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Miraba con los ojos atónitos de quien ve con la sangre. Veía; no con los ojos de la cara, sino con el ojo sonámbulo del río que corre, en la madrugada del mundo, dando de beber y de llorar a todo lo que existe. Era sonámbulo, de una forma inexplicable, alucinada: con un ojo en este mundo y el otro en el Otro Lado, pues quizás un verdadero artista no sea más que la manifestación del conflicto de ciertas fuerzas telúricas, en baile y lucha sangrienta entre lo oscuro y lo oscuro. Apenas el tronco y las ramas a merced de las raíces y el viento y la madrugada, pues nada es suyo: ni las fuerzas que le sostienen ni las fuerzas que le zarandean en la noche sin nadie.

Nocturno; oscuro; sonámbulo: cómo es posible que para hablar de la obra y el sueño de este niño colosal tengamos que recurrir al lenguaje más sombrío, a los colores más negros. Ah: “todo lo que tiene sonidos negros tiene duende”, dijo él mismo, en un texto en el que llegó a tantear mejor que nadie la definición de eso que él y otros faquires del Sur llamaron duende; esa fuerza inaprehensible que anima a un artista –al poeta, al pintor, al cantaor– a arrodillarse ante las mismas puertas del misterio. “Con idea, con sonido o con gesto, el duende gusta de los bordes del pozo”. Especie de nieto revoltoso de la muerte, el duende no acudirá si ésta “no ronda su casa”, llamándolo.

Disfrutaba como un niño, sufría como un niño, pero trabajaba con la visión de un halcón y la tenacidad de una hormiga

El duende: su hermanito mellizo jugando con él al escondite por los laberintos de la luna. Y la muerte, siempre la muerte, desde el principio la muerte en los ojos de aquel niño desbordante de gracia con miedo al peligro: el escalón así llamado entre la calle y el zaguán a la entrada de las casas de los pueblos; para un niño, el precipicio entre la luz y la sombra. (“No, no voy a pasar, porque le temo mucho al peligro”, dicen que decía, sabiendo hablar apenas. Y las vecinas se partían de risa. [Lo cuenta Gibson en su biografía ya clásica sobre el poeta]).

Miraba con los ojos de luto de quien parecía saber del peligro de ese umbral antes incluso de tener memoria, pero la fiesta incombustible de su alegría y una fe implacable en la propia estrella, rasgándole el negro de los ojos, le empujaban hacia su destino a mayor velocidad que la luz. El niño, nacido a las puertas del siglo XX en Fuente Vaqueros (pueblo de rara tradición liberal en la Vega de Granada), fascinado con los oficios de la iglesia, se empeñaba en montar misas para los amigos, las criadas y quien pasara por allí, junto a una tapia trasera de su casa de rico, hasta que un día, viniendo de misa precisamente con su madre, atisbó el teatrillo que levantaban en una plaza unos titiriteros, y cambió para siempre el altar por el escenario (la liturgia, allá al fondo, no dejaría nunca de ser la misma).

El éxito popular, instantáneo, de romancero gitano, al publicarse en Madrid en 1928, no ha conocido parangón después

Era un niño rico pero ya de adolescente describiría el “peso frío en el corazón” que sintió al comparar su ropero, tan bien nutrido, con el de una familia de jornaleros –él jugaba con la hija– que tenían que quedarse encerrados en su casa el día en que lavaban la ropa, esperando a que se secara, porque no tenían otra. “Las emociones de la infancia están en mí, y no he salido de ellas”, declararía, ya en la cumbre de su éxito. No lo abandonarían jamás.

Tenía los pies “absolutamente planos”, y “la pierna izquierda bastante más corta que la derecha”, el andar bamboleante. No se le vio correr nunca. Es probable que tampoco se le viera llorar nunca en público, en su vida adulta, en una de las prestidigitaciones más conmovedoras que jamás se hayan visto en la historia del teatro éste de títeres que llamamos vida. Muy pocas veces se habrá dado tal espectáculo de energía solar, derrochada a manos llenas hacia afuera para nutrir de risa, emoción y encantamiento al público (el público: todos los demás, del teatro a la familia), y de soledad abisal, perfecta de puro irreparable, hacia adentro, allá donde el verdadero teatro de marionetas ciegas, de juguetes rotos, le saludaban insomnes, jugando para siempre sobre la tumba de su infancia dando gritos.

Aquellos ojos míos de mil novecientos diez

no vieron enterrar a los muertos.

Ni la feria de ceniza del que llora por la madrugada,

ni el corazón que tiembla arrinconado como un caballito de mar.

Escribiría, a cucharaditas de dolor, en Nueva York, en 1929.

Quiero llorar porque me da la gana

como lloran los niños del último banco

Niño “del último banco”, “vencido en el colegio”, trasladada ya su familia del campo a la capital granadina. Lo más incomprensiblemente doloroso iba a ser la crueldad de quienes verían en él, a partir de entonces, demasiadas diferenciasrespecto a lo que un hombre debe ser, aún más en esa época. Si el crío ya escuchaba atento los cascos de la muerte cabalgando a deshoras, el adolescente iba a conocer igual de pronto la frustración del jinete que rara vez llegaría a Córdoba, ni a posada alguna donde poder descansar, aun sellando el balcón, sin escuchar a lo lejos el llanto. Miraría siempre a su alrededor, desde entonces, desde las simas de la compasión que siente el humillado por cualquier otro humillado, perseguido, apestado: fueran homosexuales heridos o mujeres enterradas en vida, moriscos o judíos, hombres que aman a la mujer de otro o gitanos apaleados o cualesquiera gentes de mal vivir que, como él, debían cobijar siempre su amor proscrito, oscuro, en la cara en sombra de la luna. (Todavía hay a quien molesta, hoy, en España, que se diga que era homosexual).

Lee [teatro] como asumiendo todos los papeles de una compañía y de una orquesta. Es el primero de todos nosotros: hay que inclinarse

En noviembre de 1919, a los 21 años, contempló la procesión en la que llevaron por las calles de Granada a unos gitanos que habían asesinado en Sierra Nevada a dos guardias civiles. Iban “atados, descalzos”, “brutalmente apaleados” a ojos vista, cuenta Gibson. Nueve años después publicaría un poemario, llamado entonces Primer romancero gitano, en el que sólo los lectores frívolos ven una estampa folclórica: “Un libro donde apenas si está expresada la Andalucía que se ve, pero donde está temblando la que no se ve”. (El éxito popular, instantáneo, de ese libro, al publicarse en Madrid en 1928, no ha conocido parangón después).

En marzo de 1929, miércoles santo, alguien se presentó de improviso para ofrecerse como cofrade en otra procesión, nocturna, que bajaría a la Virgen de las Angustias desde la iglesia de Santa María de la Alhambra hasta el centro de la ciudad, atravesando el bosque. Se le permitió ir vestido de penitente, al fin, oculto bajo el capirote y portando “una de las tres pesadas cruces”. Una vez terminada, el penitente desapareció, “dejando el cíngulo anudado en forma de cruz y sujetando una nota: que Dios os lo pague”. Dicen que era él, atravesando en aquel momento una crisis especialmente desolada. Puede que sea leyenda. También puede que no.

Un solo camino

Era exagerado como un crío contando una aventura; porque cómo contar, si no es exagerando, lo que apenas puede decirse. Disfrutaba como un niño, sufría como un niño, pero trabajaba con la visión de un halcón y la tenacidad de una hormiga: exclusivamente en lo que le interesaba, que era la poesía; escrita, cantada, hablada o vivida. Apenas tocó un libro de las eternas carreras de Letras y Derecho que sus padres se empeñaban que terminase. (Su padre, un terrateniente hecho a sí mismo, procedente de una familia dotadísima para el arte, pero pendiente de sus cosas; su madre, una mujer que le inició en la resonancia poética, que le quería siempre cerca, pero que parecía estar siempre lejos). No fue hasta bien entrada la treintena, y a pesar de su fama, cuando pudo realmente demostrar y demostrarse que podría volar solo, gracias a su primer triunfo teatral sin paliativos con Bodas de sangre (1933) en Buenos Aires –glorificado en Argentina con un escándalo jamás visto antes con un escritor, según testificase Neruda.

Cuando un hombre se coloca en su camino, había escrito años antes a sus padres, ni lobos ni perros deben hacer que vuelva atrás. Yo he nacido poeta y artista como el que nace cojo, como el que nace ciego, como el que nace guapo. Dejadme las alas en su sitio, que os respondo que volaré bien. Hay que ser audaces y valientes.

Era el revolucionario que soñó la llegada del reino de la espiga para derrocar al imperio corrupto de los blancos del oro

Actuaba, hacia afuera siempre, con el despilfarro vital del nacido con una alcancía de dones inverosímil. No es otra leyenda: los testimonios respecto a sus fuegos artificiales con la poesía, con el piano (se consideraba tan músico como escritor), dibujando, dirigiendo teatro, actuando él mismo, liderando cualquier reunión entre la risa y el deslumbramiento verbal, son apabullantes. Para Salvador Dalí, una de las personas más decisivas en su vida –y cuya fatuidad prohibía casi los halagos–, era “el fenómeno poético en su totalidad y en carne viva”. “Lee [teatro] como asumiendo todos los papeles de una compañía y de una orquesta. Es el primero de todos nosotros: hay que inclinarse”, apuntó Jorge Guillen. Una periodista del New York Times, Mildred Adams, que le conoció en Granada en 1928, quedó estupefacta ante su interpretación al piano: “En gesto, tono de voz, expresión de la cara y del cuerpo, él era el propio romance”. Según su amigo Adolfo Salazar, su magnetismo en sociedad era el de “una mantis religiosa”. …Y sin embargo, para Vicente Aleixandre, que sabía muy bien de lo que hablaba, quienes sólo le vieron “pasar por la vida como un ave llena de colorido, no le conocieron”.

Era un juglar, un espectáculo. Pero era, fundamentalmente, un secreto. Temía a la muerte y la miraba a los ojos sin tregua. Tenía miedo de morir ahogado (cuántas fuentes y ríos “puestos de pie” en sus poemas, pero también cuántos aljibes sombríos, cuántas albercas donde acecha “el agua muerta”; cuántos pozos con niño ahogado). Tenía miedo real a que después de la muerte no hubiera muerte sino una vida callada y terrorífica bajo tierra.

Era un juglar, un espectáculo. Pero era, fundamentalmente, un secreto. Temía a la muerte y la miraba a los ojos sin tregua

Un día –recordaba Pablo Neruda en Confieso que he vivido–, el teatro ambulante universitario deLa Barraca acampó a las afueras de un pueblo de Castilla. Nuestro hombre, sin poder dormir, se levantó al amanecer y “salió a vagar solo por los alrededores”, a pesar del frío. Había niebla. Se detuvo “en la puerta de un viejo dominio” derruido del campo. Inquieto, se sentó en un capitel caído. De pronto, apareció un pequeño cordero entre la hierba que le alivió de la soledad. Pero al cabo también apareció una piara de cerdos. “Eran cuatro o cinco bestias oscuras, cerdos negros semisalvajes con hambre cerril y pezuñas de piedra. Federico presenció entonces una escena de espanto. Los cerdos se echaron sobre el cordero y junto al horror del poeta lo despedazaron y devoraron”.

Federico García Lorca contó a Neruda esa historia (¿vivida, soñada, atisbada en una profecía sonámbula?) tres meses antes del inicio de la Guerra Civil española. Ya era, para entonces, el poeta más famoso de España, el dramaturgo de mayor éxito en el ámbito del habla española, y uno de los mayores creadores de idioma de todos los tiempos. Era el revolucionario que soñó “la llegada del reino de la espiga” para derrocar al imperio corrupto de “los blancos del oro”. Era un adolescente en duelo a muerte con su corazón, solo y rebelde y aterrado en la plaza desierta del aljibe. Era, sobre todo, por encima de todo, un hombre decente. Tenía 38 años cuando lo asesinaron, arrojado por las bestias en algún pozo insomne de la vega en que nació, pero era un niño.

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Sobre el autor:

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Miguel Ángel Ortega Lucas

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