2018, año cero de la contrarrevolución feminista

Machismo, feminicidios. VIÑETA: PEDRIPOL.

Muchas –y algunos– en estas fiestas, entre cava y pavo, se habrán enfadado un poco (o bastante). Es inevitable escuchar en muchas mesas familiares determinados comentarios, puede que del cuñao, pero también del propio padre o madre: ya somos iguales, las denuncias falsas…, os estáis pasando, no se puede ni ligar, ¿por qué tenemos que creeros? O quizás y casi peor: el feminismo hace que Vox crezca, estáis dividiendo a la clase obrera, es una lucha parcial que nos hace perder los objetivos materiales… En fin, otra copa de cava, una honda inspiración y paciencia para argumentar antes de dejarlo por imposible.

En realidad, el sustrato social de la reacción conservadora ha estado ahí siempre, pero es terreno de disputa que no siempre tiene una dirección política. Tuvo sus momentos de articulación en la era neocon impulsado por el aguirrismo madrileño durante el zapaterismo –con grandes manifestaciones contra la ley del aborto o el matrimonio igualitario–. Hoy el antifeminismo es débil y está por organizar, aunque despegó el año que dejamos atrás. Lo vimos en los ya clásicos articulistas de espíritu cuñao que ya conocemos y que forman parte de un cierto establishment mediático. Pero también tomó la forma de youtubers antifeministas –con más seguidores de los que cabría esperar–.

Pudimos verlo en Forocoches y Burbuja.info, foros abiertos de internet donde el carácter anónimo de sus participantes permite burradas como burlarse de la víctima de la Manada y hacer pública su dirección. También lo descubrimos en nuevos medios que surgen del entorno de Vox, aunque sus contenidos por ahora no están tan radicalizados hacia la extrema derecha, como por ejemplo el Breitbart estadounidense que dirigió Steve Bannon. Probablemente es cuestión de tiempo, al fin y al cabo, Bannon se ha dedicado a viajar por nuestro continente para asesorar a partidos afines en cuestiones de comunicación y construir frentes antieuropeos y antiinmigración. Todo ese sustrato cultural –o “subcultural”– le funcionó perfectamente a Trump para tejer parte de la coalición de votantes que le llevó a la victoria. (Además de otros muchos factores, por supuesto.) En cualquier caso, son elementos que tienen su importancia en política –y cada vez más en un mundo hipermediatizado y mediado por las redes sociales– y, lo más peligroso, estos medios o espacios cibernéticas puede constituir un germen de organización de movimientos sociales de extrema derecha.

En España, quien parece que está manejando con más soltura este sustrato reaccionario en clave popular es Santiago Abascal –y Vox–, con menos lastres institucionales y, por tanto, quien menos componendas tiene que hacer y cuyo lenguaje está menos encorsetado –como el del surgimiento de Podemos–. (No sabemos a ciencia cierta quién le financia, pero los informes existentes apuntan a pequeños empresarios algo alejados del centro político a quienes no molesta el radicalismo verbal ni su particular guerra al feminismo). De momento, es una guerra de guerrillas, no de posiciones. Precisamente, oponerse directamente a un movimiento que ha conseguido que millones de mujeres secunden una huelga o se movilicen el 8M convierte en poco probable que lleguen a ser una opción mayoritaria. Tendrían para ello que actualizar su discurso sobre la mujer y el feminismo, a la manera del Frente Nacional –Reagrupación Nacional—, pero, de momento, no juegan a conquistar al grueso de votantes, sino a sacudir el terreno de juego. Su liga es la de la radicalidad, el parecer antisistema y la polarización, y les funciona.

De hecho, su estrategia de redes está pensada así: definir guerras sin cuartel, atacar y provocar a la izquierda para conseguir vitalizar contenidos aunque sea porque quienes los comparten lo hacen indignados. Tres enemigos: el independentismo, la inmigración –de carácter fantasmático– y el feminismo, las redes hacen lo demás. Este es un indicador de la dificultad de oponérseles de manera efectiva. Si el primer impulso de las personas preocupadas por la emergencia de un partido de ultraderecha como Vox fue pedir cualquier tipo de “cordón sanitario” para impedirles llegar a las instituciones, ahora muchos señalan que el mejor freno sería la normalización y que desgasten su radicalidad y pureza en el día a día de las instituciones.

La paradoja de esa estrategia, sin embargo, salta a la vista: la normalización de su discurso ultra, que puedan decir cosas que hasta hace poco tenían costes demasiado altos para los políticos. Entre ellas cuestionar derechos consolidados del feminismo que han llevado años de lucha como la Ley de Violencia de Género actual. Este ya es un daño para todas. Es cierto que si esas posiciones sociales existen –el espacio político, el sustrato–, tarde o temprano aparecerá un partido que las represente. Aunque es un camino de ida y vuelta: esas posiciones sociales también se construyen desde los partidos y sus altavoces mediáticos.

De hecho, quien realmente inició la batalla contra el feminismo no fue Vox. La fiesta la inauguró Pablo Casado en julio pasado durante la campaña para la presidencia del PP enunciando su guerra a la “ideología de género”. Diferenciarse de Cs –y diferenciarse a su vez en las primarias respecto a su principal rival Sáenz de Santamaría, conseguir una palmadita en la cabeza de su mentor Aznar, algún que otro estudio que ya les indicaba que con los casos de corrupción se les estaban fugando votantes; algo de todo ello había en el establecimiento de un nuevo frente de batalla. Pero hoy quien se está llevando el gato al agua es su versión libre, Vox, y no el mastodonte del PP, mucho más complejo y plural –donde todavía habita un sector de vieja guardia liberal–. (Aunque no hay que olvidar que la guerra al feminismo es toda una declaración de principios, según las encuestas, solo el 11% de los votantes dicen que les movilizó su propuesta de derogación de la Ley de Violencia de Género).

Frenar la revuelta feminista

El 2018 fue el año de la potencia feminista, la huelga del 8M desbordó todas las expectativas y puso en el mapa una nueva fuerza social con capacidad de sacudir el equilibrio de fuerzas político. Por mucho que algunos intenten minimizar sus posibilidades disruptivas, es evidente que herramientas como la huelga acarrean una semilla de subversión que puede ir a más. La verdadera potencia del feminismo no está en las cuotas o en las llamadas a que las mujeres ocupen puestos de poder dentro de este orden, sino en el ámbito de la oposición a un sistema injusto donde las mujeres ocupamos los lugares más bajos de la escala social –donde también intersectan raza y clase– que se sostiene sobre el trabajo no pagado en los hogares (y mediante un alto grado de violencia que también sufrimos). Esos componentes subversivos están contenidos en el feminismo e implican una potencia social y discursiva enorme que para muchos tiene que ser frenada o “redirigida”. Por ejemplo, como hace el feminismo más institucional con sus numerosos guiños y gestos –que es otro tipo de freno–. Toda revuelta acaba acarreando su contrarrevolución.

En buena parte del mundo las mujeres se levantan. En esos lugares también, movimientos sociales de ultraderecha y sus contrapartes institucionales se movilizan contra el avance del feminismo. En Latinoamérica su emergencia está muy vinculada a la fuerza del evangelismo pentecostalista –al poder que todavía conserva allí la Iglesia católica– y a la reacción desatada contra el ciclo de gobiernos progresistas. Mientras que en Europa Central y del Este estas tendencias ultraconservadoras gobiernan en algunos lugares y han conseguido crear una red bien conectada internacionalmente –con vínculos que van desde Putin a Trump a otros gobiernos o partidos iliberales europeos–. Para ellos, el feminismo como movimiento social de mayor potencia mundial es el perfecto enemigo que permite aglutinar fuerzas en su contra. La contrarrevolución feminista que ha arrancado en España es un eco de ese contexto internacional.

Como dice Rita Laura Segato, “nuestros antagonistas en términos de proyecto histórico han percibido antes que nosotras mismas que el tema del patriarcado es el cimiento. Ellos, con su reacción fundamentalista feroz y desvariada, nos están mostrando que lo nuestro no es un problema de minoría, no es un problema de un grupo particular de la sociedad que seríamos las mujeres, sino que es un tema que, bien llevado, puede transformar la historia y derrocar el autoritarismo y los esquemas donde su poder se instala. Ellos nos lo están diciendo. Y es algo que nosotras como movimiento social no habíamos percibido a fondo: que nuestro movimiento puede modificar el rumbo de la historia”.

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