La clientela de la taberna de Bodegas Busto, en Los Palacios, es lo más parecido a una gran metrópoli por su diversidad. Ya no solo paran por aquí los manchoneros al volver del campo, sino grupos de chicos más jóvenes que han descubierto la ventaja de organizar sus quedadas al mediodía, compañeros de trabajo que hacen sus escapadas antes de almorzar, clubes ciclistas que aterrizan en su particular oasis, pandillas de alternativos que descansan del heavy metal o incluso parejas a las que les apetece tomarse unos vinos ahora que el invierno asoma por uno de los horizontes de este municipio del Bajo Guadalquivir.
A esa relajante mezcolanza no solo contribuyen unos precios como a la antigua usanza, sino también el feliz abandono de los protocolos, el perfume de la flor del mosto o ese apartado patio con pozo bajo el emparrado de la casi extinta uva mollar que protege del mundanal ruido a quien vuelve por este establecimiento también llamado Curro el de la Casilla porque “mi abuelo vivía allí, en la casilla del peón caminero”, cuenta ahora, a sus 78 años, Joaquín Busto Ayala, el patriarca de este último templo con lagar y prensas en plena avenida de Utrera, esa larga vía de Los Palacios y Villafranca hacia el pueblo vecino por el que ha crecido tanto su caserío como han ido menguando los lagares.
Hubo un tiempo, no hace demasiadas décadas, en las que una de cada cuatro o cinco familias de este pueblo contaba con su propio lagar para pisar su propia uva. “Aquí siempre hubo mucha tradición vinícola, lo que pasa es que no sabíamos hacer el vino”, sostiene Joaquín, recordando el aprendizaje de tanta gente de su generación con Juanito el del Vino o muchos entendidos de Jerez, porque la gran ciudad del Marco también se llevaba caldos de este municipio sevillano “cuando se podía”.
Era la época, a mediados del pasado siglo, en la que proliferaron también las tabernas o los tabancos, muchos de los cuales consistían básicamente en una bota o barril que daba para despachar el mosto sobrante en un ambiente casero en el que se reunían los trabajadores del campo al volver extenuados por aquellas asfixiantes jornadas sin horario. Entonces, por el tardofranquismo, rara era la calle de Los Palacios y Villafranca que no contaba con su taberna, con nombre y clientela fija. La del Currón, en la calle Arenal, es una de las pocas que resisten hoy.
Pero ninguna cuenta ya con lagar y bodega propios, salvo esta de la familia Busto que abrió sus puertas en 1945, después de haber servido primero como abacería y más tarde como tienda de ultramarinos.
Era la época del hambre, tras la guerra civil. En 1947 nació Joaquín, que se encontró de súbito con una manera de ganarse la vida que ha ido adaptándose a los nuevos tiempos e incluso convirtiéndose al cabo en establecimiento abanderado de esa marca que, en este pueblo que se enorgullece de llamarse la Huerta de Sevilla, es Destino Gastronómico. Cuando se enumeran los establecimientos adheridos no solo están algunos de los mejores restaurantes de la localidad o las tantas confiterías como han mejorado sus dulces tentaciones en los últimos años, sino Bodegas Busto, pues se trata ya de la única cosechadora de su propia uva que, además, elabora sus propios vinos de la tierra.
"Uvitas negras de Los Palacios…"
Era un pregón popular español, pero lo popularizó como nadie el gran Manolo Caracol: “Uvitas negras de Los Palacios / comen las niñas dulce y despacio”. También Miguel Poveda se relame cada vez que se lo piden, quizá porque conoce el dulzor exquisito de la uva mollar tan característica de este municipio sevillano que elabora su propio vino dulce, la Mistela, que ha dado nombre, además, a su festival de flamenco, uno de los más antiguos de toda la provincia; a una carrera popular; e incluso a uno de los bailaores con mayor recorrido nacional del último medio siglo, Juan Manuel Rodríguez El Mistela.
La uva mollar lleva décadas en peligro de extinción. Los propios agricultores que todavía la conservan en sus campos, como Joaquín Busto, se conocen entre sí, y se cuentan con los dedos de una sola mano. Se trata de una uva excesivamente delicada para el transporte, de modo que nunca ha salido del círculo comarcal.
Aquí se pisa esa uva tan de la tierra, y otras, para la producción del mosto, del vino blanco, del viejo de ocho años e incluso de estos dos nuevos frizzantes, blanco y rojo, que Bodegas Busto ha comenzado este año a comercializar.
La tercera generación
Tercera generación de los Busto y son tres hijos los que ahora llevan el negocio: Joaquín, Dan y Rubén. Ponen a su padre por delante, “que es quien más tiempo ha llevado la bodega y el despacho y quien más sabe de todo esto”, dicen mientras observan el vino nuevo sobre las criaderas, y estas sobre las soleras.
Joaquín ha sobrevivido a dos operaciones de corazón y a dos cánceres, y sigue al pie de esta bodega con 80 botas, capaz de vender anualmente unos 200.000 litros de vino. No solamente en la provincia de Sevilla, y no solamente para restaurantes más o menos cercanos. Muchas instituciones religiosas compran aquí el vino para consagrar.
Incluso la gran cooperativa histórica del pueblo, Las Nieves, más centrada en el tomate pero que montó bodega el mismo año de su fundación, 1968, recurre hoy por hoy a Bodegas Busto para pisar sus vinos cuando su lagar no está a propósito. El reguero de clientes no cesa en todo el día. Entre ellos, por supuesto, los particulares que vienen por un litro de vino blanco o de solera, por una garrafa de mistela o por un estuche de los nuevos frizzantes para un detalle en estos días de Navidad que ya están a la vuelta de la esquina.
El viejo Busto conoce a todo el mundo, y todo el mundo que entra en la bodega se para con él, con una sonrisa y el inicio de una conversación que tantas veces se alarga por el patio, donde se expone aquella primera prensa de vino, tan primitiva y que perteneció al abuelo de Joaquín. “Mi padre la terminó vendiendo, yo no sabía ni quién”, cuenta, apoyado en ella Joaquín. “Y él la volvió a comprar”, dice su hijo Dan para que su padre vuelva a contar la historia. “Es verdad, la tuve que comprar yo mismo; la tenía el Nabuito, uno del pueblo que me pidió lo que él quiso y yo se lo di”.
La pequeña prensa, con casi un siglo de historia, sigue en el patio donde ahora se organizan almuerzos, también conquistado por mujeres que en la época de anteriores generaciones no se hubieran atrevido a entrar pero que, hoy por hoy, disfrutan no solo de estos caldos, sino también del museo en sí que supone la bodega, con sus luces, sombras y penumbras y con toda su historia de 80 años a cuestas.
