Más de lo mismo

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La Crítica de Villamarta. Antonio El Pipa presenta 'Gallardía', un montaje que tampoco pasará la historia dentro del repertorio de un bailaor al que el público nunca da la espalda.

Primer bailaor: Antonio El Pipa. Cuerpo de Baile: Fabiola Barba (repetidora), Laura Bejines, Ofelia Márquez, Celia Martínez, Pilar Ramírez, Vanesa Reyes, Margarita Ruiz de Castro y Cristina Vidal. Cante: Felipa del Moreno, Carmen Cantarota ySandra Zarzana. Guitarra: Javier Ibáñez y Juan José Alba. Artistas invitados: Esperanza Fernández (cante) y David Peña Dorantes (piano). Dirección artística y coreografía: Antonio El Pipa. Música: Juan José Alba y Javier Ibáñez. Diseño de iluminación: Marcos Serna. Sonido: Alan Gil. Producción: IV Bienal de Flamenco de Málaga/Danzalucía. 20 de febrero de 2016. Teatro Villamarta. Aforo: Lleno. (*)

Sin salirse de los patrones que marcan su paso por los escenarios desde aquel lejano punto de inflexión de Puertas adentro, Antonio El Pipa presenta en el XX Festival de Jerez Gallardía, justo cuando su compañía cumple dos décadas en activo. No hay hilo discursivo ni más pretensiones que entretener, lo que a priori no tiene por qué desmerecer un trabajo artístico. Pero el bailaor de Santiago se limita a una sucesión de números sin orden ni concierto que solo salva el siempre reconfortante piano en directo del lebrijano David Dorantes. Suyos son los mejores instantes con Antonio en el escenario, incluyendo esa adaptación coreográfica de manera coral del archiconocido Orobroy. Es en esa secuencia cuando se evidencia cierta intención de traspasar el carácter epidérmico que, en general, impregna toda la función. Es solo un espejismo vestido con esmoquin y pajarita.

El montaje aparenta novedad pero no deja de ser un pastiche eminentemente comercial donde ni siquiera, como en otras ocasiones, se alivia el peso de lo superfluo contando bajo los focos con el vozarrón genuino y esencial de Juana la del Pipa. Esta vez, la otra artista invitada de la función, la sevillana Esperanza Fernández, apenas aporta grito y superficialidad, sin que ni siquiera haga de contrapunto al trío de voces femeninas de la compañía. Quizás el número del Gelem, gelem (el himno de los gitanos) sea en el que la cantaora de Triana encuentre mejor acomodo. Frente a ella, un Pipa descalzo y afectado, pidiendo a gritos una reinvención de la enorme sombra bailaora que atesora.

El Pipa ha conseguido en todo este tiempo ganarse el respeto y admiración del gran público, que le ovaciona y abraza sin contemplaciones. No cabe duda de que su nombre figura entre las grandes estrellas –las más mediáticas- del panorama flamenco contemporáneo y nada de eso ha debido de ser casualidad. Empero, pese a ser un intérprete de raza, un bailaor con un aura de genialidad heredada por vía genética, parece haberse conformado con encasillarse en ese perfil de artista obsesionado con dar al público lo que quiere ver y oír, lo que generalmente suele ir en contra de afrontar un proceso creativo verdaderamente personal y, con suerte, trascendente. En una atmósfera de tablao deluxe, bajo el imperio de una estética glamourosa de anuncio de El Corte Inglés, Gallardía es como una suerte de más de lo mismo permanente, muy lejos de traslucir intención y confeccionándose más bien como un vehículo para mayor gloria de su protagonista. Totalmente lícito, sí, pero insuficiente para un grande de la danza. A menos que lo único que se persiga sea el aplauso fácil y la ovación cerrada cuando cae el telón.