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Ahora se sale a la calle de punta en blanco y se ondean banderas rojigualdas al paso de tanques, cetmes uniformados y alguna cabrita. Nada que objetar a quien lo encuentre sugerente —no es mi guerra ni creo en ellas—

Hay un día en el que todo es cañí. Hace unos siglos ya que el bueno de Colón desembarcó en tierra americana y comenzó a forjarse una leyenda. Desde entonces, la madre patria amplió su espectro a golpe de mástiles y fusiles. Fue un 12 de octubre cuando la expedición española atracó en la isla Guananí, allá por las Bahamas. Lo que para nosotros fue descubrir, realmente supuso más bien el primer abrazo transatlántico, aunque se tratara de un abrazo sangriento y una de las partes no estuviera muy por la labor. Esto último a nadie le importó demasiado. Sumado a la conquista de Granada y a la unión de cuerpos y cetros de Castilla y Aragón, quedaba claro que aquella fecha marcaría la historia nacional. Hace más de una centuria, se estableció el duodécimo del décimo como “Día de la Raza”, una denominación que adquirió con Franco —como no podía ser de otro modo— su máximo esplendor. Ya en transición, el BOE renombró la cita como “Día de la Fiesta Nacional de España”. Y hasta hoy. Ahí ya nos habíamos comido normativamente a la Hispanidad, aunque el inconsciente colectivo es otro cantar.

Ahora se sale a la calle de punta en blanco y se ondean banderas rojigualdas al paso de tanques, cetmes uniformados y alguna cabrita. Nada que objetar a quien lo encuentre sugerente —no es mi guerra ni creo en ellas—. No son pocos los que dejan aflorar su lado más patriota y se envuelven en mantos bicolor para presenciar el desfile. Y aplaudir. Aplaudir mucho. También los hay que, nacidos ya en paz la mayoría, sienten un poco ajeno el desaforado arsenal cañí. Esos otros de “mi patria es el pueblo” o del “res a celebrar”. O sencillamente aquellos que aprovechan el día para dormir un poco más, tomarse una tapa en el sur o un pincho en el norte, sacar a los críos al parque entre semana o llevar flores a la virgen. ¿Quién puede decir que todo eso no sea patria? ¿Qué suerte de poder sacrosanto que no tiene la gente le ha caído en gracia a la tela?

Mientras los fanfarrones tiraban las bombas con las que las gaditanas se atusaban el rizo, en aquella tierra redescubierta —la del abrazo de sangre— tenían lugar también importantes cantos a la patria. El cura insurgente José María Morelos pronunció en 1813 sus ya míticos “Sentimientos de la Nación”, que le servían para declarar la independencia de América de España, de cualquier otra nación, gobierno o monarquía. ¿Acaso no era aquello patria aunque negara el poder de la nuestra? ¿O lo era más precisamente por ese motivo, por engrandecer la suya?

Dice una letra de gran belleza que no se tiene más bandera que los ojos de un hijo. Esto nos convierte a los que carecemos de prole en una especie de apátridas sin perdón. No obstante, si abrimos un poco el sentido de la cita, hallaremos la nación en la sonrisa de un buen amigo, en el idioma con el que pensamos, en la fiesta que nos emociona, en el acento que nos hace sentir en casa, en las esquinas que nos devuelven el primer beso, en los rincones que nos regalaron abrazos furtivos, en el hambre que pasó el abuelo. Quizás también en el desfile, en la cabra y en el fusil. Habría que preguntarle al músico. Para gustos, dos colores. Dos colores y un día. El día del arsenal cañí.

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