Los que tenemos una edad —porque sí, porque por muy “viejoven” que me considere, ya tengo una edad— vivimos nuestra infancia y nuestra juventud con la libertad de la época.
Se mitifica en exceso la falta de seguridad en generaciones anteriores. Hay infinidad de posts en Facebook que enumeran las “heroicidades” que cometíamos antes: que si no nos hacía falta cinturón en el coche, que íbamos a la calle solos con seis años, que patinábamos sin rodilleras ni casco, etcétera. Los que tenemos una edad —porque sí, porque por muy “viejoven” que me considere, ya tengo una edad— vivimos nuestra infancia y nuestra juventud con la libertad de la época. Con ocho años, a mi hermano de 17 le compraron un Vespino. Me montaba de “paquete” con él para ir al colegio. Estaba a menos de 300 metros, pero me dejaba de camino al instituto. Creo que ni siquiera teníamos casco en casa. De hecho, no te multaban si no lo llevabas. Y ése ha sido el baremo durante muchos años para considerar si algo era seguro o no. Aunque lo normal era que dedujeras que la policía sólo quería tocar las pelotas. ¡Ay, rebelde juventud! Con todo y eso, llegamos hasta el día de hoy —algunos no llegaron—. Porque poca gente quiere recordar que los que nacimos en los 70 y 80, además de ser la primera generación libre de los últimos años, fuimos la generación de la heroína. Quizás, con semejante precedente, no les pareció tan mal a nuestros padres que, un poco más adelante, nos aficionáramos al alcohol en corros de niños de 16 años: el botellón.
Hubo un tiempo en el que el alcohol era tolerado socialmente en exceso. No me refiero a los tiempos que reflejan en Mad Men, que bebían como nenúfares; hablo de un tiempo no tan lejano. Los punkis de mi barrio bebían litros de cerveza en los bancos del parque. A ojos de la sociedad, era una costumbre marginal, pero, de repente, los pijos también empezaron a beber en el parque, a escondidas. Poco a poco se fue normalizando y supongo que en el resto de España fue una progresión similar. La cosa fue evolucionando y, si bebías cerveza, ¿por qué no ibas a beberte un “cubata”? Y nació el botellón.
Se creó toda una infraestructura alrededor de la “cultura” del botellón. A partir de aquí tendréis que perdonarme porque me referiré a algún término con localismos de mi tierra, que podrán estar compartidos con otras ciudades o no. El lote, yo lo compraba en pesetas. Por poco dinero te llevabas un brebaje desproporcionado en ingredientes: siempre sobraba hielo, o faltaba refresco, o era poco whisky, o se rompía algún vaso. Además de la desinhibición del alcohol, socializabas porque hacías trueque con otros grupos. Era la época de la borrachera gorda: una especie de ritual tribal para convertirte en hombre a ojos de tus amigos. Si te sacaban en ambulancia con un coma etílico ya eras el héroe del momento. Una forma fácil de llamar la atención en una estación púber de tu vida.
Siempre me ha impresionado el laissez faire de los padres en esa época. Ellos sabían que bebías. Aunque creas que coló aquella vez que alegaste una indigestión de ensaladilla en un bar, no coló. Lo sabían, no podías pasarte, pero era una tolerancia impresionante. Los padres son como la Policía, que no son tontos, y tú intentando actuar normal: <<No habrás bebido mucho, ¿no?>>, <<Brrrrrrrrr>>. En tu cabeza sonaba “pues claro que no, mamá. Mira cómo pronuncio esternocleidomastoideo. Esternocleidomastoideo”. Al fin y al cabo, lo hacía todo el mundo. Me consta que había casos en los que si llegabas a casa oliendo a alcohol, te castigaban unas semanas. Pero no era la tónica general.
No me juzguéis todavía, sé que estoy hablando de niños y alcohol demasiado a la ligera. Ahora me juzgo yo. Recuerdo mi 16 cumpleaños, mis dulces 16. No fueron nada dulces: Parque González-Hontoria; Jerez; botellón; 300 pesetas cada uno; 40 personas; últimas marcas. Yo ya había probado el Martini en un botellón del grupo de los chicos de más edad. Tenía 13 años. Pero 16 ya eran palabras mayores. Iba decidido a emborracharme por primera vez. Era muy placentero sentirse mayor bebiendo whisky con Coca-Cola y hablando de temas banales. Noté cómo poco a poco perdía facultades y me dejé llevar. Y hasta aquí puedo escribir. Básicamente porque no me acuerdo de más. Según me contaron los que me daban palmaditas de reconocimiento en el pasillo del instituto, había vomitado: requisito número uno; algunas chicas estaban molestas conmigo porque me había puesto pesado: requisito número dos; me subí a algún coche o pateé alguna papelera, elegid: requisito número tres. En resumen, esa noche triunfé. Ya era un hombre. Menudo gilipollas estaba hecho. Menudo imbécil de mierda. Pero, ¡eh! Era lo normal. Por supuesto, no fue la última. Supongo que al final maduras y te das cuenta de que el reconocimiento no tiene que ver con hacer el payaso. Maduré. Pronto.
Siendo objetivos y desde el prisma de un padre de familia trabajador y responsable, todo aquello fue una locura. No teníamos edad para votar y ya andábamos ebrios por la calle, comprando bebidas alcohólicas en los supermercados con una laxitud tremenda de las leyes. Me acuerdo de aquello y me parece increíble. Mi generación se bautizó con whisky.
-”Fin de año de 1987. Una botella de J&B y tres amigos. Sabrina. Fue algo épico”. (@Jota_Gallego)
-”Botella de Vigilanti a palo seco. 18 años. Ahora preferiría beberme antes el suero del queso fresco con anticongelante”. (@andres_xrrz)
-”17 años. Botella de Martini mezclada con Vodka Dia%. Como James Bond gritaba mientras me convertía en Massiel”. (@_Lushen_)
-”Ya me gustaría, pero nunca me he emborrachado. Soy la vergüenza de Twitter”. (@LaPijortera)
-”Mi primer botellín en el pueblo, 13 años. No me gustó nada. El segundo fue pasados los 23, en la universidad”. (@AgenteSmint)
-”14 años, cumple sin cenar, cubatas, chupitos de whisky. MUERTE. Mi padre aún recuerda que fue a recogerme. Literalmente”. (@Frankronche083)
-”13-14 años, me emborraché con una maceta de tinto en la feria. Vomitando dos días y con suero oral siete días. Le dije a mis padres que fue por comer en un puesto de hamburguesas de la feria”. (@LaNiniaDe)
