro por la educación y por la cultura popular y pública.

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