Entre el Jerez de 'postal' de Asunción, Consistorio o Plateros y el 'terrorífico' de casas desconchadas y puntales media una linea imaginaria a la altura de Juana de Dios Lacoste. Aquí, en el número 11, visitamos a Carmen y Eloy.
Una parejita se besa en la calle Juana de Dios Lacoste. A espaldas del menudo monumento dedicado a sor Ángela de la Cruz, parecen huir de la mirada severa de la santa sevillana. A su derecha, un solar lleno de jaramagos, propiedad de una de esas inmobiliarias que pensó que se haría de oro en los tiempos en los que se había anunciado el apetecible proyecto de la Ciudad del Flamenco. Orondos gatos descansan al sol, despatarrados entre el salvaje vergel, a la espera de que un día más un ciudadano anónimo les deje algo de comida en lo alto del muro que da a la estrecha vía de casas semiderruidas. Porque es aquí, a escasos cien metros de la monumental basílica del Carmen, donde intramuros comienza a mostrar su peor cara en lo que es una especie de frontera entre el Jerez ‘bonito’, de plazas cuidadas y vida en la calle, con ese otro más oscuro, de desconchones, puntales y esquinas con olor a orín. Por eso, a Carmen y a Eloy sus amistades les dijeron hace veinte años que estaban “locos” por dejar su piso de La Unión y establecerse en el centro, en una casa que además era una “ruina”.
Carmen Gallego y Eloy Andujar viven en el número 11 de este recoleto rincón de Jerez. La primera, aun nacida jerezana, se siente cubana ya que vivió su infancia y adolescencia en la isla caribeña debido al trabajo de su padre. Eloy, por su parte, nació en Granada, pero ya lleva décadas establecido en nuestra ciudad. El matrimonio, a finales de los años 90 del pasado siglo, estaba decidido a trasladarse a intramuros. Habían hecho cálculos, y con sus ahorros y con lo que sacarían vendiendo su piso se veían en condiciones de comprar una casa antigua y rehabilitarla. Además Eloy, que por entonces trabajaba en Banesto, estaba al tanto de las casas que el banco tenía en propiedad en el centro, por lo que empezaron a ver varios de esos inmuebles hasta que les convenció el de Juana de Dios Lacoste, uno de finales del siglo XIX que en su momento había pertenecido a los descendientes de Ponce de León, cuyo famoso palacio se encuentra precisamente a tiro de piedra de su casa.
La pareja adquirió la que hoy es su vivienda en 1998, una época, aseguran, en la que aún era posible comprar “relativamente barato en el centro” ya que todavía no se había anunciado la Ciudad del Flamenco, que encareció el suelo en todo esta área gracias a los especuladores y a las grandes inmobiliarias que adquirieron hasta 50 casas para su reforma y transformación en apartamentos. Sin embargo, no fue hasta un 11 de septiembre de 2002, un año después del terrible atentado a las Torres Gemelas de Nueva York, cuando Carmen y Eloy se establecieron en su hogar. Atrás quedaba un largo año de reformas, con la visita constante de los arqueólogos municipales al ser la suya una casa catalogada y un disgusto, el de comprobar cómo okupas habían accedido al inmueble y destrozado unos armarios de una gran belleza que habían permanecido intactos pero que acabaron sirviendo de leña para hacer fuego, o unos sanitarios antiguos que habían decidido mantener y que también acabaron destruidos.
La casa, encantadora, se le hace pequeña a Carmen, que reconoce que si por ella fuera hoy habría apostado por una todavía mayor, y añade una anécdota que conoció al poco de establecerse allí, como fue la muerte, en la misma puerta de la vivienda, de uno de sus antiguos propietarios, un ceramista que en tiempos de la Guerra Civil fue sacado a la fuerza y ajusticiado de un disparo. “Todas las casas de cierta edad tienen sus muertos y sus malos momentos”, añade Eloy para quitarle hierro al asunto, aunque de todas maneras reconocen que no se moverían del centro “por nada del mundo”. La comodidad de tenerlo “todo a mano” y de no tener que usar apenas el coche son dos de los grandes puntos positivos de su emplazamiento. Por el lado contrario, lamentan, como no, el pésimo estado de las viviendas de los alrededores, el solar abandonado que tienen justo al lado o la cercanía del comedor del Salvador, que si bien reconocen la gran labor que desarrolla entre los más necesitados, piensan que “quizás se debería trasladar a otro sitio”.