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Una visita a la viña 'El Carmen', de la bodega Faustino González, la más pequeña de todo el Marco.

Delante Jerez, con las históricas tres chimeneas de la fábrica de botellas y las torres del Parque Atlántico como principales referentes de su ‘skyline’. A la derecha, la Bahía, con los astilleros y el nuevo puente de Cádiz esperando a ser inaugurado un día de estos. A la izquierda, al fondo, la sierra, con sus dos cumbres más emblemáticas, el Simancón y El Reloj. Y a nuestros pies, tierra blanca, arcillosa albariza sobre la que se asientan apenas siete hectáreas de viñedos, de cepas de Pedro Ximénez y Palomino.

Tierra, mar y montaña son las espectaculares vistas que ofrece en una mañana de principios de septiembre en la que el sol pica pero sin molestar en exceso. Mientras que algunas de las grandes bodegas jerezanas han puesto el punto y final a la vendimia, aquí, una cuadrilla de quince jornaleros corta a mano los primeros racimos del año. “De toda la vida de Dios la vendimia se ha hecho en septiembre. La gente es que se vuelve loca por coger la uva, cuando precisamente no ha estado en su punto hasta ahora”. Jaime González (Jerez, 1961), habla con la certeza de saber lo que dice. En la viña desde los 13 años, desde que su padre Faustino –quien da nombre a la bodega- se hiciera con El Carmen, señala que es ahora, después de varios días suaves de temperaturas y un poco de levante, cuando la uva presenta su punto perfecto de madurez y acidez.Los 70.000 metros cuadrados de El Carmen de Montealegre apenas darán para recolectar 80.000 kilos de uva, si bien el 70 por ciento de la cosecha acabará vendiéndose a otras bodegas, lo que permitirá sufragar los gastos que ocasiona trabajar la viña. “Lo más caro de todo es mantenerla. Al año son 27 faenas la que se le hacen”, explica Jaime González, que saca a colación un antiguo refrán que describe a la perfección lo que cuenta: “la viña y el potro, que los críe otro”.

No sólo de las grandes firmas y las históricas bodegas vive el Marco. Otras pocas, familiares y mucho más pequeñas, sobreviven con esfuerzo, dedicación y pasión por los vinos de Jerez. En el caso de Faustino González, quizás sea ésta la bodega más pequeña de todas cuantas lo conforman y que, además, cuente con viña propia. Fundada a principios de los años 70 por un zamorano –también Zamora es tierra de vinos- doctor de la Seguridad Social, que tras comprar unas soleras de vino y adquirir un casco bodeguero decidió transformar en viñedo una finca en la que no cuajaba ningún otro cultivo. Después de cuarenta años funcionando como almacenistas, la poca rentabilidad del negocio hizo que finalmente Jaime y sus hermanos decidieran hace año y medio embarcarse en la aventura de embotellar y comercializar unos vinos elaborados a la manera tradicional de Jerez, empezando desde la propia viña.

“Seguimos haciendo la vendimia manualmente, con una mecanización mínima y transportando la uva en cajas para que no se estruje en camiones grandes”, explica Jaime, que añade que ya en la bodega, situada en la calle Barja, se fermenta sin control de temperatura, en botas de 150 años adquiridas por su padre en una antigua bodega enclavada en la calle Paul. “Eso le da al vino un carácter importante”, señala el bodeguero. Esa fermentación natural les da opciones de tener una gran variedad de vino. “Aunque la uva se haya recogido el mismo día de vendimia que otra, el fermentar de una bota a otra siempre tiene sus matices y eso nos permite tener un campo amplio para hacer distintas combinaciones de vino”.

Otra singularidad de Faustino González es que embotella sus vinos “cien por cien en rama, sin clarificar, sin estabilizar, sin filtrar, sin ningún tipo de proceso”. “Yo no digo que nuestro vino sea mejor o peor, pero es diferente a todos los finos que hay en el mercado, y eso nos lo dicen viejos bebedores de jerez, que les recuerda a los vinos antiguos”, afirma orgulloso Jaime al indicar que su firma está presentes en tres restaurantes con estrella Michelín, a saber: el portuense Aponiente, el sevillano Abantal y el malagueño Calima.

Apenas 6.000 botellas entre fino, oloroso, amontillado y palo cortado salen anualmente de la pequeña bodega del barrio de San Miguel. “No damos para más. Tenemos 500 botas, algo ridículo si se compara con las grandes bodegas del Marco, aunque en un futuro, ya que tenemos uva Pedro Ximénez, queremos empezar a producir vino dulce”, señala Jaime. Por eso mismo decidieron diferenciarse buscando calidad en lugar de cantidad. Y en eso tienen mucho que decir esas centenarias botas, prácticamente la mitad del total que tienen. “Aunque algunas no estén en sus mejores condiciones, intentamos conservarlas, porque para el vino de Jerez lo más importante es el envinado de las botas, y eso siempre lo he escuchado así desde que tengo uso de razón. Las botas nuevas están muy bien, pero siempre te dan demasiada madera, y para el vino de Jerez es fundamental las botas envinadas, al igual que la fermentación. La fermentación en depósitos de acero inoxidable con temperatura controlada es técnicamente magnífica, pero conseguimos que todo el vino sea igual y que no aporte nada”.

Desde luego, Jaime lo tiene claro. "El jerez todo el mundo lo conoce pero no todo el mundo lo bebe", de ahí su afán por producir y vender un producto diferente y de calidad. “Quizás ahí está la esencia del jerez, en estas pequeñas bodegas, antaño eran numerosas, y que sólo personas románticas como mi padre u otros señores sacaban adelante aún sin dedicarse a este negocio". 

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Jorge Miró

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