Tabernas hay muchas en Sevilla, capital y provincia, pero ninguna como la del Currón en pleno centro de Los Palacios y Villafranca, y no porque cuente con una especial oferta gastronómica o con un servicio ducho en los idiomas de la clientela, sino porque, al contrario de lo que suele suceder con el paso del tiempo, ha sabido permanecer fiel a su esencia, que es el mosto y la conversación de los hombres. De todos los hombres sin distinción. Nada más.
Aunque la taberna, situada en la céntrica calle Arenal del municipio, se llame El Currón, aquí nadie se llama Curro. El actual responsable es José Antonio Begines, de 46 años, hijo de José Begines, de 74. Fue el padre de este, Antonio Begines, quien fundó el establecimiento en 1952 y quien mejor explicaba el motivo de su nombre.
“Mi abuelo murió con 88 años y estuvo hasta un rato antes por aquí”, dice orgulloso su nieto. “Mi padre siempre contaba que lo de Currón venía de Currito”, asegura José. La guasa de la memoria. Resulta que cuando la madre del fundador de esta taberna –la abuela de José; la bisabuela de José Antonio- tenía novio, en la primera década del siglo pasado, le daba tanto recelo presentárselo a su familia que fueron sus propios hermanos los que la animaron a traerlo a casa. “¿Cuándo nos vas a presentar a Currito?”, le preguntaban, y ella sonreía tímida y lo dejaba para otro día.
“Hasta que un día trajo a Currito, que no cabía por esa puerta”, cuenta José a voces, porque José todo lo dice a voces y es marca de la casa decirlo todo sin tapujos, abierta y claramente. “¡Este no es un Currito, sino un Currón!”, relata José a carcajadas, recordando la anécdota que tantas veces le contaría su padre. Fue Antonio Begines, por tanto, quien fundó la taberna para darle salida a la uva que no se vendía, pero lo de Currón viene por su padre, que se llamaba Curro y que fue Currito solo durante el noviazgo.
“Mi familia siempre tuvo viñas”, señala ahora José, “y todavía tenemos”. De las variedades más antiguas que le quedan, la Lairén, aunque llegó a tener hasta Mollar, una delicia de dulzor tan enemiga del transporte. “Y hubo un año, al parecer, en el que nadie quería uva y se tuvo que quedar mi padre con toda la cosecha en el lagar”, continúa recordando lo que le contaron, mientras señala al fondo de la taberna, hoy una cochera en la que, antaño, había una espléndida bodega. “Y fue una tía de mi abuela, ante la desesperación, la que le propuso hacer mosto, por lo menos para guardarlo”, tercia José Antonio, que ha escuchado esta historia cientos de veces. “Mi padre le pidió unos cuantos barriles a su vecino Juan Antonio el de la Curá, y allí metió el mosto, y empezó a venderlo en mi casa, ahí al lado, y a despacharlo entre unos cuantos amigos cuando volvían de trabajar en el campo”, continúa José. Así empezó todo, justo en el ecuador del siglo XX.
La mesa camilla del hogar, donde entraban como Pedro por su casa los colegas agricultores de Antonio –apodado El Currón por su padre, Curro–, se cambió en pocos años por un mostrador más próximo al lagar. Se empezó a cobrar la cigüeña (botellita de medio litro) y la recién nacida clientela se fue acostumbrando a cierto horario que comenzaba, de modo natural, cuando regresaban los jornaleros del campo, tanto los de las arenas que aquí se llaman manchoneros como los de la marisma. Un litro para unos cuantos, un platillo de papas aliñás con su palillo de dientes y mucha conversación mezclada entre distintas cuadrillas.
“En aquellos años había muchos tabancos por aquí”, recuerda José, “pero cada uno tenía su clientela fija”. Con el tránsito de un siglo a otro, la mayoría de las tabernas fueron desapareciendo. Otras se transformaron en bares, incluso en restaurantes de mesa y mantel. Y solo El Currón permaneció intacto. El único avance en estos últimos años ha sido, si acaso, el nuevo alicatado de las paredes y la retirada de unos almanaques ilustrados con las únicas mujeres que se han permitido entrar aquí, siempre ligeras de vestimenta. La época dorada de Samantha Fox, Sabrina Salerno y otras colegas.
Nunca se ha prohibido la entrada de las mujeres en El Currón, pero no ha hecho falta. Algunas iban a buscar a sus maridos, pero los llamaban desde la puerta. Otras, cuando iban a por vino para el guiso, entraban por la puerta de la casa, contigua a la de la taberna en sí. Con el paso del tiempo, “algunas han abierto la veda, sobre todo después de la pandemia del Covid”, bromea José, y últimamente han llegado a reunirse algunos grupos, pero siguen siendo casos muy excepcionales que nada tienen que ver con el día a día.
Sin carta, sin tele, sin peleas
El Currón no tiene carta, ni de QR ni de la otra. Algunos días anuncia José Antonio que hay carne de caballo, por ejemplo. El personal se entera y la pide, o se la ponen sin pedirla. Por lo demás, aceitunas, altramuces y aliño de papas con tomate. Nadie reclama aquí nada más. La clientela comienza con la mayoría de edad y termina cuando Dios dispone. “Mi padre se murió con 98 años y decía que se curaba ancá Currón”, dice Ismael Perea, uno de los clientes fijos durante los últimos 40 años y que ocupa el sitio que todo el mundo sabe aquí que ocupa Ismael, junto a la ventana. El que fuera teniente de alcalde, profesor y poeta no ha perdido la única costumbre que lo ha emparentado, antes y después de sus cargos políticos, con sus vecinos de verdad.
“Antonio Currón me dijo una vez que se iba a morir sin ver Madrid”, contaba Ismael esta semana, con 81 años ya, y la memoria a prueba de anécdotas. “Así que nos fuimos un día a Madrid y lo llevé por todas partes: al campo de fútbol, a la plaza de toros, a la Cibeles; todo el día adonde él quiso. Y cuando volvió no paraba de repetir que yo sabía andar por Madrid mejor que por el pueblo”. Los que lo escuchan, vasito de mosto o cerveza en mano, sonríen nostálgicos porque recuerdan a Currón –que se llamaba Antonio- igual que recuerdan a Roque el Retratista, a Pepe Manchego, al Macho, a El Rubio y a tantos otros que consideraban esta taberna un templo contra el estrés.
De aquella época, José recuerda muchas más borracheras que hoy, “porque los hombres del campo apenas comían y aquí les podía sobrar un vaso, claro”, explica, “pero nunca ha habido peleas ni nada por el estilo, porque en el momento en que uno se ha pasado, lo he invitado yo a que se vaya a su casa antes de que metiera la pata”. Con elegancia, con mano izquierda. Y al día siguiente, tan amigos. De entonces se mantiene aún la costumbre de traer la comida de fuera. Cualquiera se trae una morcilla, una tortilla de papas, y se comparte. Los días más destacados, cualquiera tiene el gusto de hacer una paella en el patio. Los días de más bullicio son los viernes y sábados.
“Y desde hace unos años para acá, el niño se coge unos días de vacaciones”, dice José ya con el trauma inicial pasado y señalando a su hijo mientras su nieto –cuarta generación– entra en la taberna para decirle algo a su papá. “Yo es que me he criado en otra generación y eso de coger vacaciones no era normal, como ahora”, confiesa José, acostumbrado de toda la vida a trabajar de sol a sol en el campo y de sombra a sombra en el tabanco. “Yo he venido con un tractor del campo, reventado, he entrado aquí para trabajar y se me ha quitado todo”, apuntilla. La de José Antonio es la primera generación que vive exclusivamente de la taberna.
Precios increíbles
Hasta los precios se conservan casi como de otra época. La cerveza, a un euro. La cigüeña de mosto no llega a dos. El medio litro de cerveza tampoco. Y todas las tapas entran de balde con la bebida que se pida. Más que clientes, aquí todos son recibidos como amigos de la casa, aunque sean cientos, miles, y de todas las edades. Y eso se nota en la disposición de cada uno, en la libertad con que entra o sale, se apoya, se sienta, se levanta o se va. Cualquiera entra por dentro de la barra y se echa un vasito de agua, o coge una bayeta si es preciso.
“Es que vengo del campo y primero me lleno de agua para refrescarme y para no beber de más”, sonríe Joaquín Núñez, 47 años y criado aquí desde chaval. Luego se acoda en la barra del patio y desenrolla una conversación con Fermín Fernández, exfotógrafo y exconfitero que no perdona su ratito en El Currón. Se une José para hablar de la juventud, y la defiende. “Es verdad que hoy puede haber más maldad en general, pero los jóvenes lo siguen siendo y antes por ejemplo era impensable que aquí vinieran juntos béticos y sevillistas a ver cualquier partido o a echar un rato agradable, y hoy ocurre”. Mientras lo dice, los demás miran a una mesa de jóvenes –veinte años apenas– que hablan en un tono más comedido que ellos, y que sonríen al saberse observados.
El retrato de la clientela
La taberna del Currón –donde destaca la limpieza– está adornada con fotografías, pero no con retratos de grandes personalidades, sino con fotos de los propios clientes, la inmensa mayoría amigos de toda la vida, incluido los artistas flamencos que ha dado el pueblo, que no son pocos y que frecuentan este templo donde no se prohíbe el cante. “También he tenido mucha suerte con los vecinos”, señala José, “porque siempre han comprendido que esto no es una iglesia y que la gente no viene aquí a rezar”. En cualquier caso, solo se siente el barullo en las horas punta, que suelen ser después del almuerzo. La música, en todo caso, la pone quien se arranca con un fandango o una soleá, casi siempre sin guitarra. Por aquí paran el joven Juanelo y los maestros del cante Juanito Distinguido, Itoly o Nene Escalera, entre otros. Y un ramillete de aficionados que aquí no encuentran distingos con los profesionales, porque uno de los valores incuestionables del Currón es la democratización de una clientela que lima diferencias sociales en cuanto traspasa la puerta.
De José Fernández El Mosca, aficionado de la poesía popular y cliente de siempre, cuelgan dos azulejos con versos dedicados al sitio: “Tiene una clientela de categoría, / hombres con mucho talento… / Allí van agricultores, albañiles, / funcionarios de la notaría / y concejales del Ayuntamiento. / Y en un rincón del tabanco, / más derecho que un estoque / está sentado en su banco / el famoso Francisco Roque”… Y en referencia al propio Currón, ya en el Cielo, el poema sigue: “Y cuando pase mucho tiempo / y aquí manden otros hombres / una calle de este pueblo / tendrá que llevar su nombre”. De momento, se le honra con las normas de la casa intactas y las muchas fotografías en que aparece, al igual que en casi todas las conversaciones, la forma más eficiente de no morir para siempre. El Currón vive y solo cierra los lunes.
