Del ajedrez

Francisco J. Fernández

Francisco J. Fernández (San Sebastián, 1967). Doctor en Filosofía. Ha sido profesor en la Universidad de Jaén e investigador en la Universidad del País Vasco. Actualmente es profesor de secundaria. Sus últimas publicaciones: Lycofrón. Diario de clase y El resto de la idea.

Bobby Fischer.
Bobby Fischer.

Jugar. No mediante el vértigo ni el azar ni la imitación, sino mediante la lucha misma, una lucha donde unos conceptos se imponen a otros, conceptos que inmediatamente requieren de operadores lógicos (en forma de peones, alfiles, caballos...) que los pongan en marcha. ¡Es tan fácil decirlo! No solo porque el vértigo y el azar y la imitación (pecados que ya el dominico lombardo Jacobo de Cessolis censuraba allá por el siglo XIV) se convierten en tentaciones en las que caer, sino porque la distancia entre el concepto y la forma y el momento de concretarlo es a menudo latitudinaria. Es verdad que puede que las variantes sean demasiado largas, pero es que la incertidumbre puede afectar de hecho a las primeras jugadas. Lasker, campeón del mundo a principios del siglo XX, decía que lo que distingue a un aficionado de un maestro no es tanto la capacidad de evaluación de las posiciones, sino la competencia a la hora de elegir lo que conviene en cada caso en función de esa evaluación.

¿De qué depende, pues, esa ejecución, ese paso a lo concreto? Desde luego, algo relativo a un conocimiento debe estar involucrado: es lo que algunos llaman palabras ajedrecísticas: un acervo de patrones visuales significativos. Tales patrones cabe clasificarlos en diferentes categorías (reglas, principios, directrices, configuraciones específicas, maniobras, etc.), pero está claro, a mi juicio, que el valor de tales palabras no puede ser una mera cuestión de léxico. El valor ejecutor de estas palabras no se encuentra aislado, sino inserto en un momento concreto del juego, es decir, del habla, aun cuando las aislemos para identificarlas. No nos podemos quedar por tanto con su mera función denominativa. Eso solo sirve para hacer diccionarios, pero no para jugar bien. De la misma manera que conocer todas las palabras de un idioma no garantiza la competencia lingüística, es decir, no significa que pueda ser hablado, conocer abstractamente esas palabras ajedrecísticas no garantiza tampoco jugar bien.

¿Hay solución para este decalaje? Conozco a tantos aficionados (yo mismo, sin ir mas lejos) hinchados de libros y conocimientos cuyo nivel, empero, permanece pésimo, a tantos candidatos a maestros que, a pesar de todos sus denodados esfuerzos, se quedan en eternos aspirantes que diría que no. Pero es que conozco también a algunos que superaron ese escalón infranqueable a edades muy tempranas, tan tempranas que apenas pudieron tener tiempo para adquirir ese piélago de palabras ajedrecísticas que los grandes maestros manejan, a menudo sin tener demasiada conciencia denominativa de ellas.

¿Qué hacer entonces? Supongo que esperar a que algunos de ellos tengan a bien verbalizar cómo dieron ese paso, cómo pasaron del piélago al archipiélago. Llevo tanto tiempo esperando que me temo que es imposible. Es como si la última de las tesis del gran Gorgias: y si hubiera conocimiento, sería incomunicable, se cerniera sobre todo ello. Así las cosas, ¿cómo enseñar? A mí esto me paraliza, quizá por exagerada sensibilidad; a otros, dada la cantidad de manuales y recursos pedagógicos absolutamente inanes con que me tropiezo a todas horas, parece que se la refanflinfla.

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