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Nos merecemos estar informados de lo que ocurre en Cádiz y en Jerez porque nos afecta más de lo que creemos lo que pasa en casa del vecino.

El viejo cercanías que partía del andén prácticamente al aire libre casi nunca salía a su hora. Era el tren que usábamos los niños de Cádiz para ir a Bahía Sur. Cuando aún no existían los tornos de acceso, nuestros viajes, que nos mostraban la ciudad dividida por la vía ferroviaria, resultaban emocionantes, pues siempre se estaba pendiente de que el revisor apareciera y nos solicitara un billete que ninguno habíamos pagado. Eran aquellos unos tiempos en los que fantaseábamos con las entradas a las cuevas de María Moco, antes de que se sepultara con arena la entrada que había nada más pasar el arco de La Caleta, o con los fantasmas que se decía que habitaban la finca que llamábamos Casa de los Espejos y que se encuentra, ya reformada y recuperada, en la Alameda Apodaca.

En la calle Sopranis, donde vivía y aún lo hace mi madre, recuerdo las maniobras que los camiones de la famosa pastelería La Gloria hacían para entrar en su garaje. Se me vienen a la mente nombres como Pedrín, Velarde Plaza, Ancora, el bache de Paco, la Rambla, Noya o el freidor que estaba al principio de la calle; todos ellos establecimientos donde la calle se relacionaba y donde muchos niños del colegio nos solíamos ver junto a nuestros padres. No hace tanto de una época en la que se llamaba a jugar desde la calle a grito limpio —los telefonillos todavía no eran algo generalizado— y en los que uno se tiraba toda la tarde jugando a las tres cogidas o al fútbol en el Piojito o en la plazuela que forma la calle Plocia en su desembocadura con el Compás de Santo Domingo.

Mi madre me bañaba en una bañera de zinc cuando era muy pequeño, he vivido en mi casa el velatorio de mi abuelo y he compartido habitación con mis hermanos mayores prácticamente hasta que o se fueron independizando ellos o me fui yo. Sin lugar a dudas fueron tiempos felices, años en los que se labraron amistades que, afortunadamente, aún perduran con fuerza a pesar del paso de los años y de la fuerza del desarraigo. Porque yo soy un niño de Cádiz, lo recuerdo y ni mucho menos me arrepiento. Y, desde luego, no me imagino a un niño de Jerez, como si fuera un extraterrestre, haciendo cosas distintas de las que yo perpetraba.

Hoy las cosas no son iguales: el viejo cercanías se sustituyó por un tren más moderno que ahora parte desde una gran estación cubierta, transitando bajo tierra, y casi todas las casas tienen telefonillos; muy pocos recuerdan las cuevas de María Moco y aún menos juegan a la pelota en las calles, comiendo bocadillos de chocolate y volviendo a casa con las manos y las rodillas desolladas; y lo más importante: los que éramos niños entonces ya no lo somos ahora. Muchos ni siquiera seguimos viviendo en Cádiz, aunque sigamos siendo y siempre seremos niños de Cádiz. En mi caso me queda mi madre, mis hermanos y mis sobrinos pequeños allí, esos que ya no juegan con la libertad con la que lo hacíamos nosotros aunque parezca que tengan todos los medios para ser infinitamente felices. Por tanto, voy cada vez que puedo, porque sigo siendo hermano de mi cofradía de toda la vida e incluso nos reunimos de vez en cuando los compañeros que formábamos clase en aquellos tiempos malos de la droga en los que ir a La Salle Mirandilla equivalía a transitar por calles llenas de jeringuillas y enganchados pinchándose. Ni puedo ni quiero desvincularme, porque Cádiz es tan mío, o yo tan de él, como lo es ya Jerez.

La vida es imprevisible, da mil vueltas y nunca se sabe hacia dónde te va a conducir. Hoy estás aquí, mañana allá y pasado mañana quién sabe. En mi caso el amor me condujo a Jerez de la Frontera, la ciudad que me proporcionó esa estabilidad vital que todos necesitamos. Siempre vinculado al centro histórico de la ciudad, al igual que en Cádiz, me casé, tuve una hija y ahora espero otro niño para finales de año. Me involucro en sus fiestas, que recogen su idiosincrasia, todo lo que puedo: me conmueven sus zambombas, valoro muchísimo su Semana Santa y me divierto en su Feria como ninguno. Intento reivindicar la recuperación de un patrimonio de primer nivel y que mis paisanos se identifiquen con su casco histórico. Y por nada del mundo me entra en la cabeza que alguien de Jerez viviendo en Cádiz pueda tener unas sensaciones distintas a las mías. Porque tras más de una década aquí, ni puedo ni quiero dejar de querer esta ciudad, que ya es tan mía, o yo tan de ella, como lo es Cádiz.

Ascendencia en Cádiz y descendencia en Jerez. Quizá esta situación, que algunos equipararán a estar entre dos aguas, puede resultar incomprendida, difícil e incómoda. Nada más lejos de la realidad: considero un privilegio disfrutar del conocimiento y la esencia de ambos lugares y de tener mi sangre repartida entre Cádiz y Jerez. Por eso no entiendo de rivalidades absurdas e intento evitar discusiones estériles que quieran ir más allá de las típicas bromas y ese pique sano que permite competir al igual que convivir entre todos. Le damos demasiada importancia al nombre que tengan o puedan tener las cosas, pero paralelamente le prestamos nula atención al hecho de que somos paisanos, hermanos, y que lo que es bueno para uno, es aún mejor para el otro. Y es que no hay que caer, ni pretender hacer caer a otros, en la confusión entre contrariedad y complementariedad. Cádiz y Jerez, Jerez y Cádiz son ciudades complementarias, nunca contrarias, y condenadas a entenderse. Y así seguiría siendo aunque Jerez se disgregase o se convirtiera en capital de la provincia más rica y completa de Europa que, por localismos y chovinismos sin sentido provenientes de ambas ciudades, ni avanza ni explota eficazmente sus altísimos recursos a todos los niveles. Entrar en que si una tiene playa, la otra aeropuerto, la una bodegas o la otra cruceros, como si de armas arrojadizas se tratasen, no hace sino propiciar que nos desangremos entre nosotros e hipotequemos por tiempo indefinido el porvenir de las generaciones venideras. Vamos, lo que viene siendo un lastre de toda la vida.

Las infraestructuras y las comunicaciones han mejorado mucho. Hace años desapareció el peaje entre Jerez y Cádiz; el desdoblamiento de la vía férrea, ese viejo cercanías que antes tardaba una eternidad en realizar el recorrido, y la construcción del impresionante segundo puente sobre la Bahía han contribuido a acercar muchísimo, en el espacio y en el tiempo, a dos ciudades que necesitan estar aún más próximas entre ellas. Miles de turistas y visitantes arriban a nuestra zona a través del Aeropuerto de Jerez y el puerto de Cádiz. Y, sobre todo, paisanos de una ciudad disfrutan de las fiestas, la gastronomía y el carácter de los habitantes de la otra durante todo el año, propiciando un intercambio social constante que, tarde o temprano, terminará por derribar ese muro construido sobre la inconsciencia y el fanatismo sin sentido.

Y en esto estamos cuando surge la edición gaditana de lavozdelsur.es, en cuya publicación jerezana escribo cada miércoles desde hace un año, para tender aún más nexos de unión. Porque se puede ser niño en Cádiz y hombre en Jerez y viceversa. Porque uno se puede sentir de los dos lugares a la vez y considerarlos como uno solo. Nos merecemos estar informados de lo que ocurre en Cádiz y en Jerez porque nos afecta más de lo que creemos lo que pasa en casa del vecino, del hermano. Y porque merece la pena que nos queramos y valoremos más y que dejemos las tonterías para los tontos o los políticos. Por todo ello, gracias a lavozdelsur.es por comprender que todo esto puede y debe ser posible. Jerez, bienvenida a Cádiz. Cádiz, bienvenida a Jerez. Y que sea por muchos años.

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