El fuerte viento de Poniente levanta polvareda en el camino entre La Ina y Rajamancera. La siguiente parada: Torrecera. Nada más llegar aparece el letrero de bienvenida y una valla publicitaria de Entrechuelos asoma por la falda de una colina. Un dibujo de un hierro de caballo y abajo escrito: "Cortijo de Torrecera". Más allá, una larga travesía de tierra. Al llegar a la cima, la bodega, blanca y de líneas rectas, rompe con las columnas romanas que están colocadas en un pequeño estanque con peces. El guiño al pasado está presente en todo momento en la Bodega Miguel Domecq. Y es que a cada instante que puede, el segundo de la familia Domecq Solís encaja que su bodega se encuentra en la región vitivinícola más antigua de Occidente. Le gusta hacer incisos sobre la historia antigua de la pedanía. Cerca de sus viñedos hay restos de un poblado fenicio con un lagar que data del año 800 a.C., y a través de la ventana (a modo de cuadro en movimiento) se vislumbra la torre que da nombre a esta ELA de la capital del Marco. "Probablemente hay un sustrato romano debajo. Esta es una torre del siglo XII que ,si quieres subimos luego, está donde tiene que estar. En un sitio donde se ve media provincia", dice de manera pausada, dejando ver la admiración que siente por el entorno donde se sitúa su pequeña bodega.

Desde que la firma Domecq —el coloso de los jereces— decidiese vender la empresa a la compañía estadounidense Beam Global en 1994, Miguel Domecq empezó a pensar cómo podría lograr hacer realidad su sueño. "Yo no quería dejar ese pedacito de mi alma”, sonríe. Miguel Domecq Solís pertenece a la séptima generación de una de las familias bodegueras por excelencia en Jerez, afincada en el municipio desde 1730 —la más antigua—. No obstante, esto no significa que todos nacieran en esta tierra. “Mi madre iba a tener los niños a Sevilla, como se hacía antes, ella iba a casa de su madre". Miguel Domecq nació el 26 de septiembre de 1943, en el Palacio del marqués de la Motilla, en Sevilla. Pero pasa los 15 primeros años en Jerez, en una casa entre la calle Tornería y la plaza Rafael Rivero. “Mi madre estuvo allí hasta que se quedó viuda... esa casa inmensa se le caía encima”. Su padre, Juan Pedro Domecq y Díez, reconocido ganadero y poeta que también estuvo al frente del negocio vinatero de la familia, falleció a los 62 años de edad. Para el protagonista de esta historia, una pieza clave en su vida: "Mi padre era una persona muy inteligente, muy trabajadora y enormemente humana. Y estoy seguro que a casa no llegó a lo mejor ni la mitad de lo que él podía ganar. Un hombre excepcional". "Un hombre muy polifacético y muy humano", comparte con brillo en los ojos.

Volviendo al pasado, pero esta vez desde su propia historia, Domecq Solís recuerda que creció "rodeado de cosas que hoy día no existen con la misma fuerza". Se refiere a la unión familiar que vivió, ya que en aquella época, su madre organizó un colegio en su misma casa con los mejores docentes que había en la ciudad, porque "entre muertos y exiliados, el profesorado en España había sufrido un batacazo tremendo". Entre risas, Miguel Domecq comenta que en cada curso y materia, siempre sacaba matrículas de honor. "Pero claro, yo le había dado seis vueltas al libro. Ese ambiente de rigor, de trabajo, cumplimiento del deber… eso formó parte de mi juventud". Si bien de lunes a viernes recibía una educación recia, los fines de semana los pasaba en Jandilla, una finca familiar done montaba a caballo y jugaba al fútbol con sus hermanos. Aquella libertad mezclada con una educación estricta, hicieron mella en su carácter.

Relata que de pequeño siempre quiso ser ingeniero. Pero confiesa que dejó la carrera a medias cuando se dio cuenta de que "quería ser ingeniero porque entonces los empresarios eran los ingenieros". "Nunca pensé que me iba a dedicar a la bodega. Creo que mi padre pensó que el que tenía que dedicarse a ello era mi hermano mayor Juan Pedro". Por lo que finalmente terminó Empresariales y se dedicó a la banca en Madrid y en Sevilla durante año y medio. “Hasta que sorprendentemente me llama mi padre para hacer una fábrica de whisky en España. Y yo por mi padre hubiera ido al infierno. Lo adoraba, lo valoraba”.

"Mi padre me llamó para hacer una fábrica de whisky en España. Y yo por mi padre hubiera ido al infierno"

Su padre le administró la tarea de hacer una fábrica de whisky en España, pero no llegó a ejecutarlo. “Yo soy el que se carga el proyecto”. Admite que bajo su punto de vista, la idea no tenía sentido. "Y no fui capaz de venderle al consejo de que había que tirar para arriba y comprar una de las grandes marcas de whisky”. Aquello se empantanó, por lo que decidió dedicar su tiempo a hacer de Domecq una empresa unificada. "En los años 50 y 60 la empresa se externalizó muchísimo: México, Venezuela, Brasil, Inglaterra, Argentina… Una red de gente muy numerosa y hacía falta que la partitura fuera única y que alguien dirigiera aquello".

Fue director de las empresas de Domecq en el extranjero —un total de 13 repartidas en 9 países— desde 1972 hasta el 76. Un año antes de pasar a controlar la financiación y la comunicación de la empresa, en 1975, fallece su padre y accede al consejo de Domecq. “Fue lo mejor, porque yo quería ver crecer a mis niños y no lo estaba haciendo”. Dos décadas más tarde, la familia decidió vender. En aquella época, al frente estaba Ramón Mora de Figueroa y Domecq, primo hermano de Miguel Domecq. "Él es la fuerza que se hace cargo de Domecq y yo fui la fuerza que hizo que Domecq se vendiera”, desvela. "Por una cosa muy sencilla —explica— una empresa familiar dura tanto como la dirección ejecutiva tenga políticas donde la familia sea, al menos, tan importante como la empresa, que los intereses de la familia sean así de importantes". Y dice que cuando eso no se produce, lo mejor es irse. Ello, unido al receso del mercado del brandy y de los jereces, provocó que la familia decidiera vender la empresa en 1994 a la compañía estadounidense Beam Global (luego Beam Suntory) —a finales de 2015 fue adquirida por el magnate filipino Andrew Tan—.

Miguel Domecq se quedó con el corazón partío. Pero le dio la vuelta a la situación pensando que quizá había llegado el momento, su momento. "Yo soy un enamorado de la viña, la vid… mi amor es tal que le he dedicado toda la vida... Y ahora entiendes por qué esto", señala mientras abre los brazos. Con ganas de marcar su propia personalidad en la viticultura y de diferenciarse de demás, Miguel Domecq desecha la idea de elaborar un vino con una única variedad de uva y con el mismo método que todos los demás. "Solo podía ser un poco más perfecto que el vecino y con eso no me iba a expresar yo lo suficiente". Recuerda que en la década de los setenta un americano le habló de los vinos de California y cuando Domecq Solís fue a visitarlo, este le dio a probar una gran variedad. Domecq Solís no tuvo más remedio que sincerarse: "¡Estaban buenísimos!". Y luego se preguntó: "¿Si en California eran capaces de hacer esto, por qué no en Jerez con la tierra albariza?".

"Aquí se han hecho vinos de mesa de toda la vida, el palomino es una variedad de uva que se trae un señor en 1640"

Bajo esta cuestión, Miguel Domecq se convirtió en pionero a la hora de elaborar vinos de mesa en la tierra de los vinos generosos. "Pero aquí se han hecho vinos de mesa de toda la vida, es decir, desde mil años antes de Jesucristo, hasta el siglo XVIII, porque el palomino es una variedad de uva que se trae un señor en 1640. No es el vino tradicional de Jerez y aquí sí había una tradición, pero esa tradición se había perdido. ¿Por qué? Porque el éxito inmenso del vino de Jerez había orillado toda la viticultura anterior. En ese sentido, yo estoy sacando otra vez a la luz un vino que Jerez ha estado haciendo durante 2.700 años". De ahí sus viajes continuos al pasado, para volver al origen y buscar otra salida a la viticultura de Jerez.

En las 38 hectáreas que tiene por viñedos, la Bodega Miguel Domecq trabaja con tempranillo, merlot, syrah, cabernet, sauvignon, sauvignon blanc, petit verdot, chardonnay y tintilla de Rota. Nada de palomino. Nueve variedades de uva con las que ha conseguido elaborar dos firmas: Alhocen —en honor al nombre que recibe el Cortijo de Torrecera— y Entrechuelos —porque así se llama la dehesa—. Y en los dos últimos años ha sacado dos nuevas botellas: el rosado Entrechuelos y Brut Talayón (un espumoso cerca del champán con la salinidad que aporta la albariza).

"Pero si yo hubiera sido un estratega galáctico, yo nunca hubiese empezado nada en 2008. La crisis empresarial no era pequeña", expresa. En 1999 recibió el Cortijo de Torrecera —propiedad de la familia— y empezó a poner en práctica lo que hasta entonces no había sido nada más que un deseo. En 2003 plantó, tres años después hizo su primer vino, en 2007 hace la bodega en 2008 su primera cosecha. Pero no está en el mercado hasta el año 2010. Asegura que tuvo dificultades para empezar en el mundillo. La época no era la adecuada, pero dice que tampoco quiso crear nada ostentoso y que le valía con una bodega pequeñita de baja producción a la entrada de Torrecera. "Yo quiero hacer botellas, no cajas". Miguel Domecq Solís quiso dejar su impronta en la cultura vinatera recuperando ese vino de mesa que se bebió durante siglos en la campiña y con la intención de dejar una herencia a su familia. "Creo que la continuidad seguirá, ya sea con mi nieto Miguel Domecq o con mis cuatro hijas". Y bien sabe que sí después de inculcar el amor a la tierra, al campo... y ese afán de prosperar e innovar porque "ir más allá es lo único que te hace vibrar", finaliza.

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Claudia González Romero

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