Mural de la Pachamama, en San Carlos de Bariloche (Argentina). (Fotografía: Verónica Boletta)
Mural de la Pachamama, en San Carlos de Bariloche (Argentina). (Fotografía: Verónica Boletta)

En un sentido muy práctico, soy animalista. En un sentido técnico, habría que matizarlo. Como los animalistas, trato de no ser en exceso antropocéntrico o especista; es decir, tengo escrúpulos morales hacia seres no humanos. Ahora bien, tampoco me considero zoocéntrico, porque la definición científica de lo que es un animal me parece moral y ontológicamente huera (¿qué distinción merece una esponja que no merezca una cebolla?). Ni siquiera biocéntrico, o vitalista: no creo que la vida tenga un valor intrínseco en todas y cada una de sus formas, y mucho menos que se remonte a un principio espiritual (o que éste se pueda extraer de aquélla). En un sentido puramente objetivo, lo mismo daría un ecosistema lleno de vida, con una biosfera tupidísima, que un yermo pedrusco girando absurdamente en el espacio.

Pero resulta que este mundo no es sólo objetivo: también es subjetivo. Y a nivel subjetivo ya no todo da igual: hay seres que experimentan dolor y placer, felicidad y sufrimiento… Estados subjetivos. Son esos seres los que entran en mi radar moral, tanto más cuanto mayor sea su facultad de experimentar estas condiciones características de lo que podemos llamar materia sintiente. En cuanto a los otros, no sé en virtud de qué podría establecer un vínculo de obligación moral con ellos, salvo por el beneficio de los seres sintientes (por ejemplo, protegiendo los ecosistemas naturales para que animales puedan vivir en ellos). De nuevo, insisto: no creo que la capacidad de sentir dolor o placer implique una "superioridad" ontológica de quien la posee. Es más, la considero una virtud muy dudosa. Por supuesto, cuando estamos sumergidos en el placer no deseamos otra cosa, pero cuando el dolor ocupa su lugar, ¡cuántas veces no hemos añorado poder convertirnos en una roca, en una planta o (si nuestro dolor nos parece especialmente psicológico y refinado) en nuestro gato o nuestro hámster, que se nutren de placeres más simples y dolores mucho más directos! No estoy seguro de que la suma de dolor y placer de la existencia sintiente salga en números positivos: por algo los más grandes sabios humanos han ideado estrategias para atemperar unos y otros. Sin entrar en la dialéctica de si el vaso de la vida está medio lleno o medio vacío, conformémonos con señalar que el sufrimiento nos hermana más que el placer: todos los seres sintientes son capaces de experimentar algo que reconoceríamos como sufrimiento, pero no todos presentan placeres que podamos comprender como tales. El dolor y la ansiedad de una mariposa al serle cortadas las alas saltan a la vista, pero qué sentirá al revolotear libremente por el campo es terreno abonado para la especulación antropomórfica.

Quizá estas consideraciones le suenen un poco pesimistas al amable lector. Si la vida no tiene valor en sí misma, sino cuando alberga capacidad de sufrir, si los seres más dignos de atención moral lo son por una cualidad tan indeseable como esa: ¿no parecería que el mundo es en sí injusto? Sólo puedo responder que la excesiva humanidad de la pregunta exige una respuesta igualmente antropocéntrica: "No: el mundo es “justo” porque alguna deidad vela por él"; "Sí: es injusto porque un demonio (o una élite perversa) lo tiene bajo su control"… Personalmente, no me hago esa pregunta: creo que el mundo (sintiente) no es ni justo ni injusto, simplemente alberga un sufrimiento que no esconde una razón ulterior. Y no parece que se vaya a disipar mientras tengamos que seguir devorando, subyugando y erradicando a otros seres sintientes para sobrevivir un día más en el círculo vicioso de las cadenas tróficas.

El vitalismo, desde esta perspectiva, puede antojársenos un tanto sádico, inconsciente. El mundo, la vida, la naturaleza, se revelarán "fallidos" ante cualquier intento de racionalizarlos. En cambio, la compasión por los seres sufrientes parece ser algo completamente paralelo, por no decir su negativo, la inversión completa de su manera de ser y de funcionar. La moral y la abnegación altruista parecen remar en una dirección completamente opuesta a la dirección general de la naturaleza, que tiene al sí mismo como principio y final de todas las cosas, acompañado, a lo sumo, del grupo más o menos pequeño de individuos que son necesarios para la felicidad de ese sí-mismo (familia, amigos, tribu y, en los seres humanos, también raza y nación). Sentir amor y compasión por el conjunto de los seres sintientes no es ninguna afirmación del mundo, sino su completa negación. Aunque, como todo, tiene un fundamento natural, es también orgullosamente contranatura. Como mínimo, es una singularidad biológica sin precedentes. La viva prueba es que incluso entre los seres humanos —los únicos que nos consta que pueden cultivar una benevolencia universal— es rara y esporádica: los pocos que lo logran son incapaces de morar permanentemente en ella, y quien consiga mantenerla por tiempo suficiente pasará al recuerdo colectivo como un ser divino, santificado, demente, iluminado o venido de otro mundo. ¿Cómo iba a ser de otro modo?

Quizá es mayoritaria en el animalismo y en el ecologismo una posición vitalista: la creencia de que la vida (y por ende la biodiversidad, los ecosistemas, etcétera) tiene un valor intrínseco. Muchos ecologistas, por ejemplo, están dispuestos a sacrificar gran cantidad de individuos de especies comunes para mantener poblaciones de especies amenazadas. Ciertamente, existe un valor estético en la biodiversidad, y la estética es algo mucho más serio de lo que solemos pensar. Pero, a nivel exclusivamente moral, creo que el vitalismo erra al priorizar el género al individuo, que es lo único capaz de experimentar placer, dolor, emociones e incluso reflexiones. El típico argumento de que sin la tauromaquia el toro de lidia se extinguiría no debería merecer ni unos segundos de vacilación: ¿qué es peor, que se extinga un género en abstracto o que sufran tormentos barbáricos los individuos que lo integran? A veces algo tan abstracto como la "reverencia por la vida" nos impide, paradójicamente, respetar las vidas.

Pese a todo, sospecho que millones de personas se encaminan lentamente hacia un paradigma vitalista. Quizá podemos soñar con un futuro bio-panteísmo. Sin duda sería mucho más emotivo y estimulante, y concordaría mejor con la sensibilidad global actual, que un paradigma fundado en la omnipresencia de un sufrimiento inevitable. Todo aquel a quien le importe aun mínimamente el bienestar de la vida sintiente debería celebrarlo. Dadas las opciones que tenemos, es de lejos el mejor escenario posible; sumidos como estamos en una catástrofe ecológica sin precedentes, puede que incluso sea el único escenario del que salgamos vivos.

Sobre el autor:

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Óscar Carrera

Estudió filosofía, estética e indología en las universidades de Sevilla, París y Leiden. Autor de 'Malas hierbas: historia del rock experimental' (2014), 'La prisión evanescente' (2014), 'El dios sin nombre: símbolos y leyendas del Camino de Santiago' (2018), 'El Palmar de Troya: historia del cisma español' (2019), 'Mitología humana' (2019) y la novela 'Los ecos de la luz' (2020). oscar.carrera@hotmail.es

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