Tiovivo, circa 1950

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El hombre manejará las riendas de su destino mientras pueda salir a la calle. Una vez que, por cansancio, indisposición o un mal peor, se haya retirado de los vientos, corresponde a sus semejantes cincelar los rasgos con los que será recordado. Su nombre de nacimiento se reducirá a un apodo, su apodo, quizás, a una vaga alusión a los hechos. La legislación estipula que, tras haber pasado un tiempo determinado, todos los retazos de lo que fue un individuo pasan a ser 'propiedad pública'. Cuando esas reliquias son de tipo inmaterial, el lapso es aún menor, y no hay herederos legales que puedan evitar la creación de un mito.

En Jerez, ciudad populosa desde antiguo, ha florecido un elenco de artistas, literatos e innovadores de diversa índole, que ha trascendido las murallas de la Porvera para figurar en la escena del siglo. Pero hay otra clase de luminarias, sin arte ni oficio, cuya imagen se retuvo intramuros. Excéntricos callejeros, poetas de tabanco, aparentes 'piraos', individuos estrambóticos a quienes el común podía negar la razón o la inteligencia, pero cuyas obras les han merecido un vívido recuerdo a través de las generaciones, que muchos de los ‘normales’ hubieran deseado para sí. Todavía quedan algunos; aunque el fenómeno se ha retraído bastante al ámbito doméstico, cuando no a los chats de internet, con la caída de la actividad callejera y de la conciencia de polis. Desde el mayor de los respetos y no poca admiración, me dispongo a hacer, sin poder precisar demasiado la cronología, un recorrido incompleto y fragmentario por algunos de esos ‘fantasmas estrafalarios’ que en otros tiempos atestaban las calles de España, cuando no habitaban en ellas.

Estampa de F.P. Fresno sobre la vieja sociedad jerezana de chaqué, camisa sudada y polvos de talco.

A plena luz del  día, la ciudad, reducida a lo que hoy es su centro, bullía de situaciones y viandantes singulares. La calle Doña Blanca fue hogar de un auténtico faquir que se comía sables y bombillas, así como de unos “húngaros” (gitanos canasteros) con un espectáculo ambulante donde presentaban una cabra y un mono. El cuponero de Correos era conocido por los sustos que propinaba con su estruendosa voz, y el del Cine Jerezano, ‘El Sibajas’, por ir de pie en su moto azul con su señora detrás. ‘El rubio de los periódicos’ anunciaba las noticias del día con decibelios, ingenio y desparpajo: fue inmortalizado por Juan Padilla Lara en su cuadro Los borrachos, junto a ‘Luis el de las hierbas’ y Rafael Trillo. ‘Marieta’ era un señor mayor con sombrero de paja que pregonaba la llegada del Rocío a tamborazos y pitidos. ‘Pepa de los cupones' hacía de lazarillo para un ciego y se jactaba de que Primo de Rivera le compraba chucherías cuando era un crío. ¿Y quién iría a comprarle hortalizas a ‘El veneno’? Se decía, seguramente con mala fe, que ‘La rubia de los ajos’ vendía materiales más clandestinos que sus verduras. El proverbial ‘Sanani’ declaraba que sus tortas curaban todos los males, de donde su apodo, aunque lo de “te lo va a dar el Sanani” se debía a su notoria tacañería. El manijero Juan Rincones echaba la peoná cantando coplas de su invención. De los cocheros era popular, por cachondo, ‘El Morla’; ‘Juanito Pringue’, en cambio, hacía verdadero honor a su mote por su aspecto y el de su vehículo. Lo del barbero ‘El Vengaó’ parecía más una venganza que un pelado. ‘La tonta la Mercé’ tenía mucho salero y con ‘Mariquilla la Castaña’ se metían tanto los niños que, cuando éstos la ignoraban, ella saltaba: “Niños, aquí va Mariquilla la Castaña, hoy no me dicen ustedes na’”. 

Manuel Baena ‘El Perro’, fallecido no hace mucho, era uno de esos individuos que atentaban contra el sentido común. Manolo, que se decía marqués, saludaba a ladridos apostado junto al Hotel Los Cisnes, y levantaba la pata fingiendo una meadita sobre aquel a quien quisiera mostrar afecto; igual que ‘El Pato’ se ganaba la vida en los bares con sus ‘cuá cuá’: los señoritos le pagaban las copas por su espectáculo. ‘Pichalante’ portaba un babi por una enfermedad de la próstata, lo que le bastaba al pobre para ser objeto de toda clase de burlas. ‘El de la gabardina’ se las buscaba, ya que debajo de dicha prenda no llevaba ninguna otra y lo demostraba con frecuencia, por su fea costumbre de orinar en cualquier lugar (se rumorea que era una oveja negra lejana de los Domecq). ‘Juan Pompa’ llamaba a la mofa por sus dos chaquetas y su bufanda en verano. ‘Dieguinchi’, ingenioso maquinista del Diario de Jerez, llevaba un mono de trabajo azul impoluto ya asistiera a una boda, a una misa o a la feria. Como él mismo decía, defendiendo su patria chica: “En la calle de las Sierpes dan empujones, en Nueva York ¡qué puñetas hago yo!”.

‘El feo’ vendía golosinas a los niños que se reían de su accidente infantil. Lo del vendedor de helados ‘Magaña’ era por sus crónicas legañas; lo del recadero ‘Agüiti’ porque escupía mucho. ‘El cochino en pie’, rollizo acomodador del teatro Eslava en los años veinte, no tenía bastante con su poco halagador mote como para que, cuando la función se retrasaba, el público además le animase a pegarse un bailecito. ‘Ripoll’ dio justificado origen al dicho ‘comes más que Ripoll’. Pepe Giráldez, ‘El Bomba’, frecuentaba Santo Domingo con un dedo en la solapa de la chaqueta. Cuando los niños se burlaban de él siempre les respondía: “Bombas van a caer”, sin perder la sonrisa. Si, por ejemplo, contaba que había visto una gran faena de Pepe Luis Vázquez y los niños le corregían (“Pero Pepe, que nunca has ido a los toros”), él reponía: “No importa. Bombas van a caer”.

La vida podía ser muy dura en aquellos tiempos, pero el escarnio empeoraba lo que la pobreza ya hacía difícil. ‘El Betejato’ carecía de piernas y dicen que se desplazaba penosamente por la Calle de la Merced arrastrándose sobre la cámara de una rueda de coche amarrada a su cintura y muñones. ‘El Sopo’ era un vendedor de prensa que, en ausencia de zapatos, se envolvía los pies con trapos. El llamado ‘Sopito’ vendía precisamente zapatos, pero caminaba apoyado en dos bastones. Curra ‘la Cochocha’, gitana de Santiago menuda y de voz ronca, con su pañuelo y su canasto de mimbre recorría la ciudad rebuscando en la basura algún mendrugo de pan que llevarse a la boca. Rafael Ríos Díaz, ‘El Boliza’, tenía la fama, compartida con el mendigo Mangüiti, de no lavarse nunca. Fue detenido varias veces por “insultar a los transeúntes y blasfemar” en la calle Empedrada, donde dormía. Es posible que el localismo “ser un boliza” se remita a él. Murió de frío en la calle San Clemente en 1933. El limpiabotas ‘El Pestiño’ reconocía que era “capaz de beberme el vino hasta en la calavera de un muerto”, y al decirle que tenía una buena tajá contestaba: “Po todavía mi mujé le pone farta”.

Sebastián Vargas, ‘El Brenes’, habitual de bares y tabancos, pidió que lo enterraran bajo la barra del bar Joaquín, por si se derramaba algo. Siempre daba una peseta de propina, delante de todos, para luego, en privado, reclamar que se la devolvieran para ir a tomarse algo. Cuando lo vieron durmiendo la mona en la plaza Rivero y le señalaron que ya era hora de recogerse, respondió: “¿Más recogío quieres que esté? Estoy durmiendo sobre una sola loza”.

Igual de marginales, pero con una pizca más de glamour, eran las “mujeres del honor perdido”, como las definía el Bizco de los Camarones. Tan estigmatizadas por la católica sociedad, sus motivaciones cubrían todo el espectro desde la miseria al vicio, aunque abundaba lo primero. Las más conocidas, que acabaron dividiéndose la faena entre las proximidades de la estación y las mancebías de Rompechapines, recibían motes como La Huevos, La Macho, La Tetona, La Rebusco, La Monaguillo o La Toto, o Toti, que dio lugar al dicho ‘más guarra que la Toti’, a la que se añadía una gracieta al gusto del consumidor, por ejemplo, “que se cagó en los pantalones y decía que eran quemaduras de la plancha”. Ellas fueron las que insuflaron en los marines de la base de Rota el sueño de la mujer hispana, pasional pero sumisa, y más de una acabó cruzando el charco hacia una vida mejor de la mano de un loco amor.

‘La Cantinflas’ de Rompechapines, bastante agraciada en su juventud, fue de las más populares por su folclorismo y gracejo. En cuanto a ‘La Mojonduro’, de principios del siglo XX, parece por su apodo que exponía hasta lo profundo de su ser. ‘La del pantalón amarillo’ fue bautizada así por la prenda que noche tras noche la identificaba detrás de la estación de trenes. Lo alternaba con uno rojizo en su  jornada diurna en una de las esquinas del Arenal. Se especulaba que el amarillo y el rojo indicaban si traía o no droga esa noche, y que escondía sus alijos en los boquetes del puente. Es posible que la mujer simplemente pensara que un color chillón resultaba más atractivo.

Consiguieron incorporar durante un rato a Balbuena para que lo retratase Juan Padilla Lara.

Pasemos a los infaltables 'mariquitas', que era la conceptualización de aquel entonces. De los cuponeros, algunos lo parecían. Al menos Miguel González 'La Billetera', afeminado en los años 30 o 'El Cantifla', vestido de forma extravagante, con pendientes y otros ornamentos de señora. Juanito de la Mercé, beato del Prendi, lavaba sotanas de los frailes y tan acostumbrado estaba a la pompa católica que se persignó en un pasillo del Villamarta, porque le recordaba la disposición de butacas a una iglesia. 'La Paloma' vendía chatarra y bailaba por las casas con conchas por castañuelas. Pepe Mariscal, ‘La Mariscala’, barbero y anticuario, imitaba el cante de la Lola y la Concha Piquer –a la que llamaba, con veneración, “Doña Concha”-, travestido y con unas hojas como abanico. ‘María Cala’, que pasó de mariconear en Valdelagrana a ayudante de Lola Flores y mayordomo de la nobleza madrileña, es uno de los últimos que quedan que no se sienten ni gays ni homosexuales, innovaciones conceptuales tardías, sino “mariquita de toda la vida de Dios, de los que se sacaban los pechos con las chuponas del cuarto de baño”. En sus propias palabras: “El omega 3 está haciendo mucho daño. Yo soy más de huevos a la flamenca”.

'El Ministro del Trabajo' fue el apodo de dos individuos diferentes de mediados de siglo caracterizados por no haber movido un dedo en su vida: uno, pobretón, se las daba de señorito y el otro, acaudalado, echaba el día en el casino leyendo el periódico. ‘Ochele’, gitano estrambótico, era famoso por su baile del ‘cepillo de Santa Marcela’, “dale de betún, de betún…” y se le conocía como ‘El Chele’ en el mundo del toreo bufo. ‘Pablito el de la berza’, quien además de vender boletos trataba de sacarle las melodías a una ajada bandurria por la calle, siempre se creía, el muy ingenuo, la broma de que le llamaban por teléfono el Papa, el Generalísimo o el Cardenal Segura. A veces le regalaban, y él las lucía, chapas de cerveza como medallas conmemorativas. Galán y dandi notorio era mi tío bisabuelo político, Francisco Torreira “El Duque”, de principios de siglo. José María Sánchez de Balbuena ‘el poeta de la calle’, bohemio de chambergo y abrigo desvaído, cobraba por recitar alguno de los pareados que guardaba en una desordenada carpeta. Presumía de su vagancia hasta el punto de declarar que la única entidad a la que se afilió fue la peña ‘El Tendido’, porque preferible era estar tendido que en pie. Su regla principal era “mejor sentado o acostado”. Su pretendido epitafio: “Aquí sigue descansando el poeta Balbuena”.

Personaje indispensable fue en su tiempo ‘Manolito el tonto’, quien acompañaba los entierros de la ciudad con toda la solemnidad. Casi era un mal presagio que no apareciese. ‘Paquito el tonto’ también frecuentó los cortejos fúnebres, cargando sus ruidos cacharros de latón. ‘El Trompi’ poseía en época más reciente un taller callejero en la barriada de La Alegría. Con mono azul y martillo, arreglaba toda clase de objetos, incluso vehículos. También él tuvo sus problemas con el alcohol, y una vez, bajando una cuesta a toda velocidad con su vieja moto, exclamó a dos guardias civiles: “Pegarse a mí, so mamones”, tras lo cual recibió la correspondiente golpiza.

En las décadas previas al desarrollismo, España disfrutaba de variados zumos, gaseosas y zarzaparrillas, con el tiempo fagocitadas por los mediocres productos de la Coca Cola Company. ‘El Peña’, o ‘Peñita’, del barrio de San Miguel, era aficionado a su refresco estrella. Gran fan del Xerez CD, a menudo con la camiseta de su equipo, fingía desmayos cuando se aproximaba a los kioscos para que sus propietarios le invitaran a una Coca Cola bien fría. Frecuentaba el cuartel de la Empedrada, donde sabía que le convidaban, y, cuando el fútbol, interrumpía sus características vueltas de campana para celebrar los goles y se iba al botiquín del estadio alegando que era diabético, que le había entrado ‘la fatiga’ y necesitaba una dosis de algo con mucho azúcar… Miguelito el de Estella, otro apasionado del oro negro, lo hacía notar por los sonoros eructos que este le ocasionaba. Frecuentaba la estación de autobuses y conseguía que los taxistas le sufragaran su pasión. Cuando los niños le incordiaban, les llamaba ‘granujas’ sin cesar.

Emilio el Guardia siempre prefirió el Fanta de naranja. Con sumo aplomo y autoridad, hacía como que dirigía el tráfico con traje de agente -pito incluido-, especialmente en los días señalados de fútbol o a la hora de salir de los colegios, provocando a veces considerables atascos. Incluso se encargaba de poner multas de a peseta: las escribía él mismo en papelitos que colocaba en los parabrisas de los coches mal estacionados. Era normal que alguien lo confundiera con un guardia de verdad, y cuando le preguntaban la hora respondía, invariablemente, “las cinco y cinco”. De paisano se personaba, con sus inconfundibles guantes blancos, delante de San Francisco en la Semana Santa. Se rumorea que se creía miembro del cuerpo municipal desde que el alcalde Álvaro Domecq le dio un billete de veinte duros por encabezar la procesión. La policía local, en 2007, le concedió una placa conmemorativa “por sus muchos años de servicio”; el delirante simulacro terminó por hacerse realidad.  Ellos deben de saber de excéntricos: he oído decir que en el siglo XIX la guardia municipal incluía un tal Pepe Leches, cuyo mote se debía a que se negaba a ponerse sus gafas de culo de botella con el uniforme, por razones al parecer estéticas, y, con una vista muy precaria, acababa golpeando a quien no debía durante las secuencias de acción. Encontramos otros personajes con ese nombre en la geografía española; éste en concreto parece una versión jocosa del guardia madrileño José Fernández Albusac. Juan de la Plata propone un retrasado mental, lo que explicaría, además del  clásico ‘ves menos que Pepe Leche’, que, como digo, no se restringe al ámbito local, el ‘más tonto que Pepe Leche’.

La verdadera Rita la Cantaora (Rita Giménez García), en un reportaje de la revista Estampa de 1935.

Numerosas expresiones antiguas refieren seguramente a personajes reales: “Más falso que los zarcillos de La Contenta”; “quedar como La Chata del Bolo” (¿será esta la famosa Chata de Cádiz?); “más rico que Diosdado”; “saber más que Briján”; “tener los pies como Liberto”; “más loco que Macandé” (vendedor de caramelos errante de originales pregones); “cuando toree El Caracaña”, “cuando pase El Nea”; ”tener más líos que El Polino”; “te coja Ramón el bollero” (violador y asesino), o el impopular “Benardo el perrero”, o “El sereno de la Cruz Vieja”; “tener más cojones que Juanito Lavagüevo”; “más tieso que la pata de Perico”; “tener más mierda que el coño [de] La Bacalá”; “verse [solo y desamparado] como en la boda de los negros”… Contrastada ha sido también la existencia de Rita la cantaora (también bailaora), que murió durante la Guerra Civil y fue inmortalizada como protagonista de las expresiones “más viejo que…”, “saber más que…”, “eso díselo…” y “eso lo va a hacer Rita la cantaora”, porque sabía contentar al público tocando muchos palos diferentes (o tal vez porque tenía fama de mal genio).

Manolito Mesa, apodado “el del Huerto”, pertenecía a la cofradía de la Oración en el Huerto, donde tenía la papeleta número uno -puesto que sigue conservando tras su fallecimiento-. Aficionado a los toros y al Xerez C.D., se le recuerda con una radio portátil escuchando el partido, respondiendo siempre que se le preguntaba que el Xerez iba dos a cero (otro personaje que paseaba siempre con su radio, maldiciendo a las prostitutas, era ‘El Caco’). Manolito conocía los chismorreos de todas las cofradías, pues la gente solía irse de la lengua sin reparos en su presencia. Asistía a cuantas celebraciones y actos de sociedad le fuera posible y, al preguntársele cómo había entrado respondía pasándose los dedos por la nuez, sugiriendo que “de gañote”. Por las mañanas a veces se ponía en fila junto a los niños de la Escuela de San José, con su propia maleta escolar, pero nunca le permitían entrar y acababa llorando en el patio. Los niños se quejaban, pues tampoco ellos entendían por qué le dejaban fuera. La semana en la que murió, ganó el Jerez dos a cero.

Otro aficionado al deporte era el Alcahu o Arcahuo de la Asunción, que entrenaba en Chapín y lapidaba a quien proclamara “Visca el Barça”. El ‘Juanele’, habitual de la Plaza Rivero, también tendía a lo irascible, cosa comprensible dadas las perrerías que le hacían. Incluso se rumoreaba que el característico agujero de su oreja, por el cual hacía el truco de pasarse una moneda, fue fruto de un navajazo o, aún peor, la quemadura de un cigarrillo. Se le veía por la plaza Rivero pidiendo puros y encabritándose con sus acosadores. Parecía molestarle que le dijeran “industrial” o “papas fritas con tomate”, y perseguía a quien lo hiciera con el bastón o la correa en la mano, sus andares zambos como secuela de un terrible accidente en su adolescencia que no recibió asistencia médica.

Remontándonos en el tiempo, ‘Paquito el tonto’, con su inseparable látigo, solía tranquilizarse cuando le ofrecían un objeto para que se entretuviera, sin importar la utilidad o naturaleza del mismo, y tardaba días en soltarlo. Los mozos le gritaban a ese hombretón delgaducho: ‘Paquito el tonto fue a la comedia y se tiró un peo de vara y media’. Lo de ‘Manolín’, por otra parte, era bastante intrigante, porque todos decían que su aparente discapacidad mental no era de nacimiento, sino fruto de un brebaje que le dieron durante el servicio militar. Tras su regreso se dedicaba a recorrer el circuito de iglesias con un misal, santiguándose con un vago gesto ante cada capilla. Solía hablar de la sospechosa novia que tuvo durante esa fatídica mili como “mi viuda reina”.

A diferencia de aquel héroe anónimo que cada día limpiaba la Plaza de las Angustias con un pincho y una bolsa, ‘El Varilla’, habitual del Mamelón, le daba una salida creativa a los desechos. Célebres son sus disfraces realizados con cualquier cosa, como aquel de cowboy con pistola de plástico con el que irrumpía en las tiendas al son de “¡arriba las manos, esto es un atraco!”. Torero, boxeador, señorita en bikini o mutilado con pañuelos sanguinolentos, el armario del Varilla no conocía límites. Se decía que había trabajado en Correos o como escribiente en un banco y que era hombre de cierta cultura, además de una envidiable caligrafía. A alguien le dijo que su sueño era ser torero, y que había capeado en los pueblos. Probablemente fue el consumo inmoderado de alcohol el que lo condujo a la excentricidad. En el tórrido agosto se le veía con un paraguas roto, en feria con traje de gitana, cuando la vendimia, cubierto de parras y uvas, y en el teatro Villamarta decía que buscaba trabajo como actor. Se rumorea, aunque no he podido confirmarlo, que introdujo un timo de rabiosa actualidad, disfrazándose de operario telefónico para ver los contadores de los vecinos y llevarse algo de la casa. En cierta ocasión, pasó frente a los señores del Casino Jerezano, que se sentaban en la calle, con una bolsa llena de cuernos de toro que había conseguido a saber cómo. Los tiró todos al suelo y exclamó: “ que cada uno coja los suyos”. Frente a otro de los Casinos de la Calle Larga montó un sorteo con boletos y numeritos. Cuando le preguntaron qué sorteaba, respondió: “un pico y una pala, a ver si trabajan ustedes algo”. Y una caja de aspirinas de regalo para el ganador.

De él se decía tanto que los señoritos le costeaban los disfraces a cambio de unas copas, como que era informante de la policía tras su máscara de loco inofensivo. Después de morir su madre, que lo mantenía, su estado empeoró notablemente y se le veía durmiendo frente a la puerta del un clausurado Hospital de Santa Isabel. Fue atropellado en torno a 1976. Uno de los últimos disfraces que se le recuerdan incluía una jaula con una sardina en su interior.

Carlos González Ragel esquelético.

Tanto o más extravagante era Carlos González Ragel, fotógrafo, pintor y creador autoproclamado de la 'esqueletomaquia', ‘el Arte de ver más allá de lo que alcanzan nuestros ojos’, esto es, el hueso.  Desde su aparición en una revista de moda cuando era un bebé, que lo calificó como el niño más guapo de España, Ragel fue un mago de la escenografía. Se presentaba en sociedad con lengua procaz, porte famélico, buche ávido y una capa negra con cierres de calaveras de plata. Su imparable alcoholismo le ganó ser ingresado en varios hospitales psiquiátricos a mediados de los años treinta. En 1937 expone en Sevilla sus cuadros sobre el suelo "para que la gente tenga que ponerse en pompa". A su vuelta a Jerez decora una casa en la carretera de Cortes, a la que bautizó como 'Villa Esqueletomaquia'. Se jactaba de que en su miseria no le faltaba de nada, y esto era rigurosamente cierto porque en las paredes había pintado toda clase de manjares e incluso una criada de trampantojo. Su arbitrariedad era tal que se le veía cantando arias desde su balcón o paseando a un perro desquiciado con un collar de chorizos. Sus últimos años los pasó en un sanatorio de Madrid. Todavía se conservan algunos de los esqueletos garabateados en servilletas con los que "pagaba" por sus consumiciones.

La incidencia del alcoholismo en los excéntricos jerezanos es mayor que en otras ciudades. La bohème no estaba preparada para el brandy de Xérès. Como decía mi abuelo, dueño del antiguo Dos Deditos: “El vino para beberlo, el brandy para venderlo”. Francisco Rosique solía dejarse ver por las inmediaciones de la catedral, y en sus habituales arranques de ebriedad dibujaba a carboncillo escenas de tauromaquia, su especialidad, en muros y cuartos de baño. En la feria representaba cacharritos y en la Calle Larga a los niños. A veces se iba temporadas a la sierra, con sus óleos en el hatillo, y pintaba para las ventas a cambio de manutención. Antonio Mariscal recoge la siguiente proclama a su auditorio tabanquero: “Yo nací pintor, y aunque mil veces naciera, mil veces pintaría de alamares y embestidas babeantes todo mi entorno. Ahora, eso sí, mi vaso de vino que no me lo quite nadie, eso sería como quitarme una mano”. Se dice que vivía en la venta Los Naranjos y, pese a su depauperada situación, solía dar unas moneditas a los pordioseros. Falleció en las peores condiciones a principios de los setenta

Como vemos, no todos los inadaptados habían tenido una educación precaria. Dicen de un tal Lorenzo Robert, cerrajero, que era un hombre cultivado, aunque la frase que lo hizo famoso fue: “Ahí va Lorenzo con sus inventos y con to’ sus muertos”. Supuestamente la pronunció cuando se tiró por el puente de la calle Arcos con un paraguas abierto como paracaídas. Sobrevivió al accidente, a costa de una cojera crónica. Surrealismo en vena o intento de suicido, sus motivaciones permanecen oscuras. Otra versión, más fidedigna, lo tiene arrojándose ayudado por el empujón de un amigo sobre una especie de carro cojinete, paraguas en mano. De mayor, Lorenzo vivía en una casa prácticamente en ruinas en la calle Honsario, sin ventanas ni mobiliario, y solía salirse a la casapuerta a devorar novelas del salvaje oeste con sus gafas de culo de botella.

Jocundo Goñí del Ojo, profesor de la Escuela de Comercio aficionado a los habanos, optaba sin duda por el surrealismo. A lo largo de su vida se empleó en estudios como “El efecto de la gravedad en las turgencias femeninas”, que se supone fruto de diez años de mediciones en su señora, provista con un sostén de su invención que sólo sujetaba el seno derecho para permitir la natural caída del izquierdo. Otros de sus presuntos ensayos son “Las macetas de hortensias y la viudez femenina” y “La responsabilidad civil atenuada de la delincuente menstruante”. Se paseaba sobre una desmesurada bicicleta inglesa, su traje mal ocultando una camiseta del Atlético. Dicen, citando a una sobrina, que dedicó sus años postreros a mirar al firmamento con un telescopio, en la convicción de que su difunta esposa se había convertido en una de las estrellas que lo poblaban.

Juan ‘El Canano’ filosofaba sobre Dios o el Ser con cualquiera que se le cruzase. Sus contemporáneos, poco versados en estas materias, lo describen como un demente, aunque hay indicios de la lucidez de este anacoreta urbano. Tenía la costumbre de hablar con los objetos y de garabatear textos ilegibles en las paredes de su cuarto. Cuando las vecinas le ofrecían comida la rechazaba alegando que era “mala para su inteligencia”. Él mismo se cortaba el pelo y se tostaba el pan encendiendo su propia lumbre. Apareció muerto en la alcoba donde se recluía, mucho después de quedarse sin vecinos.

Algunas personalidades insólitas del centro de Jerez distaban de ser unos muertos de hambre. José Román, ‘El Recovero’ se paseaba por la Calle Larga con donaire, siempre trajeado, sombrero calado de ala ancha, pelliza, pañuelo blanco, vara de mimbre en mano y un clavel en el ojal de la chaqueta que recogía “en la ‘puerta del señor’ de la Puerta Real”. Un dandi de otro tiempo ya en los sesenta, que hacía de guía para turistas, mediador y tratante para el Gallo Azul. Había sido desbravador, picaor y cochero, y perdió un empleo con doña Petra de la Riva porque se negó a calarse una vulgar gorra como parte su uniforme. El mismo apodo de ‘Recovero’ lo tenía un huevero de más edad con canotier de paja y mostachos blancos.

El militar Blas del Río Verdugo, ‘Don Blas’, se quedó cojo de una bala en la Guerra Civil y aprovechaba su prestigio de mutilado de guerra para obtener un trato privilegiado y artículos gratuitos por correo. Pero fue José Domecq de la Riva, ‘Pepe Pantera’, quien redujo al absurdo todos los excesos del caciquismo.  Este fogoso señorito decía poder colarse en media hora, desde su casa en el palacio San Blas, en el Hotel Alfonso XIII de Sevilla, a doscientos por hora por las espantosas carreteras de entonces. Amante de las emociones fuertes, coleccionaba automóviles y coches de caballos y corrió en Montecarlo y Le Mans. Su eslogan era: “La buena vida es cara. Hay otra más barata pero no es buena”. Cuando volvía a Jerez de alguno de sus periplos, una multitud esperaba en el Altillo para escoltarle a su casa, donde vivía con un león, ‘Nerón’, y posteriormente un gorila. Cuando falleció, a principios de los ochenta, el obispo Bellido le negó el acceso a la capilla del cementerio, en castigo por su vida disoluta.

El otro Bellido de la diócesis, Luis Bellido ‘El cura bicicleta’ de San Dionisio, era tan famoso por su humilde medio de transporte como por dar el sermón más rápido de la ciudad: veinte minutos. Su eslogan para pedir dinero para las obras de la iglesia, en las que se involucraba en detalle, era un depravado “déjate caer”…en la colecta. Cada año se sacaba al Cristo de las Aguas de la parroquia para que favoreciera la lluvia. El párroco llamó una vez a los fieles “hombres de poca fe” por no haber traído paraguas a la procesión y así, indirectamente, demostrar que no creían que fuese a llover. Dícese que al término de la procesión cayó un aguacero.

Ya pagará el inglé to’ el vino que se ha bebío.

Prior del convento de Santo Domingo, el dominico Pedro Gerard fundó la Casa del Trabajo de Jerez en 1912, y a partir de entonces comenzó a publicitar sus Sindicatos Católicos Libres por España, una idea que se probó influyente, aunque de continuo sancionada y boicoteada desde arriba. Zaragozano de nacimiento, este apóstol social de inspiración belga no era heterodoxo sólo por lo revolucionario, sino también por su interés en la Cosmografía de Alberto Magno, lo cual le conduciría a construir un observatorio astrológico y un telescopio para escrutar los influjos estelares. "Maravillas de los cielos" es una de las ponencias que se le recuerdan.

Aunque algunos nativos podían destacar sobre la muchedumbre, este fenómeno era la norma para esos extranjeros que animaban el bullicio de nuestro subdesarrollo con ideas frescas y atisbos del mundo exterior, como el bávaro Alfred Schiffer, “Mister Chiflas” en cristiano, que acabó en Jerez huyendo de Hitler y frecuentaba la farmacia de Plateros. Pero el más extraordinario de todos era ‘Pepe el Escocés’, aunque hay quien lo cree holandés, y otros irlandés. Se trataba de un hombretón de más de dos metros que aparecía en las ferias de abril de los sesenta bailando sevillanas con su falda de cuadros, su bolso sporran y su boina emplumada. Este ‘Johnnie Walker of the Ballantines’, como lo apodaron, enlazaba estas festividades con las contiguas de Sevilla, el Puerto y otros núcleos de la región. “¿Qué tiene el escocés debajo la falda?” preguntaba la gente al verlo. (Respuesta: “Los cojones”.) A Pepe, que también se dejó avistar acompañando el paso del Loreto, le dedicó Paco Palacios El Pali unas sevillanas con gaita. ¿Qué profesión desempeñaría el Escocés en su incógnita tierra natal? ¿Sabrán sus herederos que todavía recordamos sus ferias de antaño? No sería, por supuesto, el último extranjero que perdió la cordura en contacto con el aire de la calle.

La mayoría de estos personajes fue la comidilla de la sociedad biempensante, aunque sólo los mayores se acuerden. Pasaban la jornada puerta con puerta, o portal con portal, con una mayoría que los solía tener por pintorescos, anómalos, cuando no “tontitos”  dignos de lástima. Los hubo desde antiguo: en una ordenanza municipal del 14 de julio de 1466 (fol. 41 de las actas capitulares) se lee que “en esta cibdad hay munchos omes mundanales, los cuales andan continuo por tabernas, é están holgando en la plaza desta cibdad, y no se quieren coger á soldada, nin ir á servir otros oficios; y dello viene daño á los cazadores é labradores é otros oficiales desta ciudad; y lo peor, se presume que facen robos é otros daños, y por lo evitar, mandaron pregonar: que todos los omes holgazanes e vagamundos que en esta ciudad hoy están, que dentro de 3º día se cojan á soldada é entren en oficios, ó se vayan desta cibdad”. A la vista está que no lo consiguieron.

A veces, la incomprensión de sus contemporáneos contrasta con la simpatía que hoy nos producen estos personajes. Porque el tiempo, la mudanza de las costumbres y las ideas, siempre emborrona la divisoria. La gente de bien marchaba todos los días a afanarse de sol a sol en las bodegas, pero los bobos eran los que callejeaban. La gente de bien se batía por la honra, apaleaba por amor y guerreaba por ideales, pero los locos eran los que carecían de honor. La gente de bien se gastaba el jornal en dejarse ver haciéndose lustrar los zapatos, los chiflados lo hacían en casa. La gente de bien solía cumplir años de severo luto sin permitirse una sonrisa, mientras los vagos llenaban el buche. Ayer como hoy, los tontos eran los que improvisaban un poco en la ridícula comedia que todos representamos.                                                     

Una vez alguien le advirtió al Varilla que, como siguiera en esa vida, se iba a morir. El Varilla repuso, con sorna: “Anda, que tú te vas a quedar blanqueando”.