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Nunca he negado que me guste la Semana Santa. No soy lo que se dice un capillita, pero me rindo ante la belleza de las procesiones, como hecho artístico heredero de una tradición centenaria. No soy de los que se golpea el pecho, ni de los que se patean el centro intentando ver todos los pasos, pero tampoco hay un año que me pierda la estación de penitencia de mis hermandades de cabecera. Cada primavera hago lo imposible por ver en la calle a Jesús del Prendimiento, la Soledad, la Piedad y el Cristo de la Expiración. Con ello no desmerezco al resto de cofradías, mi selección se debe a simples favoritismos, fruto de la tradición familiar y que no llevan detrás ningún tipo de crítica fundamentada.

Son muchas las sensaciones y emociones que esta semana grande despierta en mis adentros. Disfruto enormemente con el olor del azahar que se entremezcla al aroma de la cera fundida. Mi sensibilidad se siente sobrecogida ante la estampa de un paso de misterio, tímidamente iluminado, doblando la esquina de una calle en penumbras. Siento como el corazón se doblega ante la aparición de un palio, mecido al compás de una marcha bien tocada. Y cuando las nubes de incienso dejan entrever la imagen, como si de un rompimiento de gloria se tratase, como un niño pequeño, afino los sentidos para capturar cada detalle. En resumen, me dejo inundar por la magia que destila cada instante.

Igualmente, comprendo la intención primera de esta manifestación folclórica, que no es otra que el acercamiento de la religión al pueblo a través de la recargada escenografía barroca. Sé que esta tradición, heredera de las ancestrales panateneas griegas, nació con la pretensión de llevar la palabra, antes vetada a la masa analfabeta, a través del impacto visual de las imágenes. Conceptos que muchos de los asistentes a estas ceremonias parecen haber olvidado completamente. Algo se ha roto, o se está rompiendo, en el vínculo que unía a las procesiones con sus seguidores. Como ya he dicho, me apasiona la Semana Santa como hecho artístico, pero detesto profundamente a gran parte del público que la “sigue”. A cada año que pasa veo menguar más y más el respeto, no sólo hacía lo religioso, sino hacia la cultura misma.

Mucho traje de chaqueta, camisa y corbata, pero una consideración casi nula que está convirtiendo a nuestro patrimonio artístico en un circo de variedades. El hábito no hace al monje. Barrios en ruinas, mesas de picnic, cenas vip en palcos al paso de las cofradías, penitentes con móvil, bandas descompuestas, costaleros borrachos, calles inundadas de basura, tronistas y viceversa. No quiero meter a todo el mundo en el mismo saco, me consta que hay verdaderos seguidores de esta tradición que sufren con estos hechos en carne propia, pero no cabe duda de que, más allá de la religión, en líneas generales, el respeto por la cultura se ha perdido.

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