Antonio se dispuso a dar una última vuelta a aquel barrio concurrido por los rezagados noctámbulos de la ciudad. Cuando alguien como él lleva tanto tiempo conduciendo en las calles, ya no hay prácticamente nada que pueda sorprenderlo en el mundo del taxi. Ha presenciado todo tipo de borrachos que salen de bares y discotecas, chicas y chicos de fiesta, mujeres que hacen la noche, y de vez en cuando alguien que se sale de lo normal. Sin embargo, nada presagiaba lo que estaba a punto de ocurrirle esa noche.

Se detuvo para recoger a un hombre, que desde el portal luminoso de un establecimiento le había hecho señas. No pudo verlo muy bien por la gruesa chaqueta oscura que llevaba encima y el cuello alzado que le tapaba el rostro. Como era el último cliente de esa noche de fin de año, y el horario lo permitía, sabía que estaba a punto de ganarse un buen dinero.

— ¿A dónde lo llevo? —le preguntó al pasajero.

Tras una rara pausa, el sujeto le habló con voz gutural gruesa.

—No se preocupe por la dirección. Yo le indicaré como llegar.

Muy extrañado por esta contestación, Antonio se limitó a permanecer con la vista puesta en la vía, sin atreverse a mirar a su pasajero a través del espejo retrovisor. Hallaba en su voz y en su apariencia algo que le causaba escalofríos.

Condujo hasta llegar a las afueras de la ciudad, ese recorrido no le gustaba nada. Hacía un buen rato que el hombre en el asiento trasero se había callado y el sendero se encontraba muy oscuro.

––Oiga, ¿ahora hacia dónde? —preguntó, esperando escuchar alguna otra instrucción del chocante cliente. Tal vez tuviera que llegar a una casa de campo o algo por el estilo.

Antonio miró por encima de su hombro y se llevó una sorpresa al ver que el hombre no estaba. No había ni rastro de él en el vehículo. ¿Cuándo se había bajado y cómo? Si en ningún momento había detenido el coche.

Lleno de miedo, miró hacia el sendero justo para darse cuenta de que se dirigía a caer al río Guadalete. El taxista frenó violentamente y el coche derrapó, resbalando hasta quedar en el límite de precipitarse al vacío.

Como bien pudo Antonio se sobrepuso, dando marcha atrás, regresó por donde había venido. Desde ese entonces, nunca más volvió a hacer el turno de noche. Tenía miedo de encontrarse de nuevo con aquel tétrico hombre.

Hoy día, todos los taxistas jerezanos saben que corre una leyenda urbana entre ellos, la cual asegura deben tener cuidado con el último cliente que suba al taxi, pues este puede resultar ser un ser que los guiará irremediablemente hasta la muerte.

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Eduardo Arboleda Ballén

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