Restaurar y mantener

El Estado Vaticano es de momento el propietario legal de más de cien mil bienes, privatizados motu proprio y en propio beneficio por la jerarquía de la Iglesia

Casa donde vivía Ana María Rodríguez, la santanera en la ermita de Santa Ana en Chiclana.
Casa donde vivía Ana María Rodríguez, la santanera en la ermita de Santa Ana en Chiclana. JUAN CARLOS TORO

Es una magnífica iniciativa restaurar y mantener el Patrimonio cultural. Sobre todo mantener, porque no solo los edificios declarados Monumento, son dignos de ser conservados en su estado original. Pequeñas ermitas sin valor artístico especial o el caserío, por citar dos ejemplos, también tienen valor patrimonial. También son Patrimonio. El mantenimiento corresponde legalmente a quien goza el usufructo, hasta el punto en que, llegado el momento de devolver el bien, debe indemnizar a su propietario legítimo por el daño que pudiera haberle causado.

La ciudad es su propietario legítimo y debe beneficiarse del préstamo, por eso si el usuario o usufructuario no cumple su deber, es quien al final debe pagar ese mantenimiento que, para que pueda recibir ese nombre, debe mantenerse alejado de arquitectos “modernistas”, capaces de pensar que los estilos ya pasados deben estar también perdidos, es decir, no se debe intentar una restauración integral porque eso supondría reconstruir un estilo “que ya está anticuado” con lo que consecuentemente con su extraña convicción anti conservacionista, llenan edificios monumentales de paredes de escayola o metacrilato, para dejar el sello de su ramplonería. Por esta extraña norma no se podría terminar la fachada plateresca del Ayuntamiento de Sevilla, que se estuvo labrando hasta hace menos de cuarenta años.

Si centramos el asunto en la segunda palabra del titular: Mantener, puede verse sin dificultad, que la Iglesia Católica viene siendo la única entidad que, habiendo recibido la mayor cantidad de bienes en préstamo, no cumple el deber de mantenerlos, pues ese mantenimiento, por el hecho de tratarse de edificios monumentales catalogados, los “debe” restaurar y mantener el representante de la propiedad, en este caso el Ayuntamiento, la Diputación, la Junta de Andalucía o el gobierno, porque el propietario es el pueblo. Y al pueblo se suele recurrir también, como ocurrió en la Iglesia del Salvador, para que restaure un bien de su entera propiedad que su usuario no puede restaurar o eso arguye.

Esta es la primera gran contradicción por no decir otras palabras menos respetuosas que también encajarían, que nos hace pensar en las propiedades cuyo uso y disfrute llevan mucho tiempo, en la mayor parte de los casos, siglos cedidos a la Iglesia Católica. El segundo es que su jerarquía —obispados y arzobispados—, no conformes con el uso y disfrute sin límites, han decidido inscribir en el registro a su nombre esas propiedades que por este hecho han pasado de ser de todos, de ser del común, a quedar privatizadas a nombre de un Estado extranjero. El Estado Vaticano es de momento el propietario legal de más de cien mil bienes, privatizados motu proprio y en propio beneficio por la jerarquía de la Iglesia. Esto son las inmatriculaciones que ya han superado una cifra de cinco ceros.

No era necesario, ni es legítimo, privatizar unilateralmente lo que es de todos. Lo que es del común, no es de nadie, ni puede serlo, ni debe serlo para que siga siendo de todos. La privatización despoja a los pueblos de España de un tesoro de miles de millones de euros, materializado en catedrales, basílicas, parroquias, iglesias, ermitas, bloques, casas de vecinos, parques, plazas, cementerios, fincas y solares, de las cuales la Iglesia ya ha reconocido haberse equivocado “en más de mil”, pero todavía no ha devuelto ni siquiera esos bienes sobre los que ha reconocido su lamentable “error”.

Confiemos que el nuevo gobierno, con más razón si es progresista, ponga en marcha los mecanismos necesarios para recuperar la totalidad de esos bienes, aunque la Iglesia pueda seguir usándolos y disfrutándolos como hasta ahora. Pero es de Justicia que su propiedad revierta al bien común. Solo queda esperar eso y que la Iglesia, ahora y cuando su propiedad vuelva a ser comunal, se tome en serio el deber de restaurar y mantener todos esos bienes que les han sido prestados.

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