Para escribir sobre lo vivido a finales del pasado octubre he necesitado tiempo para reposar, como persona, como escritora, y como alma sensible a la que atraviesan todo tipo de emociones que es necesario gestionar.
Ya me atrevo a escribir sobre una de las experiencias más hermosas e impactantes que he tenido el privilegio de vivir. No sé si el destino, el azar o eso que llaman karma, lo cierto es que hay etapas que quizás descompensan a otras, eso seguro. Saciedad emocional, o saturación de los sentidos. Pero a veces llegan oleadas de maravillas, cosas buenas y abrazamos la vida por encima de nuestras posibilidades, si es que se puede. Y como el verano en el sur se despide, si es que lo hace, cuando le da la gana, nos dijo adiós justo ese fin de semana penúltimo de octubre. Un sol abierto y fuerte quiso darle tregua a los turquesas y verdes, únicos, del mar en Zahara, y se alargó el calor un poquito más. Quizá porque la playa sabía que iba a entregarse entera a la magia en El Gran Premio Petaca Chico. La expectativa de los caballos en la arena es júbilo absoluto.
He podido saborearlo desde dentro en una jornada intensa de trabajo: protocolo, relaciones públicas y tacones hundidos en la arena, y ha sido una enorme responsabilidad en un evento gigantesco, sobre todo, en belleza.
Ahora, cuando la euforia decanta, veo el mérito y lo que tiene que funcionar en la sombra para que todo brille del modo en que lo ha hecho. Ahora es cuando el corazón se serena y la distancia permite mirar con claridad, se sabe que el Gran Premio es mucho más que un acontecimiento deportivo: es un fin de semana de caos perfecto, de orden salvaje. Cuidado, pues se puede desbordar.

El sábado grande la playa amanecía con pulso tibio y marea baja, un espejo perfecto. Entre idas y venidas, llamadas en el último momento, mucho que colocar y puesta a punto de la templanza, se preparaba la orilla para ser un enorme escenario al aire libre, entre dos faros protectores, Camarinal y Trafalgar, a los pies de la Sierra de la Plata y en el horizonte, los acantilados de La Breña. Mar. El paraíso debe ser este lugar, o se le debe parecer mucho. Me gusta soñar que desde la altura, desde lejos, la vecina familia de ibis eremitas observa asombrada el extraño espectáculo: incontables fotógrafos improvisados quisieron llevarse un trozo del milagro, y muchos, después de las carreras, vivieron una puesta de sol que multiplicó la maravilla. Pero horas antes, los héroes dejaron su estela y los menciono brevemente, Headhunter ganó el Gran Premio Petaca Chico (2.000 m), Madame Caracol conquistó el Premio Diputación de Cádiz (1.500 m), Big Bad Wolf se llevó el Premio Zahara 2025 (1.500 m), y Chiquitín brilló en el Premio Seguros Santa Lucía (1.750 m). Pero la emoción estaba en todas partes: en las carreras oficiales, sí, pero también en el horseball divertidísimo, en el tiro con arco, toda una muestra de precisión y concentración de los jinetes, estilizadas estampas casi irreales. Es cuantiosa la inversión, no sólo económica, sino en energía y trabajo en equipo para dar forma a este sueño con organización impecable, desde el disfrute gastronómico que siempre ofrece Petaca Chico hasta las imágenes tomadas por artistas como Jaf Cata. No necesita más palabras laudatorias Carlos Yebra, poeta de la luz, mito viviente de la fotografía y espíritu esencial de este acontecimiento.
Gloria bendita lo que se siente y se vive en el sur del sur, ese pueblo mágico de rutas del comer bien, en las que el atún (no podéis pasar de largo y no probar todo lo que ofrece el Restaurante Gaspar, sí, casa de Gaspar Castro quien junto al veterinario Pío González son quienes pusieron en marcha este acontecimiento. Pero el brillo no sólo estuvo en la impecable organización ni por la asistencia de miles de personas, sino porque Zahara latió con un corazón común: el amor por esta tierra. Porque cada risa, cada abrazo, cada fotografía capturada por Cata, Carlos Yebra o tantos visitantes anónimos, dejaba un rastro luminoso, haz de luz. Y alrededor de esa luz nos congregamos personas ávidas de compartir la vivencia desde el tesón y el esfuerzo por mantener, un año más, algo tan grande en pie, siempre pendientes del levante o del poniente. Enorme equipo humano con precisión y ternura de sobra: Yolanda, coordinando con calma y firmeza los hilos invisibles; María, su sonrisa convierte el caos en armonía; Dulce, que reparte su nombre con cada gesto; Pía, Karen, con su energía joven; Maxi, fuerza y humor en equilibrio perfecto; Juanjo, trabajando como si el viento dependiera de sus manos; Miguel y su hijo, generaciones unidas por una misma pasión.
Y junto a ellos, Eduardo, voz y mirada que dan forma a la identidad del evento; Agustín, el amigo de su pueblo además de su alcalde, Carlos, que captura el temblor del instante; Cata, capaz de atrapar en una imagen el alma de la luz. Son parte de esa familia elegida que hace de Zahara el sitio de mi recreo, y del de muchos: una manera de estar en el mundo.
Me llevo, además del exquisito atún de Petaca Chico en el paladar, la sensación de pertenencia. Como si hasta el aire abrazara a todos los que llegaban, como si la emoción circulara sin esfuerzo.
Y ahora, cuando la marea ya ha borrado las huellas de los cascos y la playa ha recuperado su silencio, queda lo más importante: lo que no se ve. La gratitud.. La certeza de que fuimos parte de algo irrepetible.
Porque a Zahara siempre se vuelve, porque te llama, porque se la siente. Gracias.
“La belleza no es un espejismo: es la forma que tenemos de resistir". Rosario Troncoso.


