Hablamos con Pepe Ibáñez y Ángel Rubio, voluntario de la Pastoral Penitenciaria y exrecluso, respectivamente. El primero lleva diez años cruzando las puertas de la prisión, el segundo no quiere volver a pisarla.

Esta es una historia de la cárcel. De cómo las vidas de dos personas se cruzaron entre rejas para forjar una amistad que perdura en el tiempo. A Pepe Ibáñez le cambió la vida, primero, una trombosis, que le dejó en coma una temporada, y posteriormente un tumor. De ambos se recuperó, pero al recibir la invalidez laboral, decidió que tenía que ocupar buena parte de ese tiempo libre que se le presentaba por delante. Ángel Rubio, por su parte, era un bala perdida. Coqueteó con la droga desde joven y el mono y la falta de dinero para pagarse sus dosis le llevaron a realizar portes para un narco. La Policía lo pilló una, dos, tres y hasta cuatro veces. Cuando se quiso dar cuenta, a los 26 años llevaba sobre sus espaldas cargos suficientes para pasar una larga temporada a la sombra.

Pepe, 62 años, es voluntario de la Pastoral Penitenciaria de la diócesis de Asidonia-Jerez. Ángel, de 41, es un expresidiario que ahora, gracias a Cáritas, retoma la vida que él mismo se complicó hace catorce años. Tras pasar doce en diversas prisiones andaluzas, lleva dos años en libertad, sin probar la droga y formándose actualmente como técnico de mantenimiento de edificios. Ambos, como ya está dicho, se conocieron en chirona, en Puerto 3. De la conversación con ambos nos llama la atención el hecho de que parezca que tengan los papeles cambiados. El voluntario tiene más pinta de tipo duro. Luce un llamativo tatuaje en su brazo derecho y durante la conversación confiesa que se crió en Rompechapines, algo que le ayuda a encarar mejor las salidas de tono chulescas de algún reo que se crea superior a él. El expreso, por su parte, se ve más apocado. Habla con un tono de voz más bajo y luce un rosario en el cuello.Lo primero que aclara Pepe es que la Pastoral Penitenciaria “no es una ONG”. Como él, voluntarios de diferentes edades acuden a las prisiones a “evangelizar con el testimonio de Jesús”, pero sobre todo a escuchar a los internos, conocer sus problemas, interesarse por ellos… También hacen de enlace entre ellos y sus familiares, a los que ayudan en sus desplazamientos a prisión para verles, e incluso los acogen en sus hogares si es que vienen de lejos y no pueden pagarse un alojamiento. Estos voluntarios no hacen distinciones ni por religión ni por raza. “Aquí estamos para cualquiera que nos necesiten. No pedimos nada a cambio ni enjuiciamos a nadie por lo que haya hecho. Ese trabajo ya lo hicieron los jueces”.

“A veces sientes vacío y rechazo en prisión. El simple hecho de que te escuchen, o que hagan pequeños favores, como hacer una llamada por ti, significa mucho para nosotros”, indica Ángel. Él mejor que nadie sabe lo que es verse prácticamente solo en el mundo. En 2003, ya en prisión, murió su madre. Perdió la poca vinculación que tenía con su familia, ya que sus hermanas le dieron de lado. Ese sentimiento de soledad le hizo pedir traslados a Sevilla, Córdoba o Algeciras antes de volver a El Puerto, a esa macro cárcel que es Puerto 3, “quince dentro de una sola”, como la considera Pepe, haciendo referencia a sus quince módulos y a los más de mil internos que acoge.Son diez años pisando cárceles una vez a la semana y eso, a Pepe, le ha hecho ver que en prisión “no están todos los que tienen que estar”. Ha conocido a personas de todas las edades y niveles sociales, desde chavales que por cometer un error se han visto entre rejas a grandes narcos, pasando por asesinos, violadores o políticos de todo pelaje. “Es verdad que el que tiene un buen pecunio se siente superior al resto, pero dentro de la cárcel son todos iguales, porque aun teniendo un millón de euros te vas a poner en una cola para pedir un café. Y si no, pagas a uno para que te lo compre por ti”. Y como si fuera un sacerdote, reconoce que cumple el secreto de confesión. Lo que habla en la cárcel se queda en la cárcel. “A mi una televisión me ha llegado a ofrecer 6.000 euros para que hablara de una persona muy conocida y les dije que no. Yo no voy a prisión a lucrarme, sino a ayudar”.

Para entrar en la cárcel uno no está preparado. Ni siquiera el que sabe que está de visita. Todos los voluntarios hacen un curso formativo durante dos años, si bien la formación es siempre continua. Algunos no aguantan y otros, como él, ya sienten una necesidad. “La semana que no puedo ir me falta algo. Aprendo más de ellos —los internos— que ellos de mi”. Ángel no puede decir lo mismo que Pepe. Para él se quedan los doce años de condena que cumplió, sus estancias diarias de 18 horas en el “chabolo” o las palizas en el “tigre” (los baños). Su empleo del argot penitenciario, dos años después de salir de prisión, son buena muestra de que la cárcel te marca a sangre y fuego.Preguntamos a ambos si la cárcel reinserta. Pepe responde primero, con un rotundo “no”, porque considera que "faltan medios y funcionarios", aunque matiza que, el que quiere, tiene las herramientas para poder salir poco a poco adelante y labrarse un futuro en la difícil reincorporación a la sociedad. Gracias, entre otras cosas, al apoyo de los voluntarios de la pastoral, Ángel comenzó a recapacitar. “Empecé a tomar valores, a pensar que por mi edad, una vez estuviera en la calle, me iba a costar reinsertarme. Siempre pensé que todo lo que fuera sumar iba a ser positivo para mí”. De esta manera se sacó el graduado, la Secundaria, hizo un curso de fontanería, de panadería… Pero por mucho que uno quiera ser un preso ejemplar, en prisión todavía existe la ley de la selva, y el que muestra algún síntoma de debilidad, está perdido. “Como estés en un módulo conflictivo y dejes que un preso te pise sin hacer nada, al día siguiente te están pisando todos. Yo afortunadamente me gané una reputación con los años y no tuve muchos problemas”, señala Ángel.

A pesar de esa máxima de escuchar y atender a todos los que le pidan ayuda, Pepe reconoce que a veces es muy complicado llevar eso a la práctica. “Después de cuatro años hablando con un preso, me contó que había asesinado a una persona que resulta que es familiar de un amigo mío. Eso te vuelca el corazón y te hace alejarte un poco de él. Yo soy humano, y no estoy igual de preparado para hablar con un violador o con un asesino”. Al voluntario también le sorprende la cantidad de droga que hay en la cárcel, “mucha más que en la calle”, y critica que las administraciones no destinen más partidas específicas para ayudar a los exconvictos a reinsertarse en la sociedad.

La entrevista acaba y ambos, Pepe y Ángel, se marchan juntos. Uno volverá a la cárcel en unos días, cuando un flemón deje de darle la lata. El otro espera no volver a pisarla nunca más.

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Jorge Miró

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