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Monedero reúne grandes aptitudes de intelectual de estatua. Sus gestos están preparados para las fotografías imprevistas, para remarcar inteligencia hasta al tropezarse.

Juan Carlos Monedero es inquebrantable como un libro terminado. Un libro gordo con tapas duras que exige atril y mucha paciencia. Como producto editorial, el autor es lo contrario de sus propias publicaciones, más bien delgadas, ligeras.

Tiene un cráneo redondo de muñeco y una piel curtida que recuerda al hule por su forma de arrugarse: bruscamente, con surco ancho y poca flacidez. Le encanta nadar en su propio discurso, teorizar, tejer telarañas, no refutar las cosas, sino envolverlas, dejarlas inaccesibles. Para eso ha ido implementando un sistema de persuasión que confía tanto en los argumentos como en el ademán seductor. Le encanta exhibir las dudas que no tiene, y hace parones entre frases, preferiblemente detrás de las preposiciones o de los ques, y también toma mucho aire y medita y le pendulea la cabeza. Le agrada escenificar ese rollito ajetreado de los sabios, el desorden personal, el despiste, el caos postural. Pretende que las ideas sean de cimiento inamovible y, a la vez, parezcan plásticas y flexibles. En general, le gusta que se note el esfuerzo que dedica a ordeñarse a sí mismo.

Posturea así para ocultar que no habla con frescura, sino que expende latas de pensamiento político; ideas, eso sí, muy trabadas en la intimidad. Rehúye la inmediatez y lo concreto, y utiliza fanáticamente coletillas como “fíjate que” para enganchar la conversación, de manera artificial, con alguno de sus preparados de conocimiento. En cada “fijaos que” hay una pretensión de deslumbramiento.

Las arrugas de su frente son una horda muy ordenada, una manifestación burocratizada; claramente, pugnan por conquistarle los ojos y devorárselos. Si esto ocurriera, Monedero sería todo frente y boca: un revolucionario sin ojos. Pero las cejas, siempre tensas, contienen la invasión. Hay una lucha continuamente en marcha, un estirarse y un encogerse de la piel del cráneo; como consecuencia sucede un ahuevamiento ocular que le da aspecto de persona irritada.

Existe un conflicto entre el pensador férreo y hosco y el comunicador posmoderno; vive fracturado entre ambas facetas. De Gramsci cogió las gafas redondas. Lo único que le queda de Lenin es el chaleco, que le viene ancho. A veces lo combina con camisetas contestatarias y se pasea ante la cámara con imagen de quincemayista soviético. Debemos reconocer, en cambio, que no se inscribe en credos, ni adora dogmas, es un socialista heterodoxo, pero, sobre todo, un ortodoxo de sí mismo. Se le nota en la forma de sonreír que viste como si quisiera cabrear a alguien.

Juan Carlos Monedero reúne grandes aptitudes de intelectual de estatua. Sus gestos están preparados para las fotografías imprevistas, para remarcar inteligencia hasta al tropezarse. Por este lado, el histrionismo de sus gestos se comprende: el abultamiento de morritos, la forma de pulsarse la barbilla, los brazos teatrales que ascienden o las manos que se agarrotan como garras y se juntan fingiendo que encajan dos piezas de un engranaje, porque él cree que la vida es un engranaje que cabe en su cabeza...

Su capacidad persuasiva no admite dudas ni límites, llega incluso a nivel celular: ha convencido a su organismo para mantener una apariencia eterna de treintañero canalla. Su edad real sólo se deduce de las orejas y la nariz, que se han robustecido y empiezan a acusar la gravedad.

Acaso, recientemente, durante le época en que asistió a las tertulias de las televisiones masivas, se le fueron distendiendo un par de mollas a los lados de la boca, cerca de la barbilla, justo en el lugar en el que le caen las comisuras de los labios cuando los argumentos de otros contertulios le provocan una mezcla de sueño y repulsión. Su casa es la docencia y los platós le escuecen. Entonces se descubre que utiliza el pensamiento político para encastillarse, para sentirse seguro.  

 

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Sobre el autor:

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María Luisa Parra

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