Argo en el mundo

Tratar de saber de qué va esto antes de darnos cuenta de que va demasiado en serio y de que golpea fuerte

Antonia Nogales

Periodista & docente. Enseño en Universidad de Zaragoza. Doctora por la Universidad de Sevilla. Presido Laboratorio de Estudios en Comunicación de la Universidad de Sevilla. Investigo en Grupo de Investigación en Comunicación e Información Digital de la Universidad de Zaragoza.

Varias personas reman en un barco dragón en Jerez.
Varias personas reman en un barco dragón en Jerez. MANU GARCÍA

Le leía ayer a Eduardo Mendoza en El País que los muchos años dedicados a la literatura le habían servido para no entender nada. Si uno de los autores de la narrativa más lúcida que tenemos en España piensa a sus ochenta años que no comprende el mundo, ya me quedo más tranquila. Me deja menos inquieta el enfrascarme en alguno de sus mundos de papel y sentirme mucho más orientada en ellos que en nuestro entorno real. Y es que cada vez me cuesta más reconocer como plausibles las cosas que pasan. Tiendo a pensar que no solo nos ocurre a Mendoza y a mí. 

Creo que es común encontrarse con que el paso de los años nos hace comprender menos. El dicho popular reza que nos volvemos más sabios, pero creo que solo nos hacemos más viejos y menos crédulos. Porque si vivimos más, también desconfiamos más y nos impresionamos menos. Es cada vez más difícil sorprendernos porque ya hemos visto muchas cosas, pero también las entendemos menos porque nos son más ajenas. Quizá menos tangibles. Si vivir es ir descartando opciones, tratar de entender el mundo que nos rodea —o simplemente sobrevivir a él― es toda una obligación. Tratar de saber de qué va esto antes de darnos cuenta de que va demasiado en serio y de que golpea fuerte. Y es entonces cuando queremos volver a los días sencillos, a los momentos en los que todo parecía fácil y maravillosamente asible. A los momentos en que teníamos algo dentro que nos hacía ver el mundo cuerdo y posible. 

Hay días en que me siento más Argo que nunca. En la mitología griega, Argos fue el constructor de la nave Argo ―bautizada así en su honor―, y uno de los legendarios argonautas. Se decía que había armado el buque con la ayuda de la mismísima Atenea. Pero el Argo al que hoy me refiero era el último perro vagabundo que quedaba en el Parque Arqueológico de Pompeya, en Italia. La villa que fue sepultada por el Vesubio en el año 79 era su hogar, y cuentan que era muy querido tanto por los trabajadores del parque como por los turistas que cada año visitan el enclave. Argo se sabía de memoria los horarios del lugar, que varían a lo largo de la semana. Llevaba quince años acudiendo al yacimiento a su hora y por su cuenta. Ha muerto esta semana. 

Con la edad, aprendes que no entender forma parte del camino. Quizás porque sabes más y eso, como en la eterna paradoja socrática, solo nos confirma lo poco que en realidad sabemos. A lo mejor por eso me siento Argo, porque comprendo su deseo de que nada cambie, de acudir puntualmente a la cita diaria y de convertir esa visita en el único destino. Porque Pompeya seguía ahí para él, se levantaba cada día solo para él, a pesar de llevar siglos sepultada. Porque mientras no desaparece la constante ―el asidero que todos necesitamos― el mundo no se tambalea demasiado. 

Hay otro Argo al que entiendo menos. Es un cantante de trap de apariencia vietnamita insultantemente joven y que se hace llamar Jay Argo en sus vídeos de Youtube. No sé si lo entiendo menos por el trap o por lo vietnamita; es posible que por lo primero.

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