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"Dos kilos de cobre funda. DNI y pase por ventanilla. Ocho kilos de chapa. DNI y pase por ventanilla. Cinco y medio de latón limpio. DNI y pase por la ventanilla…" La letanía es prácticamente constante en el desguace Puente del Duque, del polígono industrial El Portal. Jesús Mora, el encargado, pesa cada día centenares de piezas de chatarra que traen a su vez otros tantos clientes con tal de llevarse un poco de dinero a casa. "Suena mal que lo diga, pero se podría decir que a nosotros nos ha venido bien la crisis. No sólo por la gente que viene aquí ahora, sino por la cantidad de empresas ligadas a la construcción que al cerrar tuvieron que vender todo lo que tenían", afirma Jesús, de 50 años, toda la vida en un negocio, el del reciclaje, en el que ya empezó su bisabuelo allá por 1917, en Estancia Barrera, cuando por entonces lo que más se trabajaba eran trapos, gomas, vidrios huesos y lana.

 

Entrar en el desguace es casi como hacerlo a un escenario futurista post apocalíptico. Parte de la otrora flamante flota de autobuses urbanos, aquellos rosas de la época de Pacheco, yacen a medio desguazar en la entrada junto a otros vehículos. Detrás, toneladas incalculables de chatarra, algunas ya perfectamente convertidas en paquetes y otras, aún sin clasificar, apilándose junto a la nave donde se sitúa la pequeña oficina de la empresa y la zona donde se va clasificando la chatarra que la gente va trayendo hasta allí.

 

Aquí se aprovecha casi todo. Por ejemplo, vemos una montaña de neumáticos. Lo que es la goma se mandará a la cementera Holcim, pero el desguace reciclará las llantas. Otra montaña de bicicletas. Ni que decir tiene que de ellas se aprovechará casi todo. Las baterías, de cualquier tipo de vehículo, también tienen negocio aquí. Por eso, no es raro ver cómo la gente trae prácticamente de todo. "Hay veces que tenemos que hacer la vista gorda, porque hay cosas que traen que apenas le sacamos provecho. Otras veces el cliente me cuesta hasta dinero. A lo mejor lo que trae tiene un valor de ocho euros y le redondeo hasta los 20 para que pueda comer a diario", explica Jesús.

 

 

El encargado del desguace recuerda la crisis de los años 80, que también empujó a mucha gente al reciclaje, pero como la de ahora, “nunca”. “Sólo tienes que ver la cola que hay de gente y los coches que ves. El perfil ha cambiado una barbaridad. Antes venían con motos y ahora alguno viene hasta con coches de alta gama, gente que está reciclando de los contenedores de basura, algo que por cierto se ha prohibido en Sevilla”.

 

El precio de la chatarra varía desde los 16 céntimos, precio actual del chapajo, hasta los 4,40 euros del cobre. “Aquí ha venido gente hasta por 38 céntimos. Se te cae el alma”, indica Jesús mientras le pesa una bolsa de piezas de latón a unos clientes. “Fíjate la hora que es –las doce de la mañana- y ya llevamos 54″.

 

-“¿A cuánto está el kilo, Jesús?”, preguntan al encargado con un tono que denota que son habituales en el desguace.

 

-“A 2,70″.

 

Tras el pesaje de la chatarra y después de apuntárseles el DNI, algo obligatorio, ya que tanto Policía como Guardia Civil acuden semanalmente para verificar que todo lo que llega tiene procedencia legal –cualquier cosa que genera dudas es rechazado por el desguace–, los chavales cobran en una ventanilla situada en uno de los laterales de la pequeña oficina de la empresa.

 

 

"Cuando se puede venimos, cuando no hay nada no venimos. Nosotros somos desempleados, si no no vendríamos aquí", explica uno de ellos, el de apariencia más joven". Yo llevo aquí cuatro años. Tengo dos niñas y de alguna manera hay que subsistir. Soy oficial de primera de encofrador. La última obra que hice fue ensolando, y ya no me acuerdo ni como se ensolaba..." "Yo soy fontanero" -salta el mayor de los tres- y llevo 12 años parado. Tengo hasta nieta. He ido a las obras no sé las veces. Pero ahora como no sea por Internet… Ya eso de ir a la puerta de la obra se acabó". El chatarrero afirma que lo que les queda ya es “robar chatarra, porque ya ni la regalan. Este chaval –señalando al primero– trabajaba en un taller y antes le guardaban la chatarra pero ya ni eso", lamenta. En total, cada uno se lleva para casa 17 euros.

 

Detrás suya viene David, otro habitual del desguace. Medio cordobés, medio jerezano, este joven de 26 años, padre de dos niñas y vecino del Polígono trae una caja llena de picaportes y un fregadero. "Que te diga Jesús. A las cinco y media de la mañana ya estaba en la puerta", afirma mientras nos enseña las manos, llenas de cortes. David se pasa todos los días de contenedor en contenedor. "Como esto siga así me voy a morir de hambre. Ya ni me acuerdo de cuánto llevo parado. Entré en la chatarrería hace cinco años y tengo 26, en la flor de la vida para trabajar. Esto no puede seguir así, esto es una ruina, y ahí lo sabe Jesús, que vengo aquí para 10 o 20 eurillos al día".

 

 

Al menos, la mañana le ha cundido. "Están haciendo una obra en el Lidl de enfrente del Continente “La crisis nos ha favorecido”, afirma el encargado del negocio vi una cuba llena de aluminio. El encargado me ha dado permiso para llevármelo". En total, la peonada le ha salido por 27 euros, pero así y todo tampoco le salen las cuentas. "Ahora súmale los diez euros de gasolina que le echo al coche, el litro de leche que se ha bebido mi niña de camino aquí... Esto no es vida. Ahora no se gana con la chatarra. Hace siete u ocho años se ganaba dinero. En tres meses le gané nueve millones, cuando me salía el kilo a cincuenta céntimos, pero ahora está a 16. Ahora la chatarra sólo da para comer". David sólo tiene un deseo. Trabajar. Mirando a Jesús de reojo, nos dice: "A ver si me mete a trabajar aquí y me da 30 euritos al día. Para eso sí que valgo, para trabajar. Para estar delante de un ordenador no, pero para trabajar, sí". Despedimos a David en su coche, donde le espera su mujer, Rocío, y una de sus dos niñas. Hasta las nueve de la noche seguirán rebuscando en la basura para llevarles algo caliente a sus hijas.

 

Dejamos a Jesús a lo suyo, ayudando a un cliente a bajar una bicicleta estática. Ya fuera del desguace, en uno de los pilares que soportan las vías del tren, una frase pintada en spray negro que parece dirigirse al infinito: "Dame una última oportunidad". A pocos metros, un hombre rebusca chatarra en la embarrada cuneta.

 

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Jorge Miró

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