El español de bien

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El español de bien está cansado de algaradas y tumultos. De pagar con sus impuestos el mobiliario urbano que destrozan radicales sedientos de caos que poco o nada tiene que ver con las protestas. Pero ya se sabe, cuando el dedo señala la injusticia, el español de bien mira a la luna rota, o algo así decía el refrán. Jamás se ha molestado un segundo en comprender a esos agitadores que considera de poca monta y le cuesta entender que no asuman que el pueblo sólo es soberano mientras ayude al político a perpetuarse en el poder. Nunca se ha cuestionado el por qué de pitar himnos sagrados u ocupar plazas de manera silenciosa protestando por los derechos de nosequé y los recortes de nosecuánto. Presume de país democrático aunque obvia que la calle sea el medio para alcanzar fines que no podrían conseguirse de otro modo. La empatía no es su fuerte y no le molesta admitirlo de manera inconsciente a través de sus maquiavélicos razonamientos.

Para él, de manera expresa, se ha creado la Ley de Seguridad Ciudadana, que desde el 1 de julio protegerá los intereses del español que sabe que su misión dentro de la democracia española no es otra que dejarse gobernar por sus eminentes líderes. El que no se preocupa por las pateras llenas de inmigrantes que vomita el mar o por la gente que sale de casa para evitar que a otros les arrebaten las suyas. Tales asuntos le pillan muy de lejos. A veces hasta parece que no quiere intimar con ellos por temor a que en su interior prenda una llama de condescendencia. Prefiere verlos desde la frialdad de la barrera, espetando sentencias abruptas sacadas de los medios de los que, a pesar de poseer menos credibilidad que Sálvame, lleva años extrayendo su habitual argumentario.

Al español de bien le parece acertado que se acoten ciertas licencias. La libertad de expresión tiene unos límites y va siendo hora de que quienes los sobrepasen en Twitter paguen por ello. Arde en deseos de sentirse ofendido por una frase para acudir presto al linchamiento mediático en nombre de la ética y la moralidad, tan añorada de tiempos pretéritos. Por supuesto su trayectoria en la red de redes es ejemplar y si casualmente ha dicho alguna barbaridad en un momento puntual, fue un calentón o una simple chiquillada sacada de contexto a la que no darle menor importancia. Minucias.

El español de bien tampoco cruzará jamás la frontera del humor negro. Prefiere los chascarrillos que no hacen daño a nadie. Humor español de toda la vida. Cañí. Ese que habla de ampliar la cocina para darle más libertad a la esposa o de enterrar viva a la suegra. Gracejo del sano que no tiene nada que ver con ese humor hiriente y corrosivo afín a las personas de lúgubres entrañas.

Un español de bien no es otro que el que, sin pararse a pensar, aplaude sonriente al tiempo que sus eminentes líderes le arrebatan la venda de los ojos a la arbitraria justicia para plantársela en los morros al populacho, acabando por el resto de legislatura con la horda de voces que no ha resistido callar al paso de las medidas dictadas por impasibles bancos y empresarios.

En esta luminosa mañana de verano nada ha cambiado para él. El español de bien podrá seguir su vida como de costumbre sin reparar en ninguno de sus actos ni retractarse de ninguna de sus palabras. Los demás, el citado populacho, sólo deberán procurar tener un poco de cuidado con lo que hacen, dicen e incluso piensan: lo típico de cualquier país en el que puede presumirse de democracia.

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