En la barriada jerezana de Mesas de Asta, se encuentra la venta El Cotito, un local que no se concibe sin el relato de su gente. Al frente está Antonio Valle, hostelero autodidacta, que empezó a trabajar allí con 14 años y que desde 1990 lo regenta a renta. "Toda mi vida he estado aquí criado y trabajando. Esto para mí no es solo un negocio, es toda la vida aquí", dice a lavozdelsur.es mientras recorre con la mirada una barra donde cada mañana, a las 7, comienza el mismo ritual: pan de campo, café y conversación.
Quien entra en El Cotito no solo entra en una venta Entra en un archivo visual del pueblo. Sus paredes están llenas de fotografías antiguas y modernas que actúan como acta de comunidad: imágenes de las chozas (parcelas familiares de cultivo), comparsas de carnaval, primeras comuniones, familias y escenas del antiguo pueblo. "Lo que era el pueblo, donde vivía la gente, las chozas y cada familia de lo que vivía allí", explica. Cada imagen es un detonante de charla. Y si no se pregunta, Antonio invita a hacerlo: "Si nos preguntan, lo contamos todo. Contamos todo".
El oficio es tiempo y barra
Antonio Valle nunca estudió cocina ni hostelería en una escuela. Su formación, resume, ha sido orgánica: "Lo he aprendido todo aquí, a base del tiempo y de la vida". Su trayectoria empezó en 1979, cuando entró a trabajar con Juan González, el anterior encargado. Tras la muerte de Sillero, Antonio decidió asumir la venta a renta en 1990. No hubo duda vocacional ni giro profesional, sino continuidad vital: "Me animé porque esto es mi casa. He trabajado aquí desde chiquillo. Era lo natural".
Si algo distingue a El Cotito, es la combinación de arraigo y cocina popular. En tiempos en los que proliferan conceptos rápidos y cartas dominadas por hamburguesas y cachopos genéricos, aquí el menú real es el que dictan los clientes y la estación: cabrillas, medallón a la marinera, pescaíto frito y ajo en temporada, carne a la brasa y pescado a la plancha. "Es lo más natural, lo que te pide la gente", asegura. El ajo caliente no falta en casi ningún invierno; en verano, la propuesta cambia y el local empieza a servir "por las noches con la carne a la brasa y pescaíto".
Comida casera y grandes raciones
Las raciones son un argumento en sí mismas. Platos grandes, abundantes y con precios medidos. Ningún gesto es impostado: responde a lógica de venta de carretera y a economía de supervivencia. "Los platos son platos que están bien de precio y bien abundantes", afirma Antonio, algo que este medio ha podido comprobar. El secreto para sostener esa generosidad culinaria, insiste, no es un truco sofisticado, sino insistencia diaria: "Pensándolo mucho, trabajando uno mismo y buscando precios a la hora de comprar". Cuando encuentra ofertas de bebida o producto, no lo duda: "Hay una oferta de cerveza en tal lado, allí voy. Y buscando por todos lados".
De bodega y matanza a tienda de siempre
El Cotito fue panadería y bodega. En las naves anexas se descargaba y se pisaba la uva en vendimia; también se molía el fruto para el mosto. "Teníamos 20 camiones aquí para descargar uva. Todo esto eran naves de bodega", rememora Antonio, señalando los alrededores de la venta. Además, el local tuvo carnicería y alimentación. Y esa actividad estaba vinculada a la matanza del cerdo: "Aquí se mataban los cochinos antiguamente y toda la chacina se hacía aquí dentro: morcones, todo".
Hoy el negocio mantiene parte de aquella identidad comercial. Quien se siente a comer también puede comprar producto para llevar: "La chacina, para quien quiera llevárselo. Vendemos mucha chacina. También muy buena. Y cosas de esas". Antonio confiesa haber añadido a la oferta, respecto a décadas atrás, las verduras y los guisos: "En los guisos sí me he metido yo. Antes se dedicaban más que nada a la carne a la plancha. El pescadito lo he metido yo también. Mucho pescado frito y mucho pescado a la plancha".
Aunque Antonio evita hablar de modas, sí reconoce platos contemporáneos cuando surgen del lazo humano y no de la copia: el cachopo que sirve es fruto de encargo directo a un proveedor cercano, Pepe Soto, carnicero. "Me lo hacen especialmente para mí".
La barra reservada antes de abrir la puerta
La fidelidad de El Cotito se mide en listas escritas a mano y en horas tempranas. "Desde las nueve de la mañana está todo reservado", añade Antonio. Es la foto invisible del negocio: la de la confianza. Aquí se viene sabiendo que hay días de absoluta calma, y días de maratón de fogones. "Un día normal entre semana es muy tranquilo. Aquí, de jaleo, viernes, sábado y domingo. Y esos días, llegamos a las 7 de la mañana porque también tenemos desayunos con zurrapas de jamón, patés y cosas de esas. Y el pan, de campo".
Crisis que no cerraron la puerta
Antonio no dramatiza, pero tampoco esquiva y recuerda los momentos donde el negocio sufrió algunos baches: "El año del 90 que vino aquí la sequía, lo que después fue el paro del ladrillo, también se notó mucho. Después el paro del COVID. Fueron rachas malas y, sin embargo, las hemos sobrellevado". ¿Cómo? Con pragmatismo rural: "Si no hay una cosa, tratar de buscar en otra cosa el sueldo. Vendemos frutas, vendemos todo un poquito".
Jubilarse no es irse
A cuatro o cinco años de jubilarse, Antonio solo desea una continuidad sencilla, sin estridencias: "Yo quiero acabar aquí. Si no pasa nada, será así. El que venga atrás, no sé. Pero esperamos que siga adelante". No habrá relevo familiar directo, pero sí traspaso cultural a quien se siente parte. Lo que sí deja a la vista es el legado de una venta que no presume de tendencia, pero sí de permanencia: la de un bar que fue tienda, bodega y punto de encuentro, y que hoy sigue siendo lo mismo en lo esencial: memoria, casa y mesa compartida.
Porque en Mesas de Asta, junto a un yacimiento que espera proyectos, la historia ya está, servida, viva, sin necesidad de inventarla. Se llama El Cotito. Tiene 120 años. Y continúa cada día, a las 7 de la mañana, partiendo el pan como quien reparte conversación y familia.
