Antes de ser Alejandro Sanz, el artista que ha llenado escenarios en medio mundo, hubo un niño que viajaba desde Madrid a Cádiz en el asiento trasero de un Seat 600. El coche, pequeño y caluroso, llevaba siempre un radiocasete y una cinta de Paco de Lucía. "Era lo primero que me ponía la piel de gallina", recuerda el cantante. Mientras otros soñaban con goles o aventuras imposibles, él quedaba hipnotizado por esos acordes que parecían venir de otro mundo.
El camino era largo, las paradas frecuentes. A veces había que abrir el capó para dejar respirar el motor. Pero en aquel coche pasaba algo más que un simple viaje: nacía una vocación. En cada curva del trayecto, entre la voz de su padre y el compás flamenco, el pequeño Alejandro iba aprendiendo a escuchar, a sentir, a entender "la música como una emoción", como explica en el pódcast Creativo junto a Roberto Mtz.
La casualidad que cambió un destino
En la casa de los Sanz, la música no era un lujo, era el idioma común. "En mi familia todo giraba en torno a la música", recuerda él. Las guitarras convivían con las risas, las fiestas familiares terminaban siempre en cante, y las Navidades se medían en compases, no en regalos. Su padre fue quien le enseñó los primeros acordes, con paciencia y ternura.
Una anécdota que parece escrita por el destino marcaría el resto de su vida. Su madre quiso apuntarlo a clases de kárate para que aprendiera disciplina, pero al llegar descubrió que la academia estaba cerrada. Justo enfrente, había una escuela de guitarra. "Fue pura casualidad, pero esa casualidad me cambió la vida", contó el artista. Esa puerta cerrada se convirtió en el primer paso hacia un camino que nunca dejó de recorrer.
El eco del sur que nunca se apaga
Los viajes a Cádiz, con el sol cayendo sobre el asfalto y las cintas sonando sin parar, fueron algo más que escapadas familiares. Eran lecciones sin palabras. En cada curva, entre el rumor del motor y los acordes del maestro De Lucía, el pequeño Alejandro iba descubriendo el poder de la emoción. "Todo lo que soy viene de ahí", repite cada vez que le preguntan por sus raíces.
A los 56 años, con un nuevo disco, una gira en marcha y a punto de inaugurar un museo sobre su trayectoria, Sanz sigue volviendo a aquellos trayectos cada vez que habla de su infancia. "Cuando mi padre me enseñaba a tocar, no era solo música; era una manera de entender la vida". En su memoria, el Seat 600 sigue avanzando por las viejas carreteras del sur, con el olor a gasolina, las risas de su familia y el compás de una guitarra marcando el destino.
