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La verdad es que nunca he tenido amigos catalanes. A ver, dicho así y con el actual contexto puede sonar a lo que no es… Me críe en un barrio obrero de Madrid (bueno, en dos) en el que había niños extremeños, manchegos y madrileños, pero no catalanes, igual que doy por hecho que en los barrios obreros de Barcelona no había niños madrileños. Cosas de la vida, tampoco en los distintos trabajos que he tenido en Madrid o Jerez he tenido trato íntimo con catalanes. 

Lo más parecido a un amigo catalán que he tenido fue Balcells. Jordi Balcells era un tipo al que conocí en la mili, a finales de los 80. Balcells, como el gran jugador de balonmano del Barsa, Quico López Balcells. No sé antes, pero por entonces era bastante raro —no me refiero a Balcells, que era la persona más corriente del mundo— que hubiera un barcelonés haciendo la mili en Madrid y que además le hubieran puesto de cartero. Esos dos factores, catalán y cartero, hacían de Balcells uno de los tipos más conocidos del cuartel. Como a mí también me hicieron cartero —para ser más exactos ‘enlace’… es lo que tiene el a veces delirante lenguaje militar— pude trabar con él una pequeña pero buena amistad.

Los días de diario, todas las mañanas Balcells y yo nos subíamos a una furgoneta militar y salíamos por Madrid a entregar y recoger la correspondencia de nuestro cuartel. Íbamos siempre a tres sitios fijos: Capitanía General, Cuartel General y Gobierno Militar y, excepcionalmente, teníamos que coger la Castellana arriba para ir al Estado Mayor de la Defensa, algo que nos molaba bastante, todo tan secreto. Habitualmente nos llevaba Burguillo, que era personal civil del Ejército. Burguillo, cuarentón, alardeaba a la vez de vivir del triste sueldo de conductor del Ejército y de residir en Pozuelo (el municipio más rico de España), que a ver cómo se come eso. Era un tipo que iba de afable pero con un punto esquinado, con una forma de hablar peculiar, un deje a mitad de camino del madrileño chuleta y la jerga militar. Decía continuamente a la orden —por ejemplo, cuando le decías a dónde había que ir: la retranca de obedecer a un soldadito— o positivo y negativo en vez de sí o no. Lo curioso es que Burguillo —Burgui para nosotros— y Balcells hacían buenas migas, todas las mañanas picándose, sobre todo la del lunes, con el Madrid y el Barcelona, mientras yo, con cierta prevención hacia Burguillo y seguidor del Atlético, por entonces tenía poco de lo que hablar. 

—Qué, Burgui, ¿estuviste el domingo en el Bernabéu? —decía Balcells con la nasalidad habitual del que tiene el catalán como primer idioma.

—Negativo.

—Fue empatito y gracias, Burgui…

—Pues eso que me ahorré, no te jodes con el catalán éste...

Y así habitualmente. El lunes siguiente, si Burguillo sabía que Balcells había tirado el fin de semana para Barna, como le gustaba llamar a su ciudad, la conversación era al revés:

—Qué, catalán, tendrías carné el sábado por la noche… [‘tener carné’ era que te lo dejaran socios que no iban ese día al fútbol porque no podían o no les interesaba ese partido; antes era una práctica muy común]. Le disteis bien al Zaragoza…

—Qué va, no había suficientes, fueron otros…

—¿Entonces no fuiste al Nou Camp? Bah, si es que los catalanes tenéis porque no gastáis, joder… 

—Bueno, yo voy justito, Burgui, ya lo sabes. Esto se hace largo…

Y Burguillo cambiaba de tema. Que a él no le tocaran el ejército o la mili. De los inconvenientes de hacerla además a 600 kilómetros de distancia de casa lo máximo que concedía era “bueno, no has tenido la suerte del cabrón éste, que es pernocta”, mientras me señalaba con los ojos en el retrovisor, lo que me sacaba de la modorra que me producía ir solo en el asiento de atrás a las nueve de la mañana, lo del fútbol de todos los lunes y el inevitable olor a gasoil que inundaba el habitáculo de la furgoneta.   

Total, que Balcells y yo estábamos tres o cuatro horas todas las mañanas dando vueltas por Madrid, en una época, debo decir, en la que no era muy tranquilizador ir en un vehículo militar, y con chófer, además. Cuando volvíamos al cuartel organizábamos el correo recibido y ya por la tarde lo repartíamos por las distintas secciones. Vamos, que en nuestro caso ‘enlace’ no era el habitual destino para enchufados hijos de militares. Eran muchas horas que daban para hablar de todo: del ejército, de mujeres (tenía novia de siempre), de política (él votaba al PSC), de la vida en Madrid, de la vida en Barna. Balcells siempre hablaba del Raval (a veces lo llamaba El Chino), de las Ramblas, de la Boquería antes de que se convirtiese en el mercado más famoso del mundo… así que siempre di por supuesto que era vecino de la zona aunque lo mismo en realidad vivía en cualquier barrio y me contaba las excelencias del centro, a saber.

Balcells siempre hablaba del Raval (a veces lo llamaba El Chino), de las Ramblas, de la Boquería…

Yo por entonces, con 23 años —me fui a la mili tras acabar la carrera—, no había estado todavía en Barcelona y le decía con un punto pedante que mi conocimiento de Barna era muy literario, que se ceñía a las novelas de Juan Marsé y de Eduardo Mendoza —por cierto, recuerdo haber leído La Ciudad de los Prodigios precisamente durante la mili— lo que provocaba en él un encogimiento de hombros que daba a entender o sus dudas sobre lo que le decía o su desconocimiento de estos escritores (o las dos cosas). Nunca supe la edad de Balcells. Daba por hecho que era algo más joven que yo y un poco más mayor que los chicos de reemplazo porque me comentó que había ido un par de años a la universidad pero que lo había dejado. Antes de ir a la mili trabajaba en un comercio familiar, sin más.

Balcells solía ir uno o dos fines de semana al mes a Barna en los autobuses conocidos como ‘Milibús’, lo que debía ser una paliza del treinta, no sé, seguro que eran más de diez horas de viaje para arriba y otras tantas para abajo. Tres o cuatro fines de semana se quedó en Madrid fuera del cuartel alojado en una pensión. Siempre dijimos de quedar y que yo le llevara por el Agapo, el Ya’sta o el Gris, por los antros post punk de Malasaña y la Chueca pre-gay por los que yo paraba y que, en realidad, ya no estaban tan de moda, en plena resaca de la Movida y con la música house empezando a abrirse paso con fuerza. Nunca quedamos, nunca salimos juntos por la noche. En realidad, apenas tomamos un par de cervezas fuera del cuartel. Puede parecer raro, pero este tipo de situaciones eran de lo más normal en la mili. Haces migas con alguien pero… ya. Sí, hay amistades para toda la vida pero también hay otras que se extienden solo durante la circunstancia y que también tienen su importancia, porqué no. Cuando a Balcells le dieron la ‘blanca’ [la cartilla militar, al acabar el servicio militar], Burgui le soltó “dame un abrazo, polaco hijoputa” y yo, que me quedaban todavía dos meses de mili, le dije que bueno, que ya nos veíamos, que tenía muchas ganas de conocer Barcelona. Él me respondió que en Barna yo tenía su casa y yo le dije que en Madrid… en Madrid realmente él no tenía la suya, que en casa de mis padres no había sitio ni para un catalán… ni para el pelo de una gamba.

Total, que Ballcells se fue pero en el cuartel se quedó su legado. ¿Pero qué legado podía dejar un chico tan corriente al fin y al cabo en un sitio en el que conviven cientos de personas que además cada pocos meses van entrando y saliendo? Pues una palabra secreta: moñiqui. Para Balcells, casi todo el mundo era susceptible de ser un moñiqui. “El que está de sargento semana es un poco moñiqui”; “tuve dos palabras con Fernández… no, con el extremeño no, con el bajito de Madrid, sí, ese, menudo moñiqui” o directamente “anda, no seas moñiqui”, es decir, la cualidad de 'moñiqui’ podía ser modulable, permanente o incluso circunstancial. Nunca le pregunté por la palabra y el significado exacto que le daba, aunque se ve que venía de una broma entre amigos. Puede que viniera de “moñas”, que también vaya palabra, que vale tanto para pasmarote como para afeminado (se sea o no homosexual)… sin perder de vista que una moña es también una borrachera.

Sea como fuera, llegó un momento en el cuartel en que todo el mundo usaba moñiqui. Moñiqui por aquí, moñiqui por allá… todo moñiquis. Los mandos eran moñiquis; los compañeros eran o podían ser moñiquis y, por supuesto, los reclutas ese año no fueron ‘bichos’, ‘cuclis’ o ‘calendario con patas’… fueron moñiquis. A mí, casi 30 años después, se me escapa todavía algún moñiqui que otro en la vida ordinaria. Las pocas veces que he pasado en coche por la puerta del cuartel, que sigue abierto y está al pie de una carretera, me han dado ganas de sacar la cabeza por la ventanilla y gritar a pleno pulmón “¡Eh, moñiquis!, ¿cómo siguen las cosas por ahí?”, pero siempre me he contenido. Me da miedo que el de la puerta pudiera pensar “vaya, uno de los nuestros”…

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