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Había muerto Philip Kerr a los 62 años víctima de un cáncer del que solo tenían noticias sus más allegados. Fue ver la pantalla del móvil y notar que mi cabeza se espesaba todavía más.

Tras una mala noche, no sé si motivada por el cambio horario, me desperté el domingo para enfrentarme a la —más veces de lo que quisiéramos— cruda realidad de las redes sociales, que se manifiesta en sus variados formatos de atentados terroristas, catástrofes, violencia de género, corrupción o la muerte de un conocido o alguien a quien admirabas. Este último fue el caso esta vez. Había muerto Philip Kerr a los 62 años víctima de un cáncer del que solo tenían noticias sus más allegados. Fue ver la pantalla del móvil y notar que mi cabeza se espesaba todavía más, como si viviera una esas memorables resacas de Bernie Gunther, el ya casi mítico protagonista del autor escocés. El problema era que yo todavía —y no creo que a estas alturas de mi vida lo consiga— no soy capaz de aplacarla con un schnapps como hubiera hecho mi buen amigo y compañero de aventuras, ni siquiera con una cerveza. Así que me tuve que conformar con un zumo de naranja y repasar los diferentes obituarios de los periódicos, en los que se remarcaba que Philip Kerr había dejado una novela inédita —Greeks bearing gifts— y dos para el público castellano -a la anterior se sumaría Prussian blue-.

No suelo ser supersticioso, pero con ambas las novelas de la saga Berlin Noir —concebida inicialmente como trilogía— alcanzaría las trece entregas, un número que a Bernie le ha sentado fatal y ha acabado de forma fulminante con ese amuleto que parecía protegerle milagrosamente de esa muerte que le rondaba en cada una de sus aventuras. 

Mi relación con el cínico detective se inició con Si los muertos no resucitan, el sexto capítulo de la serie, reconocida con el Premio Internacional Rba de Novela Negra, y a partir de ahí volví hacia atrás hasta alcanzar Un hombre sin aliento y seguir el ritmo marcado por la editorial. ¿Qué decir de Bernie Gunther que no se haya dicho ya? Pocos autores han conseguido crear un personaje que desprenda tal magnetismo y sea un dignísimo heredero de los Sam Spade o Phillip Marlowe. En una Europa dominada por monstruos despiadados, Bernie se hacía querer, y aunque en ocasiones su actitud nos pudiera parecer cuando menos políticamente incorrecta, le dejábamos hacer de las suyas porque su opción siempre era la menos mala. Sus lacónicas respuestas —que podrían firmado Chandler, Hammet, Burnett o Cain, por citar a algunos maestros de la novela negra norteamericana—, su savoir faire con el sexo opuesto, su facilidad para lidiar con lo más granado de los gerifaltes nazis y para granjearse enemistades y respeto a partes iguales, o sus resortes de humanidad en una sociedad deshumanizada, le convertían en un ser casi real, incrustado en lo más profundo de nuestro "disco duro" de lectores insaciables.

    Sin embargo, y a pesar de lo que pudiera dar a entender, mi relación con Philip Kerr empezó mucho antes, cuando me crucé con Una investigación filosófica, esa magistral novela sobre un asesino en serie que siempre recomendaré. Era tan buena que llegué a pensar que las posteriores El infierno digital y, sobre todo, Esaú, habían sido escritas por otro. Quizá Jorge Herralde, el editor de Anagrama, también pensó lo mismo al prescindir en su catálogo de un autor que tenía todas las trazas de convertirse en un escritor de best seller a sueldo. Afortunadamente, Kerr supo rectificar a tiempo creando su propio Macondo en una Europa devastada por guerras y crímenes atroces. Es más, se atrevió a probar fortuna en la literatura juvenil y en el mundo del fútbol, creando la figura de Scott Manson, entrenador y detective a jornada completa. Pero no eran estas las canchas de juego en las que se desenvolvería mejor su estilo. Kerr daba lo mejor de sí cuando se encontraba en terreno conocido, pasándole otro cigarrillo a su amigo, nuestro amigo Bernie Gunther. 

Sobre el autor:

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Claudia González Romero

Periodista.

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