Esto va de clase social

Pañuelos verdes en una manifestación en Argentina por el aborto legal. FOTO: FUNDACIÓN HUÉSPED.
Pañuelos verdes en una manifestación en Argentina por el aborto legal. FOTO: FUNDACIÓN HUÉSPED.

Argentina votó no a la vida. Finalmente, los más oscuros presagios se cumplieron y las argentinas tendrán que seguir jugándose la vida en las peores condiciones sanitarias. Pero, no todas ellas, porque el tema del aborto en Argentina, y en el resto de la América latina, es un problema de clase social. En un país cuya tasa de pobreza es del 34%, las mujeres pobres están condenadas de antemano a una muerte segura. Miles de mujeres van a seguir abortando a partir de hoy en Argentina, al igual que hasta hoy.

El Senado solo tenía que decidir si las 400.000 que se estima abortan cada año, iban a poder hacerlo de forma segura, en condiciones higiénicas y sanitarias, o tendrían que seguir haciéndolo en la clandestinidad. El debate, simplemente, era elegir entre aborto seguro o aborto inseguro. 38 senadores y senadoras han decidido que las mujeres pobres sigan muriendo en clínicas abortivas clandestinas, en pésimas condiciones. Los miles de seguidores azules sonríen hoy y hacen la señal de victoria, sin comprender que esa victoria no es tal, sino que es una victoria asesina.

Porque ayer, con sus votos, los del no al aborto han decidido que sea un no a la vida, y serán los cómplices de los próximos asesinatos que se produzcan a partir de hoy. En los debates previos a las votaciones en el Congreso y en Senado, hemos podido comprobar cómo las argumentaciones de los partidarios del no al aborto se han basado en razones religiosas personales. La moral se impuso a la razón, como en muchas ocasiones anteriores. Lo mismo que le pido a un juez que, cuando se ponga la toga deje sus prejuicios en el salón de su casa, a un representante político le pido que deje fuera del hemiciclo su religiosidad, y ejerza su papel con justicia.

La religión no puede gobernar. En nombre de la religión no se puede decidir el destino y la muerte de tantas mujeres. Yo comprendo y respeto a las personas religiosas. Comprendo sus miedos. Respeto sus creencias, por más absurdas que me parezcan. Por eso mismo, pido respeto para las creencias de la otra parte de la sociedad que, como yo, no necesitamos de esas creencias para nuestra vida. Hace muchísimo tiempo, decidí que la justicia, para serlo, tiene que abarcar los derechos de todas. Las leyes no son inmutables, sino adptativas a las diferentes sociedades. Lo mismo que la moral va cambiando con el paso de los años, las leyes han de reflejar esos cambios sociales.

Y la hipocresía es tal que, las mujeres ricas podrán viajar a otros países a practicarse los abortos de forma segura, mientras condenan a las pobres a prácticas abortivas inseguras, con métodos deficientes y peligrosos. Porque ésto va de clase social, va de ricas y pobres, no va de buenas o malas. Tampoco va de religión, porque muchas mujeres católicas abortan cada año, y evangélicas también. Y muchos hombres religiosos violan a mujeres y niñas, o simplemente desaparecen por no aceptar su paternidad responsable.

Yo crecí en una sociedad en la que la religión católica gobernaba. Es por ello que no podías casarte fuera de una iglesia. No podías tener un hijo fuera del matrimonio. No podías denunciar los malos tratos físicos de tu marido. No podías divorciarte, a pesar de los delitos que tu pareja podía hacer contra tí. No podías casarte con la persona de quien estabas enamorada, sobre todo si esa persona era de tu mismo sexo. Y tampoco podías abortar. La Iglesia amparaba estas conductas aberrantes. Cuando una mujer católica se confesaba a su sacerdote de confianza y le comentaba que su marido llegaba a casa borracho y le pegaba, los sacerdotes le decían a estas mujeres que aguantaran. Que era la voluntad de Dios y que lo llevaran como una cruz. Y cuando les decían que sus maridos las violaban por las noches, los sacerdotes las convencían de que era su derecho, y les recordaban los derechos maritales.

La simbiosis entre la dictadura y la iglesia fue tan importante, que los dogmas de fe de los católicos se convirtieron en leyes. Algunas fueron leyes plasmadas en los códigos, otras se convirtieron en leyes no escritas, en una especie de tradición inamovible. Pero, cuando murió el dictador, la sociedad que él creó había desaparecido. Las ventanas de los hogares españoles al fin se abrieron. Entró la luz y el aire, dejando salir la ranciedad de una sociedad que había caducado hacía ya muchos años. Y con el aire, entró la esperanza en nuevos cambios.

Con cuarenta años de retraso volvimos a construír un modelo social más inclusivo, donde las mujeres volvíamos a tener un papel independiente del hombre. Un nuevo modelo donde las mujeres fuimos arañando derechos impensables tan solo unos años antes. Entre ellos, de la mano de una corriente socialdemócrata europeista, los derechos al divorcio y al aborto fueron los más representativos de esa nueva sociedad.

Recuerdo los vivos debates sobre el aborto en España. Las restricciones primeras, la apertura posterior. Un debate muy parecido al que venimos asistiendo desde la Argentina de hoy. Un debate basado en la religión como la medida de todas las cosas. Una sociedad dividida entre las personas que pensamos que la libertad del individuo es el derecho fundamental, y las que piensan que debemos estar tuteladas y bajo códigos religiosos, aunque éstos nos sean ajenos. La simbiosis entre las dictaduras y la iglesia es muy clara, sobre todo en los países de la Ámerica latina que sufrieron diferentes dictaduras en la segunda mitad del siglo XX. Y las sociedades resultantes son sociedades cuyos ciudadanos y ciudadanas se creen con derecho a legislar en base a sus convicciones religiosas.

La religión es una creencia, personal e intransferible. Y una creencia no puede legislar. Una creencia, además, que comparten grupos diferentes de personas, no la totalidad de una sociedad. Por ejemplo, en Israel, el gobierno actual es un gobierno sionista, cuyas leyes se dictan a tenor de las creencias religiosas de la parte más ortodoxa de la sociedad israelí, esa que la derecha europea denomina la democracia de Oriente Medio. Donde las mujeres necesitan para divorciarse el permiso de sus maridos, el get, y si se les niega, pueden permanecer atrapadas en un limbo legal durante años, sin posibilidad de rehacer sus vidas.

O en países como Afganistán, donde una legislación retrógrada, basada en una mala interpretación del islam, permite matrimonios con niñas y casamientos con tu violador. O en algunos países africanos, donde en nombre de una tradición –que no es más que una mala idea que se perpetúa en el tiempo— las niñas son sometidas a la ablación, una lesión dolorosa y mortal.

En España las mujeres nos pusimos en pie de guerra para conseguir cambiar las leyes, pero antes había cambiado la sociedad. La ideología de las personas cambia con facilidad, se adapta a los cambios sin grandes dificultades. Lo vimos cuando el matrimonio entre personas del mismo sexo era visto como una aberración, como algo antinatural, incluso: a los pocos meses la aceptación se convirtió mayoritaria. Cuando se debatía el derecho al aborto, la iglesia consiguió de los medios un debate religioso, aunque el aborto no es una cuestión religiosa.

En Argentina ha pasado igual, la iglesia ha pretendido que el debate se convierta en algo religioso, pero no es así. El aborto es un asunto de salud pública, de derechos humanos, de los derechos reproductivos de las mujeres. Y ese debate es el que se ha instaurado en la sociedad argentina. Porque, aunque los senadores y senadoras han esgrimido razones religiosas para el rechazo a la ley, el verdadero debate social ha traspasado esa frontera para convertirse en un debate feminista y femenino, el debate sobre el derecho a nuestra propia sexualidad, a nuestra propia salud, al debate entre la vida y la muerte. Porque esos 38 votos han dictaminado que la muerte siga persiguiendo a las mujeres, no que cesen los abortos.

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