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Cuando Jerez era Jerez, y no el mar de unifamiliares y centros comerciales en el que se ha convertido ahora, la ciudad (o el pueblo, mejor dicho) tenía su pulmón en el casco histórico. Allí vivían sus vecinos, cuando Jerez prosperaba gracias a las bodegas y a las industrias que dependían de ella. Jerez, por entonces, no necesitaba una ciudad del flamenco made in Suiza que levantara su economía, porque ya lo era. Esa ciudad del flamenco se vivía en los tabancos, en decenas de hogares, en casas de vecinos, en corrales, donde ocho, diez, doce familias vivían pared con pared, compartiendo sus vidas, sus desvelos, sus problemas… Pero también buenos momentos en cumpleaños, bodas y al fresco del patio en las noches de verano o al calor de una lumbre en invierno. En esos patios, en esos corrales de vecinos, nació otra cosa tan jerezana como la zambomba, hoy día, desgraciadamente, también tan desvirtuada. Jerez, en definitiva, hacía su vida en el centro.

 

Decenas de años después, no hace falta recordar que el casco histórico se ha despoblado de manera alarmante, primero ante el nacimiento de nuevas y más cómodas barriadas, y después, por el abandono al que lo han sometido las instituciones, dando lugar a un centro demacrado, con cientos de casas deshabitadas, derruidas o en pésimas condiciones de habitabilidad. Mientras que en ciudades no tan lejanas se ha trabajado para que sus centros históricos sean vivos y no meros decorados, en Jerez no se ha sabido –o no se ha querido– recuperar.

 

Es por eso que iniciativas como las de nuestro protagonista tienen un gran mérito, a pesar de que desde las instituciones no piensen lo mismo y, si lo hacen, no lo parece. Corría el año 2005 cuando tres jóvenes, José Luis, Miguel Ángel y José María, pensaron en mudarse al centro con vistas a buscar ese modo de vida tan familiar y de camaradería perdido hoy día en urbanizaciones y barriadas donde hasta prohíben a los niños jugar a la pelota. Tras ver varios sitios, se enamoraron de un corral, uno de los pocos que se mantenían con vida en Jerez, en el número 5 de la calle San Antón, a pocos pasos de la parroquia de San Miguel. Allí vivían todavía Emilia y Juan Miguel, un matrimonio entrañable que llevaba instalado allí desde hacía 43 años, es decir, el vínculo que les podía unir a ese Jerez ya desaparecido. En pocas palabras, habían encontrado lo que buscaban. “La idea que teníamos desde un principio era la de esas formas de vida asociadas a este tipo de casas y al modelo de ciudad en el que se encuadra. No es lo mismo el modelo de ciudad en el que queríamos vivir que el que estamos heredando, de grandes urbanizaciones”, señala José Luis Fuentes, de 32 años, que, no obstante, indica que “tampoco queremos idealizar el tipo de vida que había aquí, porque las condiciones eran bastante pésimas, pero no queremos olvidar las cosas buenas, como la manera de relacionarse los vecinos. Hoy ni siquiera te relacionas con ellos”.

 

El corral es un ejemplo de lo que pudo ser y aún no ha sido. Un querer y no poder. Lo primero que vemos es que está apuntalado ante el posible riesgo de derrumbe. Al entrar se accede a un patio rectangular, adornado con azulejos, donde hay varias dependencias. En la vivienda de la izquierda encontramos uno de los elementos singulares del corral, un pozo medianero que, sin embargo, está ahogado por escombros. Al fondo del patio, tras sortear varias vigas de madera en el suelo, otro patio más pequeño, donde antaño se situaban dos aseos comunitarios y un lavadero. Volviendo nuestros pasos al patio principal, a la derecha, una escalera lleva a la primera planta, donde hay más viviendas. Esqueletos de gatos por los pasillos dan a la escena un carácter más triste. En esa misma planta, al fondo, otra escalera, mucho más estrecha, lleva a una terraza, medianamente amplia, desde donde se divisan los tejados de las viviendas del entorno, algunas abandonadas, como la que hace esquina en la misma calle San Antón, y del que ya sólo se ha conservado el muro, entendemos que porque estará catalogado de especial interés. Pero volvemos a lo mismo. Es un decorado, no una casa habitada. Regresamos al patio, donde nos imaginamos lo bonito que estaría restaurado y lleno, por ejemplo, de macetas con geranios.

 

José Luis nos enseña más viviendas. La que había pertenecido a Juan y Emilia, otra en la que habitó una familia sólo unos meses y que destrozó paredes y suelos simplemente por hacer daño. Por último, nos enseña la que algún día espera que vuelva a ser su vivienda. Y es que tanto José Luis como sus otros dos compañeros llegaron a vivir aquí al poco de adquirir el corral. “Al principio estábamos bien, Juan y Emilia eran como nuestros abuelos, y nosotros para ellos, sus nietos. Había veces que se iban de turismo con el Imserso y nos traían algún regalito. Nosotros hacíamos lo mismo cuando volvíamos de algún viaje. Comíamos juntos, porque ella solía hacer comida para nosotros”, recuerda el joven. Sin embargo, los problemas de filtraciones y el riesgo de que algún cascote se cayera sobre alguien acabaron por hacer insostenible la vida en el corral. “Tiramos los falsos techos de escayola para ver el estado de las vigas, porque se colaba mucha agua. El suelo estaba lleno de tuppers de plástico para las goteras. De tanto esquivarlos esto parecía una prueba de Humor Amarillo”.

 

La pregunta que seguramente el lector se estará haciendo es, cómo tres jóvenes, de entre 23 y 30 años, se llegaron a embarcar en su día en la compra de una casa que, a día de hoy, se encuentra en tan lamentables condiciones. La respuesta la encontramos en las ayudas que las administraciones ofrecían para rehabilitar espacios tan singulares como este. De hecho, el corral está catalogado por el PGOU como de interés genérico. No obstante, según historiadores como Esperanza de los Ríos, podríamos hablar de una vivienda del siglo XVIII o, incluso, del XVII, ya que la misma De los Ríos, recientemente, ha descubierto elementos que la encuadran en este siglo.Así, llegaron a firmar con la antigua Empresa del Suelo Público de Andalucía (EPSA), hoy AVRA (Agencia de Vivienda y Rehabilitación de Andalucía), dependiente de la Junta, la rehabilitación de todo el corral gracias a una subvención de 200.000 euros, aparte de otros 70.000 que debían aportar José Luis, Miguel Ángel y José María. Hasta ahí, y sobre el papel, todo correcto. Sin embargo, empezaron a llegar problemas. La Junta de Andalucía les reclamaba 8.500 euros por transmisión patrimonial, mientras que por parte de Urbanismo les llegaba una orden de ejecución, que el anterior dueño les había ocultado antes de la compra de la casa, que les obligaba a hacer unas obras en el inmueble valoradas en 40.000 euros. “Si no las podíamos afrontar, la solución que nos daba Urbanismo era pagar 4.000 euros durante 10 meses. Fíjate qué plan”, lamenta José Luis.

 

A todo esto se suma que la burocracia en EPSA-AVRA ha ido ralentizando el pago de esa subvención que, así y todo, José Luis es consciente que nunca verá. “Viendo la situación económica de las administraciones somos conscientes de que no vamos a ver esa subvención, pero es que también te sientes hasta mal por pensar que te van a dar 200.000 euros para arreglar la casa. Después hablas con empresas constructoras y es agrandar mucho las cifras. Porque además de esos 200.000 nosotros teníamos que poner 70.000. Entonces, viendo que la realidad económica de las administraciones está como está, el último proyecto que les presenté de manera personal era que la casa me la quedaba yo, de esos cinco apartamentos sólo se arreglaba uno, y que EPSA sólo pusiera 40.000, un 80% menos de lo que teníamos firmado en un principio. Además, se iba a quitar un problema de encima, porque es que el convenio lo tenemos firmado”.

 

El paso de los años, el pago de la hipoteca del corral (700 euros al mes), el del IBI (otros 80) y el dinero que habría que invertir en la vivienda, ha hecho que José María y Miguel Ángel hayan desistido de su sueño, ya que su situación personal, ambos desempleados, les impide hacer un desembolso que, cada vez, se hace mayor. “En su día, cuando compramos la vivienda, una amiga nuestra, arquitecta, nos dijo que la casa no estaba para tirar cohetes, pero que no estaba mal, que con unos arreglos iría para adelante. Si en su momento los hubiéramos hecho, en lugar de esperar y depender de EPSA, los gastos hubieran sido muchísimo menores, no los que hay que realizar ahora”, explica José Luis.Así, el proyecto inicial ha cambiado. De las cinco viviendas iniciales que se harían, sólo se llevaría a cabo la de José Luis, mientras que el resto del corral estaría destinado a actividades culturales. “Se mantiene la idea de defender ese valor inmaterial y antropológico asociado a este tipo de casas y queremos convertirla en una casa cultural. Yo arreglaría mi apartamento y el resto se convertiría en un centro cultural para el barrio, que también se compone ahora de una población muy distinta. Con la dejadez que ha sufrido el centro, poca gente de Jerez viene aquí. Sigue viviendo la población mayor, pero la nueva población es sobre todo inmigrante, por el precio más reducido de la vivienda. Entonces, veíamos que el proyecto cultural no fuera sólo un fin, también una herramienta como punto de encuentro entre los nuevos vecinos, dos núcleos de población bastante distintos. Así, la cultura sería una herramienta bastante bonita para que se conozcan”.

 

Juan y Emilia

 

Salimos del corral mientras hablamos de la situación del casco histórico -“te entran ganas de llorar dando una vuelta por el centro”, afirma José Luis- y de la “herencia” que estamos recibiendo -“un turista cuando viene a Jerez viene a ver la historia de Jerez, no el Ikea, lo mismo que si yo voy a Roma, no voy a ver el Ikea, voy a ver su casco histórico”- para dirigirnos a la cercana vivienda donde ahora residen Juan y Emilia, antiguos vecinos del número 5 de San Antón. Cuando recibieron la orden de desalojo, EPSA quería reubicarlos en La Granja. “EPSA no pensaba ni en que Emilia tiene problemas de movilidad ni en que en San Miguel, su barrio, tienen toda su vida”. Por fortuna lograron encontraron una casa a escasos 80 metros del corral. Cuando llegamos, el matrimonio se encuentra viendo una película “de las antiguas”. Se alegran de ver caras nuevas. “A mí lo que me gusta es ver gente joven”, explica Emilia con una sonrisa en la cara mientras nos planta dos besos.

 

Juan Miguel López, de 72 años, y Emilia Iglesias, de 70, se casaron en el año 67, “aunque hacía ya tres años que nos hablábamos”. Ahora viven cómodos en su actual vivienda, aunque la anciana reconoce que echa de menos “ese patio lleno de flores, mis macetas… Y a mis niños”, indica mientras mira a José Luis. “Yo desde que ellos vinieron los he tratado como a mis hijos”.Emilia vivió todo su matrimonio en el corral, mientras que su marido lo hizo desde la infancia. “Vivíamos 13 familias. Tengo muy buenos recuerdos. No nos metíamos con nadie”, destaca Juan, que recuerda algunas cosas impensables hoy día, como que allí se compartiera una única cocina, al igual que los aseos. Así y todo, ellos no hubieran cambiado por nada el corral. Ni dejar de vivir en el centro. “El centro es lo mejor. Ya no hay el mismo ambiente, porque esta calle ya está medio vacía, pero aquí tienes todo a dos pasos. El mercado, el médico…”

 

Dejamos a Emilia y Juan no sin antes despedirnos de manera efusiva. José Luis se hace una foto con ellos. “Mi niño”, vuelve a decir la anciana. “Mira mi nieta, ¿a que es guapa?”, nos dice señalando una foto colgada en la pared. “Es la que me da la vida”.

 

La calle San Antón y el barrio entero no volverán a ser lo que fueron antaño. Sin embargo, el anhelo de José Luis, el de sus vecinos y el de los distintos colectivos y asociaciones de San Miguel, es intentar reflotarlo. Tienen muchísimas ideas que nos comentan, pero que aún es pronto para darlas a conocer, ya que hay que pulir muchas cosas, pero la idea es esa. Volver a construir, a ser posible por ellos mismos, sin las administraciones que sólo les ponen trabas, un barrio vivo, que haga recordar, al menos ligeramente, lo que el centro alguna vez llegó a ser.

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Jorge Miró

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