De pronto —antes de nada y de lo mismo— la mujerona de pelo corto y oscuro como las paredes de la fábrica conquista la mesa.
Antes de contaros una historia que ocurrió en Jerez durante el 68 —una historia de lucha animal bajo la atenta mirada de botellas relucientes de vino y cristales rotos— os recordaré lo que aconteció, medio siglo antes, una mañana de blanco francés cuando una hembra de pelo corto se subió a una mesa de seis patas para cambiar su historia.
No serían todavía las siete de la mañana de otra jornada de trabajo recién clonada de la anterior; otra mañana espesa de ropas pesadas sobre cuerpos de mujer que encerradas en aquel enjambre de hormigón y tuberías no podían ser partícipes del tiempo; un día entero, lleno de automatismos, comprimido en dos aullidos de sirenas —uno de bienvenida y otro de despedida— alejados entre sí por millones de segundos grises.
De pronto —antes de nada y de lo mismo— la mujerona de pelo corto y oscuro como las paredes de la fábrica conquista la mesa; decenas se entregan a su improvisado discurso; otra mujer, con cara de saber lo que sucederá, nos observa orgullosa desde su ya irrecuperable 1938..., mirando a un futuro que parece conocer.
Nadie —excepto esa mujer que se gira para hacerse recordar— tiene la capacidad de intuir qué pasará minutos después de aquella proclama; así que todas callan salvo la bestia de frías manos y corazón caliente que, agarrada a un viejo cuaderno de anotaciones y con sus dos patas sobre el madero, exige mejores condiciones de trabajo; todas las obreras escuchan pero ninguna es capaz de dirigir la mirada hacia donde indica el dedo acusador de la revolucionaria: una sucia caja de cristal, empotrada sobre uno de los muros de la fábrica, que se anuncia —con inquisidoras letras negras pero en el siempre decoroso francés— como oficina del director.
La sombra nerviosa que se agita dentro nos revela que él se encuentra allí..., escondido con sus lacayos en su castillo de vidrio y cristal que hoy no le guarda bien..., no aquel día de fuegos transparentes y piedras invisibles.
No sé cómo acabó aquella jornada de trincheras galas..., solamente sé lo que le ocurrió treinta años después a una muchacha de pelo y ojos brillantes en un viejo casco de bodega de Jerez donde se lavaban las botellas a mano y con agua caliente. Y lo sé porque aquella muchacha sigue siendo mi madre; como también supe, desde que ella me vio con los tintes necesarios para hacer usos del miedo y la razón, que el encargado de aquella nave —al que la propia vergüenza ajena de mi madre le despojó de su nombre y le borró el rostro— se acercó lentamente por su espalda, aprovechando el silencio y las horas muertas que se pagaban a precio de vida, para susurrarle un aterrador “Calla” que todavía es capaz de helar la palabra.
Pero no calló. No calló porque sabía —como podría vislumbrar la mujerona de pelo corto— que su vida dependía de ello..., y la de su futuro marido que, los domingos y con sus propias manos, levantaba la casa donde vivirían juntos..., como también dependían las vidas de aquellos hijos que tendrían que ir llegando por las fuerzas del destino.
No..., no calló porque sabía por sus años en el campo que las bestias gustan del silencio para comer hasta quedar completamente saciadas.
