Memorias de la última telefonista

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Francisca se convirtió en el 'salvavidas' de algunos vecinos cuando caían enfermos y emisaria de buenas y malas noticias durante los 30 años que trabajó en la centralita telefónica de San José del Valle.

Desde los sesenta del pasado siglo hasta la década de los 90 fue testigo de amoríos y mensajera de desgracias, de buenas noticias y ‘salvadora’ de muchos vecinos de su pueblo, San José del Valle, y de gran parte de la zona rural de Jerez, municipio al que hasta hace unos 20 años perteneció su localidad natal. Todo ello bajo “secreto de confesión”, explica Francisca Mariscal, conocida como Paquita la del teléfono, a quien hoy paradójicamente le cuesta manejar el móvil que le regaló su hija. Durante más de tres décadas, con sus días y sus noches, en su ‘fuerte’ de apenas dos metros cuadrados, mantenía conectados a sus aislados y dispersos paisanos con el resto del mundo, gracias al juego de clavijas y a la marcación de los números, números y más números de teléfono, que aún hoy recuerda a sus 83 años.

Ella, la mayor de tres hermanas y dos hermanos, y madre de una hija, se hizo cargo de este trabajo, después de que unos parientes fracasaran en el intento. En el inmueble de la centralita pasaba sus jornadas pendiente de lo que necesitaban los vecinos. La salita telefónica se ubicaba en una casa de dos plantas, en la céntrica plaza del pueblo, justo al lado del Ayuntamiento. Hasta allí iba quien lo requería y llamaba a su ventana. De allí apenas se alejaba. Descansaba en un mueble-cama en la habitación contigua a la centralita durante los intervalos de tiempo en los que no la despertaban para hacer llamadas. “Venían a las cinco o a las seis de la mañana… No me podía retirar de ahí, era estar todo el día pendiente y los festivos me tocaba siempre a mí”.

"Los once primeros años cotizaba por mi padre para que pudiera cobrar la vejez porque era zapatero y no le quedaba pensión, no había cotizado a la Seguridad Social. Luego, lo puse a mi nombre”. Él le ayudaba siempre que podía hasta que falleció con 72 años. A partir de ahí disfrutar de una película en el cine, salir en la feria, un día cualquiera con amigas o ir a la peluquería se convirtió en un lujo que podía permitirse muy de vez en cuando.

Paquita la del teléfono era conocida por el servicio médico de Jerez, se encargaba de avisar a la ambulancia para que recogieran a los enfermos cuando el médico consideraba que había una urgencia. “En Jerez no se fiaban de enviarla cuando la pedía cualquiera, tenía que ser yo la que llamase y venían a por los enfermos. Yo era la que le solucionaba el problema”, cuenta con amplia lucidez la octogenaria. En otras ocasiones ella o su padre eran los emisarios de recados tristes, como el fallecimiento de familiares, que debían hacer llegar a conocidos que se encontraban en fincas, con la consiguiente responsabilidad de ofrecerles el posterior consuelo.

Sentada en el sillón de su casa confirma que las telefonistas oían todo, tal y como se muestra en las películas, no es una leyenda: “Sí, pero de qué me servía si no lo podía decir”. Debía cumplir el “secreto de confesión”, como llama al secreto porfesional. Le daba cierta rabia no poder afirmar si algo era cierto o no, así que evitaba oírlas. Aunque en la época en la que había soldados en el polígono de Garrapilos (en La Barca) sí escuchaba ‘novierías’. “Algunos soldados tenían novia aquí y hablaban… Todo era aburrido... Para mí era una pensión tener que estar allí de día y de noche”, rememora con nostalgia. Recuerda cómo transcurrió el intento de golpe de estado de Tejero en 1981, el 23F. Según cuenta, a unos metros de la centralita telefónica, en el edificio del Ayuntamiento colocaron una cadena con un candado y realizaron pintadas. “Si vimos quién lo hizo, nos callamos… lo mejor que hacíamos”. Por lo demás, el día transcurrió con normalidad sin alteraciones en las llamadas. Durante casi 11.000 días, 360 meses o 30 años sacaba una clavija, luego colocaba otra, giraba la rueda, número, otro, otro… conoció a muchas personalidades de la época como al torero Francisco Ruiz Miguel, destacan sus allegados, a pesar de no salir de aquellos escasos dos metros cuadrados.

El sueldo que ganaba resultaba más bien modesto, al tener en cuenta que debía permanecer “de guardia” las 24 horas. Durante un tiempo, contó con la ayuda de alguna joven o incluso de su propia hija, dos horas por las mañanas y tres por la tarde. “Eso era lo que yo descansaba y los festivos me tocaba siempre a mí. Ahí no había noche ni día, si me tenían toda la noche levantada, pues toda la noche levantada”, evoca con un leve tono de desaliento.

Poco a poco la zona también se modernizó y se adaptó a los nuevos tiempos. Las calles se asfaltaban, los coches ya no escaseaban y la centralita telefónica dejó de poseer el monopolio de las comunicaciones. El Ayuntamiento, y el Cuartel de la Guardia Civil se hicieron con sus propios aparatos, a los que sucedieron otros más en hogares particulares y también fue instalada la primera cabina de teléfono justo al lado de la salita de la telefonista. Además, la tecnología también evolucionó y los teléfonos pasaron a ser semiautomáticos, de modo que paulatinamente Paquita iba contando con menos volumen de trabajo. Previsora, amuebló la vivienda en la que reside a día de hoy. De forma repentina la compañía de teléfono cerró la centralita a la que Paquita dedicó su esfuerzo más de 30 años de su vida. Según la hermana y la sobrina de la telefonista, no fue avisada con antelación lo que mermó su ánimo. Aseguran que se sintió “engañada” y “defraudada” con la empresa. La telefonista desconocía los pasos a seguir para poder subsistir dignamente, pero gracias a familiares y vecinos a los que ella había ayudado siempre desde la centralita encontró una solución temporal. “Me quedó una paga de 12.000 pesetas hasta que me llegó la jubilación, como corresponde”.

Comenzó una nueva vida, después de estar ‘recluída’ tres décadas, contaba con todo el tiempo del mundo, un cambio radical. Más de veinte años después de finiquitar su trabajo en la centralita, Francisca puede presumir de haber alcanzado los 83 años con buena salud, y aún conserva un punto de coquetería. “Fotos tan temprano no”, espeta a lavozdelsur.es, aunque finalmente cede sin el menor inconveniente. Sus familiares bromean: “¿No se dice que los teléfonos causan cáncer y enfermedades? Pues ahí está ella, sana y fuerte como un roble”, a pesar de haber convivido con aparatos y antenas”. Las muñecas sí se han resentido, sufrieron desgaste al tener que realizar tantas llamadas marcando los números de uno en uno con la rueda del teléfono.

Apenas hace vida social de puertas para afuera. “Ya estaba acostumbrada a no salir y seguí saliendo muy poco. Desde la muerte de mi padre y una vez que mi hija se casó y se fue a Madrid me quedé muy sola. Terminé tan harta de teléfono y de todo... no me quiero ni acordar”, afirma espontánea la extelefonista. Dice que prefiere olvidar esa época, sin embargo los hechos no acompañan a sus palabras, todavía conserva los contratos, la documentación y aún, con las zancadillas y la fatiga de la edad, abre las puertas de su casa y narra ese periodo de su vida sin cortapisas. Ella repite casi como un mantra que no quiere acordarse, pero en el pueblo no olvidan la gran labor, el papel fundamental que jugó en las vidas de propios y ajenos Paquita la del teléfono y le rinden homenaje por ello. “Voy por no hacer el feo, me invitan y una tiene que ir, pero los homenajes son para los muertos”, dice con resignación algo simulada Paquita, la última telefonista.

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