No ve. La niña dice que no ve por el ojo derecho. No sé qué le podrá ocurrir. De pequeña nació con un ojo vago, pero el médico no nos dijo que se podía quedar ciega. ¿Ciega? ¿La niña se va a quedar ciega? No entiendo nada. No sé qué pasa. Mi hija Luz, de nueve años, acaba de llamar del colegio diciendo que un ojo se le ha cerrado, que ve oscuro. Que está todo negro.
Me visto rápido para ir a recogerla. La niña alarmada y asustada —pero no más que su madre— se me abalanza y llora. Confirma lo que me dijo hace apenas unos minutos. No es algo pasajero y la llevo al médico corriendo. En la calle, la niña balancea, camina como desorientada y despistada. Yo solo siento el sudor que corre por mi frente. Es invierno, pero la tensión se me dispara. Cuando llego al pediatra, éste la examina. Dice que no ve alteración alguna en el ojo, que no encuentra diferencias entre ambos. Sin embargo, la niña sigue quejándose de su ceguera. Chilla, me insulta; incluso le grita al doctor. ¡Luz, calla ya niña! Mi preocupación crece por momentos. El médico me dice que la lleve a urgencias, que me dirija al hospital… ¿Al hospital?
Llamo a mi hermana, alguien me tendrá que acercar. Se altera, se enerva, no entiende nada; y yo menos. Nos recoge en la puerta del ambulatorio. La niña se queja, dice que está cansada y que quiere ir a casa. Pero hay que solucionar esto, mi hija no se puede quedar sin un ojo. Llego a urgencias y está abarrotada. Cogemos número y la acomodo en mis brazos. Tiene nueve años, pero es una pulguilla flacucha. Cinco horas después suena por megafonía el nombre de mi hija. Pego un brinco y me encajo al lado del doctor. Una vez más, un médico la examina. Le preguntan si no ve y ella niega con la cabeza. Mi Luz tiene mala cara, está cansada. Los médicos no saben qué le puede pasar, y al ser tan pequeña deciden hospitalizarla. Ella grita, me grita en el oído: “¡Mamá!”. Ni mamá ni porras, de aquí no se mueve hasta que sepan qué tiene.
Pruebas y más pruebas. La niña lleva ya más de tres semanas en el hospital. Bueno, al menos aquí la tratan como a una reina. La familia la visita todos los días y cada vez que vienen le traen un pequeño regalo. Eso sí, si a ella no le gusta, bien que te lo echa en cara. Niña malcriada… Hoy le intentaron hacer una resonancia, pero ella no paraba de gimotear, no se estaba quieta.
La doctora me busca con la mirada y me dice que salga, que quiere hablar conmigo. Me informa que le dará placebo a mi hija, que le va a decir a mi niña que tiene un medicamento milagroso que le curará el ojo. La doctora entra en la habitación y le dice a mi hija que si se toma la pastilla volverá a ver. Ella, malhumorada, se la toma. La mujer le pregunta si ve por el ojo derecho y mi Luz, como si no fuera novedad, dice que sí.
Luz necesita un psicólogo, eso dicen los médicos. Que puede que ella viera negro por el ojo derecho por un problema psicológico. ¿Cómo puede ser eso? En fin. Ya en casa, cojo a la niña y le digo que mañana visitaremos a un psicólogo. La brujita, sin saber qué es eso, mira a su alrededor, tira de mi manga y me pregunta: “Mamá, ¿los psicólogos saben si mientes?”
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