Cuentan los que se adentran por el barrio Latino de París que aún resuenan en sus adoquines los latidos pasionales de las olas del mar. Que cuando la noche se pone íntima puedes sentir los matices y aromas de las verbenas del pasado. El Mayo del 68 tiene algo de relato maldito. Más allá de las juergas, más allá de la estética del hippismo, de los polvos y los lodos del verano del amor y el flower power. El 68 también es Michel Foucault y Gilles Deleuze. También es la soledad sonora de Albert Camus frente a la atronadora campaña de Jean-Paul Sartre. También es Julio Cortázar sabiéndose vivo y los chicos del boom latinoamericano copando las listas de ventas. Es la América Latina idealizada. El fracaso estrepitoso de la primera potencia del mundo naufragando en el Vietnam. Son Francis Ford Coppola, George Lucas, Martin Scorsese y un precoz  Steven Spielberg armando en la distancia su propia revolución dentro de la industria anquilosada de Hollywood. Son los Rolling de Street Fighting Man, Lennon y Yoko Ono cantando Give Peace a Chance en una cama del Hilton de Ámsterdam por dos semanas.

La biología como la sociología son incuestionables. No pasa el tiempo, pasamos nosotros. Para prevalecer en el tiempo no basta con estar del lado de la verdad. No importa que una idea sea más bondadosa o creativa que otra. A veces, prevalece únicamente la más integradora y generadora de futuro. La mayor parte de la población rechaza la inteligencia y opta por vivir en su propio ficción mediocre y tramposa que omite explícitamente todo aquello que le desestabiliza o contradice. Más o menos, de manera sutil o en brochazos, todos nosotros actuamos así. Cada cual elige en la cuna la neurosis que le conviene: la elección de equipo de fútbol o ideología política son productos del azar más de lo que pensamos. Muchas soluciones terminan siendo los nuevos problemas. Por tanto, como bien sabemos, toda convicción es una cárcel con las puertas abiertas.

Decía Pablo d'Ors que resulta absurdo condenar la ignorancia pasada desde la sabiduría presente. Es decir, con el paso del tiempo, nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos. Ni las ciudades en las que vivimos ni los senderos que transitamos. Por ello, el escritor venía a decir que la tristeza es causada por la inteligencia. El paraíso perdido. El recuerdo de una infancia profanada. De aquel verano último de nuestra juventud que pasó de largo como una polaroid de una locura ordinaria. Aprendimos de nuestros filósofos que la edad no te protege del amor. Pero el amor, hasta cierto punto, te protege de la edad. Cuanto más entiendes ciertas cosas, más desearías no comprenderlas. Por el contrario, la revolución, como las personas que la estudiaron o protagonizaron, envejecen. Algunas prevalecen en el tiempo con un vigor envidiable. Otras, se envilecen.

La pasada semana comenzaron las celebraciones particulares alrededor del cincuenta aniversario del Mayo del 68. La mayor parte, sinceras y de corte cultural. En estos días los grandes medios de comunicación, en especial los de la prensa escrita, dedican numerosísimos artículos a celebrar el Mayo francés. Si bien es verdad que todo puede ofender la moral de alguien, no es menos cierto que algunas cosas escandalizan más que otras. Desde el actual gobierno francés no se ha notificado aún cómo y cuándo van a celebrar los cincuenta años de la efeméride revolucionaria. Parece ser que a Emmanuel Macron le incomode el medio siglo de fatídico desenlace que fue aquella rebelión estudiantil y laboral  de huelgas y ocupaciones que conmovió y transformó el mundo. La Quinta República nacida tras 1968 no pasa por su mejor momento.

La crisis de líderes es tan evidente que Macron, centrista moderado, ha barrido en las elecciones sin contar con estructura de partido alguna. El independiente se presentó avalado por los poderes fácticos y con cierto encanto a pequeña burguesía que tanto encarrilan a las clases medias. Su discurso, el del calmado y pulcro raciocinio frente a la ultraderechista Marine Le Pen. Macron es el último bastión de la Francia que conocimos. Él es el beso con corbata en la mejilla de un país que latió con obreros empoderados y estudiantes envalentonados que soñaron con un mundo mejor a ritmo de los Stones. Sin embargo, la contrarrevolución que nunca fue filmada por Godard sigue intacta y como diría la historiadora francesa Danielle Tartakowski nosotros, bisnietos de la revolución pendiente, somos prisioneros de un mito construido alrededor de las barricadas del barrio Latino.

Déjenme que me pregunte por un momento antes de acabar este texto qué hubiera sido si los chicos bienintencionados de aquel lejano mayo de hace 50 años hubieran logrado crecer al revés de los adultos, si finalmente Jean-Luc Godard hubiera filmado aquellos días como lo hizo en À bout de souffle. Sin embargo, a todos nos vence la podredumbre de la rutina, la erosión del paso del tiempo, ese juez sin piedad que nos encanece y nos saca tripa. Los hijos que protagonizaron esa insurrección acabaron sus carreras, entraron en el mercado laboral sin rechistar, se vendieron al sistema y firmaron la paz con su conciencia colgándole a ésta un bozal. Se contentarían con vender su relato como una locura de la juventud y quedarían más tranquilos sabiendo que hasta Roger Waters reconocería su derrota en The Wall. Todos somos mortales.

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Daniel Vila

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