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El papel del rey Felipe VI vuelve a ser exactamente el mismo: el de transmitir lo contrario de lo que en realidad hay.

El mejor termómetro para medir la situación de estabilidad del país durante los últimos años ha sido, sin duda, el volumen de la tele durante los discursos del rey de turno en Nochebuena. Con Juan Carlos al frente, el volumen del televisor con toda la familia reunida en casa de mi abuela era altísimo porque a nadie le importaba absolutamente nada lo que fuese a decir. En la España de los dos partidos turnándose y los nacionalistas sirviendo de muleta, nadie interrumpía sus conversaciones durante la aparición real pero, por deferencia hacia el Jefe del Estado, se le dejaba ser una más de las voces que retumbaran en el salón. Parece que este hombre ya ha dicho lo del orgullo y la satisfacción y lo de la lacra de ETA, porque hay anuncios, que alguien baje la tele y me pase una gamba.

Al día siguiente, PP y PSOE nos explicaban que el monarca les había dado la razón a ambos, discutían por a cuál de los dos se la había dado más y a otra cosa. En la España de Felipe eso ha cambiado. El volumen de sus discursos es más bajo en la tele de casa de mi abuela porque cuando habla se guarda cierto silencio. A ver qué dice de Cataluña. Si el papel del rey anterior, criado en palacios bajo la tutela de Franco, consistió durante 40 años en transmitir la imagen de demócrata de toda la vida, de tipo sencillo y campechano en sintonía con el pueblo llano, el papel del rey Felipe VI cuyo volumen no retumba vuelve a ser exactamente el mismo: el de transmitir lo contrario de lo que en realidad hay. 

España es un país moderno del que tenemos que sentirnos orgullosos, ha sido el trasfondo de un mensaje repetido en bucle durante los once minutos que ha durado su alocución. La misma semana en la que el independentismo ganaba las elecciones en Cataluña con sus líderes cesados en la cárcel o huidos, la misma semana en la que una persona era condenada por los pitidos al himno de España durante un partido de fútbol y otra era multada por gritar “mucha policía, poca diversión” durante un concierto, el rey Felipe VI se empeñaba en repetirnos, con su joven y preparada presencia y su argumentario en sintonía con La Moncloa, que España está en plena forma democrática y en la Champions de la normalidad.

Quien era príncipe llegó al cargo de rey precipitado por los cambios que llamaban a la puerta y no han llegado. Ahora reina en un país en el que la estabilidad se construye en torno al partido más corrupto de Europa y en el que el auge de la represión se llama normalidad democrática. El rey que el pasado octubre dejó de ser mediador para meterse a político español de derechas, no tuvo ayer ni una palabra sobre cómo arreglar la que hay liada en Cataluña y Estremera. Ni un toque de atención hacia un Estado cada día más represivo ni hacia una sociedad que cada día asume mejor la vuelta a años pasados en asuntos de derechos civiles. España es un país moderno del que tenemos que sentirnos orgullosos, circulen. Fin de la cita, como diría un Rajoy que podría firmar —si es que no lo ha hecho— los últimos discursos de Felipe VI.

Cualquier año, uno de esos niños que participan en el concurso “Para qué sirve un rey”, va a responder que sirve para decirnos que lo negro es blanco y, en lugar de ganar el premio, va a salir esposado. De forma democrática y moderna, por supuesto.

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Claudia González Romero

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