El pasado jueves 4 de diciembre, en una biblioteca pública del Centro Andaluz de las Letras, dependiente de la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía, se presentó un libro que no solo cuestiona la violencia de género, sino que llega a negarla abiertamente. Una obra que pone en duda la Ley contra la Violencia de Género y, con ello, cuestiona datos ampliamente verificados sobre denuncias falsas, que siguen siendo ínfimas.
Lo preocupante no es la discrepancia ideológica —las ideas se discuten—, sino la absoluta ausencia de evidencia, el vacío de rigor que sostiene estas afirmaciones: ni estadísticas oficiales, ni estudios independientes, ni informes de organismos internacionales. Solo correos electrónicos, experiencias personales y opiniones de amigos. La anécdota como argumento, la impresión como “verdad”. Eso no es debate; es manipulación.
El negacionismo de género funciona así: convierte casos aislados en generalidades, percepciones personales en conclusiones políticas, trivializando un problema que afecta a la vida y la seguridad de mujeres en todo el país. Y cuando hablamos de vidas, la frivolidad argumental no es aceptable: es peligrosa.
Dar cobertura institucional a estas ideas no es neutral. Es una decisión política, cultural y social con consecuencias concretas:
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Normaliza el negacionismo, otorgándole legitimidad y altavoz institucional.
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Desalienta la denuncia, generando desconfianza hacia las víctimas.
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Erosionando décadas de avances sociales y jurídicos, reduce una violencia estructural a un “conflicto anecdótico entre iguales”.
Estamos hablando de un país donde la violencia machista sigue matando mujeres y limitando sus libertades cada día. Esto no es un debate académico: es una cuestión de derechos humanos.
Los hombres también tenemos responsabilidad. No podemos permitir que un pequeño grupo de voces envueltas en falsos discursos de victimismo hable en nuestro nombre, defendiendo privilegios antiguos bajo la apariencia de justicia. Debemos decirlo alto y claro: no todos los hombres pensamos igual.
Existen hombres que no tememos ser tachados de “blandengues” o “plancha bragas”. Hombres que revisamos nuestra masculinidad, abandonamos privilegios, asumimos corresponsabilidad en los cuidados y construimos relaciones basadas en igualdad y respeto.
Porque lo que realmente nos destruye no es el feminismo, sino el patriarcado: la cultura de la fuerza, del silencio emocional, del éxito obligatorio, de la virilidad como prueba constante. Este sistema perpetúa depresión, suicidio y violencia —entre hombres, contra mujeres y contra nosotros mismos—.
La Junta de Andalucía ha cometido un grave error político y ético al blanquear discursos que niegan una realidad avalada por todas las instituciones públicas y científicas. Como sociedad, debemos exigir rectificación inmediata. No podemos permitir que espacios públicos se conviertan en altavoces de desinformación. No podemos permanecer callados mientras se socavan derechos fundamentales conquistados con esfuerzo y dolor.
Frente al negacionismo: datos, rigor y compromiso democrático.
Frente al odio y la manipulación: igualdad, vida y dignidad para todas y todos.



