A medias tintas

Sebastián Chilla.

Jerez, 1992. Graduado en Historia por la Universidad de Sevilla. Máster de Profesorado en la Universidad de Granada. Periodista. Cuento historias y junto letras en lavozdelsur.es desde 2015. 

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Que la Historia como disciplina parta de divisiones algo arbitrarias en cuanto a los periodos que esta abarca no constituye ninguna novedad, que la era industrial o fordista se vea superada por una etapa posindustrial tampoco. Sin embargo, aunque esto se constituya como una realidad colectiva en muchos de los círculos de las ciencias sociales, aún no lo vemos reflejado en el estudio más básico de esta serie de disciplinas. En una época en la que lo gaseoso sustituye a lo sólido, como señalados autores ya han justificado, la política se convierte en un juego de símbolos vacíos. Y llamar símbolos a emblemas o imágenes que ya no representan ni conceptos ni ideas tal vez sea un atrevimiento por mi parte.

No es la primera vez que hago referencia a la ambigüedad ideológica en la que se mueve la política actual pero sí es la primera ocasión en la que opino, a grandes rasgos, sobre el todo que envuelve a este fenómeno que no se reduce exclusivamente al ámbito político. Tenemos que tener en cuenta que vivimos en una sociedad que ha abandonado sus construcciones totalizadoras dando pie a un rotundo relativismo. Hoy día la verdad es que nada sea verdad porque apostar por una verdad es una forma de excluir el poder de emancipación de los individuos, de los hechos y de los conceptos; poner la mano en el fuego es abstraerse una vez más en un mundo en el que todo es abstracto.

Con ello, parece ser que esta nueva sociedad posmoderna, en la que llevamos absortos varias décadas y que se precipita al vacío de manera estrepitosa, sí imita algunos de los roles de la predecesora Modernidad. La mayoría de los patrones vuelven a repetirse y es como si los extremos, si se me permite establecer un eje nada-todo, pudieran tocarse. De esta forma, el sujeto que tiende a analizar un poco la realidad que le rodea observa cómo la superficie gana al contenido y cómo lo nuevo por ser nuevo, y por qué no decirlo: no ser todavía nada, es más válido que lo viejo. De la misma forma, los que no aceptan este nuevo orden tienden a arrastrar lo viejo, que ya no es viejo, sino que pretende serlo, y caen en el mismo error (o acierto, según otros) de perder el contenido en pos de la estética. El que esté libre de pecado que tire la primera piedra.

A este respecto hay un pasaje bíblico muy conocido (Juan 8:31) en el que Jesús dice: “Si vosotros permanecéis en mi palabra, verdaderamente sois mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”. Este episodio me sirve para contrastar con lo enunciado hasta el momento, y no es porque Dios haya muerto, que también, sino porque podemos ver cómo se alinean los conceptos de libertad y de verdad en un entorno alejado de la realidad de hoy por su carácter etéreo y, al mismo tiempo, totalizador. Este discurso, por ejemplo, ya no tiene cabida en el espacio de inconexas y espontáneas relaciones sociales que constituye a nuestra sociedad posfordista. El principal exponente de la comunicación se resume hoy en opiniones individuales con un máximo de 140 caracteres y un puñado de fotos. Es como si hubiera tantas verdades como individuos y ninguna de ellas con intención de ser globalizadora o universal. Es cierto, puede resultar enigmático y hasta ridículo constituir un paradigma de la política con estas especulaciones sociológicas pero, ¿no es acaso la propia política un instrumento más del todopoderoso huracán que nos absorbe?

La red ha producido cambios en los patrones de conducta de gran parte de la sociedad, ya que aparentemente cualquier individuo puede expresar su opinión de manera pública. Al mismo tiempo, este avance en lo que se puede llamar como democratización de la opinión, término en el que para nada estoy de acuerdo, lleva consigo el peso del individualismo y la ambigüedad. Dicho de otra forma, la libertad ganó una batalla y consiguió una buena plaza, la pluralidad; pero la verdad dejó de ser el objetivo al caer en un narcicismo inocente y superficial, propio de la situación en la que hoy nos encontramos. El sistema, que también vende opiniones, acapara la condición de libertad del ciudadano de a pie.

En otro orden de cosas y de vuelta al terreno más político, las ideas que antaño ilusionaban a la masa social se desvirtúan en una sociedad que tiene como objetivo al individuo. Las corrientes ideológicas de la era moderna buscan una solución de continuidad que se adapte a la sociedad posmoderna sin mucho éxito porque caen en su propia trampa. De la misma forma, las ideas que surgen al calor de este nuevo orden social no llegan a calar de manera permanente en la sociedad porque esta está totalmente dispersa y en continuo cambio. Una transformación que, paradójicamente, se condiciona con el mismo ciclo de desarrollo del sistema cayendo en un continuo bucle de contradicciones internas que da como resultado que nada cambie pese a que nos vendan el cambio.

La deformación de nuestras referencias más teóricas y materiales, en todos los aspectos de la sociedad, nos descubre ante un horizonte nada halagüeño. El entretenimiento, o mejor dicho, los pasatiempos y las modas, se han constituido como pilar básico de la vida cotidiana. Se ha formado una nueva realidad social, un individualismo grupal, una masa difusa que en función de las tendencias del momento va y viene. Y ante ello, que no nos extrañe, la política tiende a ser un espectáculo más. Como dice el filósofo francés Baudrillard: “Hemos caído en el pánico inmoral de la indiferenciación, de la confusión de todos los criterios". La cuestión que cabe plantearnos a estas alturas es: ¿Hacia dónde caminamos? Y así nos quedamos, a medias tintas.

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