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Una noche con los voluntarios de la Unidad de Emergencia Social de la Cruz Roja, que atiende diariamente en Jerez a unos 40 sin techo. "El fin último no es darles el alimento, sino conocerlos, hacer que se sientan personas, saber cuáles son sus problemas e intentar sacarlos de la calle", afirman.

Son los invisibles, esos a los que casi nadie echa cuenta. La gente de la calle, los sin techo, suelen pasar desapercibidos para los ciudadanos de a pie, más pendientes de sus smartphones y del Whatsapp que de lo que tienen delante suya. Aunque quizás no sea su caso y se haya fijado en ellos, sobre todo cuando cae la noche y empiezan a poblar cajeros de entidades bancarias y soportales. Y a lo mejor también se habrá dado cuenta de esas personas que, envueltos en sus chalecos anaranjados, los ayudan, consuelan y les dan el cariño que tanto les falta. Son los voluntarios de la Cruz Roja.

La cita es a las siete de la tarde de un martes de mitad de febrero en la sede de la organización en Jerez. Sólo unos días antes, una ola de frío había cruzado España de punta a punta, por lo que cuando nos disponemos a realizar este reportaje, nuestro pensamiento está en aquellos que, amparados sólo con mantas y cartones, pasan todas las noches al raso con el cielo infinito como techo.

En una pequeña habitación, Pedro Olmo, de 58 años, José Gómez, de 29 y Sole Bocarando, de 28 preparan sándwiches, leche y agua caliente. Pedro, sevillano de Lora del Río, lleva dos años viviendo en Jerez. La crisis pudo con su negocio de compra y venta de vehículos. Sole, licenciada en Publicidad, está actualmente desempleada, mientras que José tiene un poco más de suerte. Arquitecto técnico, trabaja actualmente como autónomo. Los tres llevan unos seis meses como voluntarios de Cruz Roja y a los tres les llamó la necesidad de ayudar a los que más lo necesitan.

Algunos, como Pedro y Sole, ya habían sido voluntarios en otras asociaciones. En el caso del primero lo fue en Cáritas, junto a su esposa, al poco de estallar la crisis, cuando todavía la situación no era tan alarmante. Sole, por su parte, afirma que desde su época estudiantil en Los Marianistas siempre ha estado ligada a estos colectivos, e incluso estuvo de misionera en Perú. En cuanto a José, indica que fue a través de un familiar, también voluntario en Cruz Roja, como se introdujo en la asociación. “Sienta bien ayudar a los demás, más que nada porque uno tampoco sabe cómo va a acabar el día de mañana”.

Ellos, junto a otros voluntarios, conforman la Unidad de Emergencia Social, que atiende todos los lunes, martes, miércoles y viernes a unas 40 personas en Jerez. En diferentes turnos, los voluntarios no sólo se encargan de darles alimento, sino también, y sobre todo, escucharlos y conocer sus situaciones para intentar sacarlos de la calle.

“Nuestra misión es llegar a ellos, contactar, que nos cuenten su problemática para de alguna manera derivarlos a programas que les ayuden a salir de la situación en la que se encuentran”, indica Pedro, si bien reconoce que en la mayoría de las veces “es difícil que salgan de la calle, porque viven en un mundo en el que es difícil que encuentren esa salida, y aunque tú se la ofrezcas encuentran muchas barreras, además de haberse adaptado a vivir de la manera en que viven”.

En cuanto al perfil del usuario de Cruz Roja, indica Pedro que hay quien lleva años en esa situación, mientras que luego están aquellos que se han visto en la calle por la crisis. “Nosotros hemos conocido a gente que ha sido empresaria y que por circunstancias de la crisis, añadido a una situación familiar agravada por esto, se han visto en la calle. Esos son los que más sufren esta situación, porque pasan de una situación normal a verse en la calle sin recursos y habiendo roto su vínculo familiar, y entran en una situación no sólo de indigencia, sino que tienen problemas psicológicos y eso hace que no vean la manera de salir. Al verse sin fuerza ni ayuda de tipo familiar, a esa gente, más que una ayuda alimentaria lo que necesitan es una persona que le escuche y que les sirva de consuelo”.

Mientras hablamos con Pedro, Sole y José terminan de preparar los sándwiches. El kit completo lo conforma un sándwich doble de cerdo o pavo –por si algún usuario es musulmán- una magdalena, zumo y caldo, café o chocolate. En cuanto a la ruta, tiene cuatro puntos fijos: la Alameda Vieja, la Rotonda de Los Casinos, el Mamelón y la plaza de Las Angustias, además de algún otro que pueda surgir dependiendo de si los voluntarios tienen constancia de la presencia de algún sin techo que, por problemas de alcohol o drogas, no esté en condiciones de moverse.

Pasadas las ocho de la noche y con la furgoneta cargada, los voluntarios ya están dispuestos a iniciar la marcha. Sin embargo, algunos usuarios que ya conocen los horarios de partida se han acercado hasta las instalaciones de Cruz Roja para recibir allí sus alimentos. Es el caso de José Luis, que cuenta que prefiere recoger aquí su comida porque le cae de paso al hospital, donde tiene a su madre ingresada. José Luis también nos cuenta otras cosas que nos hacen dudar de su veracidad, como que fue boina verde en Ceuta. “Me machacó la cabeza. Allí te sueltan con una mapa y una brújula y te las tienes que apañar”.

Tal y como nos comentaron un rato antes, vemos cómo los voluntarios se interesan por él y le hacen diferentes preguntas. Además, Sole rellena una ficha en la que apunta su nombre y DNI, para conocer quién es y cuál es su situación actual. Esto se repetiría a lo largo de la noche con todas las personas atendidas, a las cuales se les insta a que acudan a las instalaciones de Cruz Roja, donde se le atenderá para conocer más en profundidad sus casos y se les intentará buscar una ayuda que los saque de la calle. Además, esto le sirve a la organización para cuantificar qué número de personas atiende en la ciudad.

La Ruta

Abandonamos las instalaciones y emprendemos camino. La primera parada es la Alameda Vieja. El grupo de usuarios, en torno a los 20, aguarda junto a las bodegas González Byass. Lo primero que llama la atención es que hay bastantes más hombres que mujeres. En cuanto a la media de edad, entre treinta y tantos y cuarenta y tantos. Algunos nos miran extrañados al ver la cámara. Sole los tranquiliza y les explica que los estamos acompañando para ver cómo trabajan. “Vale, vale, pero a mí no me saques”, indica una mujer con acento del norte de España.

Otra cosa que nos llama la atención es el contraste de estados. Mientras que unos aparentemente no darían el perfil de sin techo, otros sí nos dan esa imagen. También comprobamos que alguno responde a nuestras preguntas con frases sin sentido, lo que nos hace darnos cuenta de cómo machaca la calle no sólo de manera física, también mental.

Mientras Pedro rellena algunas fichas y José bromea con un usuario que le pregunta “si quedan bocadillos de jamón”, Sole se interesa por un ciudadano extranjero. Le pregunta en inglés, y éste le responde con desánimo que no se encuentra muy bien esa noche. Nosotros, mientras, hablamos con Francisco, que vive de okupa en un piso de San Telmo con otros seis familiares. “Es que en la calle no se puede vivir. Te mueres de frío”. Francisco, que engancha la luz y el agua –“que la pague Rajoy”- se dedicaba antiguamente a la venta ambulante, pero explica que lo tuvo que dejar “porque la Policía no me dejaba vender. Luego se llenó la calle Doña Blanca de negritos y ya no se podía vender nada, y encima la Policía está dando caña echando multas”. Sin que le preguntemos, nos explica que “yo no soy borracho ni nada, pero a veces bebo un poco para quitarme de los problemas”, a la par que espera que “Podemos haga algo en las elecciones. “Si hace algo yo le voto”.

Tras casi media hora, después de atender a todos, la furgoneta pone rumbo a la Rotonda de los Casinos. Cuando llegamos encontramos a un par de personas que ya habían estado en la Alameda Vieja, a la espera de poder repetir. Hoy, a diferencia de otros días, no hay nadie en los cajeros del BBVA, lugar de descanso de muchos sin techo. Aquí la cosa está mucho más tranquila, sólo unas cuatro o cinco personas. Entre ellas encontramos a una pareja de cincuentones, Juan y Sonia, a los que con verlos ya nos damos cuenta de que la vida no los ha tratado muy bien en los últimos tiempos.

Juan, de Espera, era transportista. Después de haber estado 30 años montado en un camión, se quedó parado en 2010. Actualmente se gana la vida vendiendo cupones de la Organización Impulsora de Discapacitados, que le reporta nueve euros diarios, y haciendo alguna que otra chapuza. Junto a él Sonia, su pareja, a la que conoció hace cuatro años en un bar, aunque ella señala que ya le había echado el ojo mucho tiempo atrás “porque me he criado con su tío”. 

Ambos viven en La Plata, en un piso que les paga la madre de Sonia. Desgraciadamente hace ya un año que no pueden pagar la luz. Ni siquiera se atreven a engancharla porque “ya nos denunció la presidenta de la comunidad, así que ahora preferimos que nos ayuden de otro modo, porque luego son todo problemas”.

Sus cuatro años como pareja prácticamente se resumen entre su piso, el comedor de El Salvador, donde almuerzan, y el Hogar San Juan, donde cenan. Tampoco faltan a su cita con Cruz Roja. Para ellos sería un lujo rechazar su ayuda. “Esta vida es demasiado dura. Y menos mal que nosotros por lo menos tenemos un techo”, afirma Sonia.

En ese momento se detiene a saludar a los voluntarios una mujer. “Yo fui usuaria de Cruz Roja”, les explica.

Eva María Rodríguez, que así se llama, estuvo en riesgo de exclusión social. Licenciada en Medicina, circunstancias de la vida la llevaron a esa situación. “Acabé en el albergue de Cádiz. Llegué a un punto de no quererme relacionar con nadie, a estar todo el día agobiada, a pensar en el suicido…” La vida le dio una segunda oportunidad. En la facultad de Medicina encontró una oferta de trabajo. “Estaba sentada en el Parque Genovés y pensé en apostar en mí misma. Llamé, me llamaron, les expliqué mi situación y les dije que necesitaba el trabajo”. Finalmente la contrataron, nada menos que como directora médica durante ocho meses. Sin embargo, su esquizofrenia le jugó una mala pasada. “Era 2011, la noche de la cena de Navidad de la empresa. Me empecé a sentir muy mal en la discoteca y al llegar a casa me harté de vino y pastillas. Intenté suicidarme”.

Ahora, a pesar de que esa recaída trajo consigo una baja laboral por incapacidad, Eva María afirma encontrarse “muy bien”. “Aunque la sociedad parece que no te va a ayudar, he salido adelante, pero eso no quiere decir que me haya desvinculado de Cruz Roja y no me interese por la realidad social”.

La siguiente parada es el Mamelón, donde encontramos un perfil de usuarios bastante más joven. Alguno no llega a los 25 años. Aquí además vemos otro ambiente. Ninguno quiere hablar ni salir en fotos. De hecho, parece que esta zona es bastante más problemática, ya que a los pocos minutos de estar allí se acerca una patrulla del 092 que no se moverá hasta que nos vamos.

Nuestro último destino, antes de que los voluntarios tomen camino de Las Angustias, donde cerrarán la noche, es en unos soportales de Divina Pastora. Allí visitaremos a una pareja de sin techo que no suelen moverse por las noches.

“Esperad aquí, a ver cómo está Raúl de humor. La semana pasada nos echó de aquí a gritos”, nos advierte Sole. Segundos después, nos avisa. Vía libre.

Entre dos paredes, Raúl y su pareja Magdalena han colocado unos colchones para protegerles del frío. Otro, de matrimonio, les sirve de cama. “Bienvenidos a mi casa. Esperad que os abra la puerta”, indica Raúl mientras hace el gesto de abrirnos.

Raúl, que estaba acostado, se levanta. Lleva chaqueta oscura, pantalones vaqueros y un gorro que le proteje la cabeza y que esconde un pelo negro desaliñado. Raúl luce perilla y fuma un cigarrillo. En el suelo vemos cajas y mantas, y también un par de almohadas. A la pregunta de cuántos años tiene, Raúl nos contesta con evasivas -“eso tendréis que preguntárselo a mi má”-, así que a riesgo de equivocarnos, ya que como decimos la calle y el alcohol machacan mucho a las personas, diríamos que ronda los cincuenta. Tampoco nos dice qué le llevó a su actual situación. “Ya ni me acuerdo”, indica mientras le pega un trago a una botella de agua rellena de un líquido anaranjado. “Esto es para el resfriado. Le eché un sobre al agua… Es que estoy griposo…” Pero por más que queremos entablar una conversación con Raúl, se hace imposible. En sus palabras encontramos poca coherencia, pensamos que porque ha bebido, algo que nos dejaría caer luego. "Así estoy todo el día, morado..."  Tan pronto nos dice que es de Zaragoza como que es de Ponferrada. A la pregunta de a qué se dedicaba antes nos dice que es peluquero, pero a saber si es verdad. Así que intentamos hablar con Magdalena, que se encuentra acostada y tapada con varias mantas, aunque con menos fuerzar para hablar que Raúl. Eso sí, sus palabras muestran más sinceridad y nos dice que es de San Fernando, que lleva con Raúl ocho años y que tiene familia, pero que no quiere saber nada de ella.

Dejamos a la pareja descansar. Pedro, José y Sole todavía se pasarán por Las Angustias para repartir lo que les haya sobrado entre los que quieran repetir. Por nuestra parte, concluimos aquí nuestro acompañamiento. El reloj marca las diez y media. La tarde-noche ha sido intensa y nos ha servido para abrir más los ojos y valorar lo que tenemos. Mañana los voluntarios de Cruz Roja volverán a echar una mano a los más desfavorecidos. Son, sin duda, los ángeles de la calle.

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Jorge Miró

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