Sinopsis

Un economista francés, que ha trabajado para la gran banca de inversión, publica un libro en el que cuenta cómo los que él denomina “los amos del mundo” han planificado las últimas crisis económicas globales con la intención de recortar derechos sociales y laborales. El objetivo último de este poder en la sombra no es otro que socavar la capacidad de decisión de los gobiernos democráticos, hasta convertirlos en meros títeres al servicio de las grandes corporaciones. El éxito mediático del libro y el anuncio de una segunda parte, en la que desvelará qué pasos darán estas familias, en los próximos años, provoca que adopten la decisión de acabar con él solicitando la intervención de los servicios secretos de la institución más poderosa de la tierra.

En la entrega anterior…

Jean Françoise Dupin, agente de uno de los servicios de inteligencia francés, y ex compañero del instituto de Colin Byrne, al que no veía desde hacía treinta años, le informa que son los servicios secretos del Vaticano quienes están detrás de él intentando destruirle y de que su vida corre un grave peligro. El economista, por su parte, le explica el verdadero contenido del libro que ha provocado esta situación y el por qué le persiguen con tanto ensañamiento.

15

Dormir en una cama extraña, en la segunda planta de un edificio en la esquina de las calles Faubourg Saint - Martin con Louis Blanc, no le permitió a Colin Byrne descansar adecuadamente. A la incomodidad de un colchón que no era el suyo, se unió que el tráfico fue intenso hasta muy tarde y desde antes de las seis de la mañana, y también a que él, por descuido, no oscureció la habitación.

El hotel Paris Louis Blanc en el que se hospedó era acogedor, la habitación agradable, aunque su decoración no fuese de su agrado, pues la combinación de muebles y colores le resultó excesivamente llamativa.

Una vez aseado, se dirigió al buffete para tomar el desayuno, encontrando, pese a lo temprano de la hora, a algún ejecutivo de paso por París, y a varios turistas españoles que daban buena cuenta de las viandas dispuestas en una isla ubicada en el centro del salón.

Saludó a los vecinos de mesa con un «buenos días» en un más que correcto castellano y se sentó de espaldas a la pared, pendiente de la puerta por la que, poco a poco, fueron entrando más comensales. Especialmente atento estuvo cuando vio entrar a dos chicos de poco más de treinta años que hablaban italiano, descartando minutos después, a juzgar por su comportamiento, que representaran ningún peligro. Resultaba evidente que eran una pareja que disfrutaba de unos días de vacaciones en la ciudad del amor.

Decidió pasar la noche en ese hotel, muy próximo a su vivienda, por seguridad.

La tarde anterior, tras abandonar el cementerio Pére Lachaise, se dirigió a su domicilio y, una vez en él, llamó por teléfono a Odette para contarle la conversación con su compañero del liceo.

Mientras le relataba a su mujer la impresión que le había causado encontrarse con un viejo conocido al que no recordaba, estuvo deambulando por la casa para preparar la bolsa de viaje que a la mañana siguiente le llevaría a Rambouillet, tal y como ya había hecho un par de veces desde que su mujer y su hija se refugiasen en casa de su amiga Isabelle.

Apenas había iniciado la comunicación, se percató de que su teléfono tenía eco en el salón y en el dormitorio, efecto que desaparecía en otras habitaciones.

Extrañado, se movió de un lado a otro.

Odette advirtió los repetidos silencios, las respuestas con monosílabos y un cierto cambio en su tono de voz.

—¿Qué ocurre Colin? —preguntó.

—Espera, espera. Estoy comprobando algo —dijo antes de actuar como si estuviese probando un micrófono en un escenario.

Aproximándose y alejándose de una microcadena de música, repitió los habituales «uno, dos, tres... uno, dos... uno, dos... probando», advirtiendo que el eco era mayor cuanto más cerca estaba de ella, disminuyendo a medida que se retiraba.

—Cariño. Voy a colgar. Te llamo en diez minutos. No te preocupes, no es nada.

—¿Cómo? ¿Qué vas a colgar? —preguntó Odette que había entendido las palabras de su marido, pero que no daba crédito a lo que había oído los últimos treinta segundos.

Colin, tras guardarse el móvil en el bolsillo del pantalón, se aproximó al equipo de música, descubriendo asombrado que uno de los altavoces presentaba un minúsculo orificio de apenas cuatro o cinco milímetros, que no debería estar allí, por el que asomaba algo parecido a una bombillita de color negro, como esos leds indicadores de carga de una batería de móvil o de corriente en un aparato eléctrico.

Un par de minutos después, tras destapar la caja del altavoz, contempló asombrado que el botoncito negro parecía una lente integrada en un artilugio del tamaño de una caja de cerillas, conectado a un cable extendido a lo largo de todo el marco interior del altavoz, sujeto a él por trocitos de cinta americana.

Manipuló aquella cajita metálica hasta darse cuenta de que tenía una tapa pequeña, tras la cual descubrió tres pilas de botón dispuestas en serie.

Su hogar no era seguro, aquellos sujetos, los que se hicieron pasar por funcionarios del Ayuntamiento, habían instalado equipos de observación y escucha en el salón, probablemente en el dormitorio, y quién sabe si en algún otro lugar.

Esa gente parecía entrar en su casa cada vez que él no estaba. La decisión de sacar a Odette y a Dafnèe de París era la mejor que había tomado en las últimas semanas.

Puede que Jean Françoise tuviera razón y sus vidas corriesen realmente peligro.

Puede que no fuese solo un susto lo que buscaban. De hecho, ya se lo habían dado. Ya habían conseguido, además, que fuese un apestado para los medios de comunicación, que su editor le negase la publicación del segundo libro... y, por lo visto, no era suficiente.

Cuando se disponía a salir de casa, al ir a coger las llaves que solía dejar en una de las repisas de la entrada, observó que el router de la compañía telefónica tenía encendidas sus lucecitas, incluida la del wifi.

¿Cómo era posible, si no había ningún equipo conectado?

Volvió sobre sus pasos para comprobar si el ordenador de sobremesa que tenían en el salón seguía apagado, y no solo lo estaba, sino que su enchufe permanecía desconectado de la corriente.

¿Entonces...? ¿Alguien estaba conectado ilegalmente a su wifi? ¿Para qué? ¿Quién podía tener interés en usar su red inalámbrica para navegar por internet?

Decidió poner fin a ese robo de señal y apagó el aparato antes de salir y cerrar la puerta.

Una vez en la calle, caminando como otras tantas veces hacia la estación del Este, llamó a su mujer.

—Odette, no quiero asustarte más de lo que ya lo estás, pero creo que debemos irnos una temporada de Francia...

—De París querrás decir —le corrigió su mujer.

—No, de Francia. Han vuelto a entrar en casa y han instalado dispositivos de grabación de imágenes y voz. Además, mi excompañero de liceo, que actualmente es algo más que policía, me lo ha recomendado, y creo que tiene razón.

—¿Y dónde vamos? ¿A España? ¿A Cadaqués?

—No, Odette. No hablo de unas vacaciones tardías en la Costa Brava. Hablo de irnos una larga temporada fuera de Europa.

Su mujer permaneció en silencio.

—¿Me oyes Odette?

—Sí. Es que no sé muy bien cómo tomarme lo que me estás diciendo Colin. ¿Tan grave es la situación como para que tengamos que irnos fuera de Francia?

—Sí, lamentablemente creo que sí.

—Y, ¿a dónde vamos? ¿Qué hacemos con nuestra casa? ¿Con nuestra vida, Colin? ¿Y Dafnèe? ¿Vamos a negarle el futuro que tendría en su país? ¿Qué me estás diciendo Colin? ¿Nosotras también corremos peligro? ¿Tú crees? ¿De verdad?

—¿Crees que te lo diría si no lo creyese de verdad? Sí. Pienso que es lo más correcto; peor aún, creo que es nuestra única salida en este momento. Quizás dentro de unos meses... Pero ahora mismo es la única solución.

—No sé qué decirte Colin. Jamás se me había pasado por la cabeza algo así. No tengo una respuesta para esto. No sé a dónde ir. Si no es Europa como dices... ¿dónde vamos Colin? ¿A Estados Unidos? No es fácil instalarse ahora en América. Desde que llegó Trump ya sabes cómo están las cosas. ¿A Canadá? Allí se habla nuestro idioma... el resto de países que se me ocurre que hablen francés están todos o casi todos en África. ¿Vamos a llevar a Dafnèe a Camerún, o Guinea, o Níger? ¡No voy a ir a ningún país de esos!

—No sé, Odette. No lo sé aún. Yo tampoco quiero ir a África. Hay un lugar donde podríamos establecernos, donde no estaríamos completamente solos, especialmente tú, pero es algo que tenemos que pensar, porque marcharnos... ¡hay que hacerlo ya!

—¿Un lugar? ¿Qué lugar? ¿Y cuándo es ya? ¿En una semana? ¿En quince días? ¿Un mes?

—En el tiempo que tardemos en decidirlo, sacar más dinero del banco y comprar los billetes.

—¿Y el lugar? ¿De dónde hablas?... ¡Espera! ¡Ya sé lo que se te ha ocurrido! No Colin, no. No quiero ese futuro para Dafnèe. Aquello está en el fin del mundo. Y no sé si tendríamos algún apoyo. Ni siquiera sé si vive alguno de mis tíos. No tengo relación ninguna con mis primos. No sé dónde viven...

—Aquellas ciudades no son grandes, debe conocerse todo el mundo, seguro que los encontramos. La gente es amable allí, nos ayudarán, estoy seguro.

—¿Y de qué vamos a vivir Colin?

—Tenemos ahorros, no te preocupes por eso. Hay para algún tiempo. Piensa que en Sudamérica la vida es más barata.

—¡Es una locura, Colin! Una auténtica locura, un sinsentido...

—No, no lo es. Es necesario Odette.

—¡Sabes alguna cosa que no me has contado, que no me quieres decir! si no, no entiendo lo que me estás proponiendo...

—Hay algo más, pero prefiero decírtelo mañana cuando nos veamos.

—Me estás asustando Colin. La niña no está, ha ido con Fanny a casa de unas amigas. ¿Debo salir corriendo a por ella y no dejarle que se separe de mí? ¿Eso es lo que debo hacer?

—No creo que sea necesario ahora mismo.

—Pues si no crees que deba hacerlo, si piensas que no es necesario, ya me contarás cómo interpreto todo lo anterior. ¿Por qué hay que irse con tanta urgencia?

—Odette, te lo explico todo mañana cuando nos veamos. No te alteres.

—¿Qué no me altere? ¿Qué no me altere? ¿Me estás diciendo que nuestra vida corre peligro, que nos tenemos que ir urgentemente de Francia y me pides que no me altere? ¡Estoy alterada! ¡Por supuesto que estoy alterada! ¡Y asustada! ¡Estoy muy asustada Colin! Por la niña, por ti, y por mí. Llevo una semana que no me atrevo a salir a la calle y que cuando lo hago voy mirando a todo el mundo como si cualquiera... Y no puedo más, confiaba en que todo se calmase en muy pocos días y vas y me dices, ahora, que la situación es peor, que es tan grave que nos tenemos que ir de nuestra casa, de nuestra ciudad y de nuestro país, y me pides que no me altere. No me altero, no. ¡Me voy a volver loca, que es muy distinto!

—No voy a dormir esta noche en casa Odette —dijo de improviso Colin.

—¿No? ¿Por qué? ¿Dónde lo vas a hacer?

Consultó el teléfono móvil. Odette le había mandado un mensaje con lo que estimaba necesario que le llevase a Rambouillet.

Acabó el desayuno, le comunicó a la recepcionista que mantendría la habitación un par de días más, y se fue a su casa.

En su mente llevaba tarea para las próximas horas. Volvería a sacar del cajero otros mil euros, como venía haciendo cada día agotando el tope de extracción que tenía asignado; prepararía una nueva bolsa de viaje con más ropa para su mujer y su hija, y buscaría entre los papeles personales de Odette las viejas cartas que habían formado parte de la correspondencia que su suegros mantuvieron, mientras vivieron, con sus respectivas familias chilenas.

Estaba convencido de que podrían salir adelante en ese país sudamericano. Odette, aunque con un fortísimo acento francés, se desenvolvía bien en español, no en vano era el idioma de sus padres, el que aprendió a la par que el de su tierra de acogida. Cada verano, desde hacía años, era ella la que hablaba y negociaba con los propietarios el alquiler de la casita de Cadaqués en la que pasaban no menos de quince días. Y la que se desenvolvía perfectamente en el mercado de la ciudad, incluso chapurreando el catalán, con los vendedores.

Él lo entendía casi todo, pero hablarlo le costaba más trabajo. Su idioma de la infancia fue el inglés, o mejor dicho, el angloirlandés, ya que en su casa, sus padres hablaban con una gramática y vocabulario con cierta mezcla de gaélico; y con una pronunciación más ruda que los ingleses de la City, subrayando mucho más las erres, o suavizando tanto las T que casi las dejaban en una S dura.

A menudo hablaban de cómo habían terminado juntos en París dos hijos de  padres emigrantes,  huidos de sus respectivos países de origen por culpa de la violencia y la represión política, llegando a la conclusión de que el destino era una caja de sorpresas.

Colin tardo muy poco en preparar la ropa y guardarla en la maletita  que iba y venía de París a Rambouillet; algo más le costó encontrar la cajita con las cartas, algunas de las cuales incluían fotos. Con ambos bultos se dirigió al garaje y los guardó en el maletero del coche que usaría ese día, el Mini de su mujer, que ya llevaba una semana sin moverse.

Después, decidido a averiguar algunos datos de su futuro destino, se encaminó hacia la rue Jouy, donde sabía que había un establecimiento adecuado para su propósito, el Webcafé - Printer Paris. Se trataba de un local típico con mesas y ordenadores, situado frente al Lycee  Sophie Germain, un añejo centro educativo creado por la ciudad de París nada menos que en 1889.

Tardó menos de lo esperado en dar con varios Ferriére en Punta Arenas. Tras localizar en internet una guía de teléfonos, descubrió que era muy sencillo comprobar si la persona buscada estaba en ella. Otra cosa distinta era averiguar su dirección, algo imposible salvo que se tratase de una empresa. No sería difícil dar con los parientes de Odette en muy poco tiempo pese a que la ciudad contaba con más de ciento treinta mil habitantes.

Odette escuchó aterrada la narración que su marido le hizo de la conversación mantenida con su viejo compañero de instituto. Ambos habían dejado a la niña en casa de Isabelle y paseaban juntos, por primera vez en varios días, por el precioso parque de Rambouillet, conocido como El Jardín del Inglés.

Después de repasar cuál era su situación desde que decidieran extremar las medidas de seguridad, concluyeron que no había mejorado, y que inevitablemente no podían continuar así.

Ni Colin ni Odette se sentían seguidos en sus movimientos de los últimos días pero, seguramente, fuera porque ya no era necesario. Colin había descubierto una cámara espía en su casa... probablemente, también tendrían pinchados los teléfonos.

Poner tierra de por medio con París era la opción más segura. Y hacer lo propio con Francia, quizás fuera necesario.

—Vamos a tomárnoslo como unas vacaciones, un tiempo de descanso, tres meses que es lo que nos permitirán estar como turistas —dijo Colin para convencer a su mujer que seguía teniendo serias dudas de que viajar a Chile fuera la solución.

—¿Sabes lo que supondrá para nuestros ahorros viajar al otro extremo del mundo y permanecer allí tres meses?

—Sí lo sé.

—¿Y crees que podemos permitírnoslo?

—Sí, por supuesto. He hecho algunos cálculos. No hay problema con el dinero.

—¿Sabes que la niña va a perder el curso?

—Sí, pero creo que no queda más remedio.

—¿Y cómo sabremos si...

—¿Y cómo sabremos que aquí se han calmado las cosas y que podemos volver? Bueno, creo que en ese tiempo habrán desistido de buscarnos y te garantizo que para entonces la prensa se habrá olvidado de mí. De hecho cada día salgo menos. Ya no soy noticia, no les intereso.

—Sigo pensando que es una locura. Y no estoy segura de que sea justificada.

—Estoy de acuerdo contigo en que es una pequeña locura, pero discrepo en cuanto a su justificación. Yo sí creo que es necesario.

—¿Y qué hacemos con la casa? ¿Cerrarla sin más?

—Claro, para tres meses no creo que haya que hacer nada especial.

16

Odette apretó con fuerza la mano de su marido mientras un terrible pellizco le oprimió el estómago. Un instante después tuvo que taparle con disimulo la boca a Dafnèe que estaba a punto de protestar, tal vez preguntar por qué la radio estaba diciendo eso de su papá.

Colin, rojo de ira, se revolvió nervioso en el asiento y miró de reojo al taxista que al ver que le observaba carraspeó antes de dar su opinión.

—Menudo sinvergüenza ese tal Colin Byrne. Parecía un hombre culto, un líder. Yo creí que todo lo del libro era un montaje para lanzarlo a la política. A mi mujer le dije una de las primeras veces que lo oí en la radio: «Amelie hoy he oído a un tipo que cualquier día lo vemos en los carteles anunciándose como candidato a la presidencia» Hablaba bien, y decía cosas interesantes... y resulta que, primero, era un estafador y ahora es un pederasta de mierda.

Colin se limitó a asentir con la cabeza mientras se volvía para mirar por la ventanilla en un intento de ocultar su rostro de aquel hombre, un gesto inútil tras más de veinte minutos sentado detrás de él. En su cerebro bullían insultos en cascada contra aquellos hijos de puta que no contentos con destrozarle su carrera como economista, de acabar con su estilo de vida, de obligarle a abandonar Francia con su familia, ahora pretendían acabar con su reputación como persona acusándole de uno de los delitos más infames que se pueden imputar a un hombre: la pederastia.

Odette, angustiada frente a aquella abyecta mentira, intentaba pensar con rapidez para resolver un grave problema, cómo impedir que Dafnèe oyera el relato de lo que el locutor acababa de avanzar en titulares. La publicidad que salía por los altavoces del taxi que les trasladaban al aeropuerto Charles de Gaulle, acabaría en pocos segundos y el periodista volvería sobre la noticia para desarrollarla.

Le guiñó un ojo a su hija y le indicó que guardara silencio, situándose el dedo índice de su mano derecha perpendicular a sus labios, mientras con la izquierda le daba toquecitos en su hombro. Dafnèe hizo un gesto afirmativo con la cabeza, dando a entender que la había comprendido.

Entonces Odette dedicó su atención a Colin que, sentado a su derecha, había apoyado la cabeza contra el cristal de la ventanilla. Le volvió a agarrar la mano y se la apretó con toda la fuerza de la que fue capaz, hasta casi hacerse daño con los huesos de él.

La sintonía del avance informativo volvió a tensionar el ambiente en el taxi, como si fuera un globo inflado sometido a la presión de las manos de un niño, que juega a ver cuánto resiste antes de reventar.

El locutor regresó para empeorar aún más la situación. Las acusaciones de pederastia no provenían de ninguna fuente de dudosa credibilidad, era una nota oficial de la Policía Nacional anunciando que Colin Byrne estaba, desde esa tarde, en busca y captura. Un operativo organizado para detenerle en su domicilio no había conseguido dar con él. No obstante,  habían sido detenidas otras diez personas en diferentes puntos de Francia que formaban una red de intercambio de este tipo de archivos.

La Policía aseguraba en la nota que el operativo, previsto para dos semanas antes, se había retrasado porque en ese tiempo se detectó una nueva dirección IP desde la que se estaba enviando material de extrema gravedad, al incluir bebés de pocos meses de edad.

«Descubierto el punto desde el que se transmitía y averiguado que correspondía al domicilio del  famoso economista, se decidió montar un seguimiento con el fin de aclarar algunos asuntos de la investigación, observándose que el sujeto objeto de la misma se comportaba de manera extraña, como si temiese ser detenido en cualquier momento —dijo el periodista.

«Tras dos días sin que Colin Byrne apareciese por su domicilio, en la tarde de hoy, previa autorización del juez que entiende del caso, agentes del RAID (Recherche, Assistance, Intervention, Dissuasion) asaltaron su vivienda localizando el ordenador portátil utilizado para el envío del material pedófilo en el cual, al parecer, había cientos de fotos almacenadas —leyó el locutor.

—¡Vieux cochon! (Viejo cerdo) —dijo el taxista— ojalá lo cojan pronto.

A Colin le iba a estallar la cabeza. Su portátil, el que le robaron del despacho que tenía en el estudio de Odette, lo habían infestado con imágenes de menores siendo agredidos sexualmente y lo habían dejado en su casa para que lo encontrara la policía.

En ese momento entendió por qué el último día que estuvo en su domicilio fue consciente de que alguien le robaba el wifi. Los muy cabrones estarían conectados desde las proximidades para enviar a los pedófilos detenidos fotos comprometidas como si fuera él. Estaba acabado. Esta vez sí habían conseguido hundirle para siempre.

Miró el reloj. Por un lado, deseaba llegar al aeropuerto para bajarse del taxi, pero por otro temía ese momento porque el recinto estaría, como siempre, lleno de policías paseando arriba y abajo. Cualquiera podría reconocerle.

Entonces cayó en la cuenta. ¿Cómo iba a abandonar París?

Se dirigían a un país extracomunitario, ¡tenía que pasar el control de pasaportes y no podía hacerlo! Estando en busca y captura, su nombre, su número de identidad, ¡Su foto! estaría en poder de todos los policías de fronteras.

Odette pareció leer sus pensamientos porque justo en ese momento se le escapó un leve sonido, semejante al que hubiera proferido viendo una película de suspense, tras un susto.

El taxista la miró por el espejo retrovisor.

—No es nada —se apresuró a decir con voz temblorosa— me he pellizcado la lengua sin querer —improvisó.

El hombre le sonrió condescendiente.

El taxi, que ya llevaba un par de minutos circulando por el entramado de vías que conectan las enormes instalaciones del aeropuerto Charles de Gaulle, se detuvo frente a la puerta de la Terminal 2 E, destinada a los pasajeros con vuelos intercontinentales.

—¿Van a América? ¿A Estados Unidos? —les preguntó el taxista seguro de que el destino de estos clientes sería ese.

—Sí. Sí señor. Nos vamos a América, de vacaciones        —acertó a responder Colin sumamente nervioso.

—Pues que las disfruten. Buen viaje —añadió mientras bajaba un par de voluminosas maletas y el equipaje de mano.

Colin le dio sesenta euros y le dijo que se quedara con el cambio. Generosa propina, pues el trayecto costaba unos cincuenta, y aquel miércoles, 30 de octubre, a las 21 horas, fue relativamente fácil salir de la capital francesa, por lo que puede que el importe fuese, incluso, menor.

En cuanto entraron en el vestíbulo se sentaron en el primer lugar que encontraron.

—¡No nos podemos ir!  ¡No nos podemos ir! ¡Se nos ha desmoronado todo! —dijo casi llorando Odette— Dios mío, ¿qué vamos a hacer, Colin?

—No sé, no sé... déjame pensar un momento.

—¿Por qué no nos podemos ir, mamá? ¿Qué es lo que pasa? ¿Es por lo que ha dicho la radio de papá?

—Déjanos un minuto hablar a tu madre y a mí Dafnèe, por favor. ¿Vale? Luego te lo explicamos todo, ¿ok?

Dafnèe hizo un gesto con la cabeza a caballo entre «bueno, vale, de acuerdo» y un «¡Uf!, ¿qué me calle otra vez?, ¿por qué?»

—¡Quien no se puede ir soy yo, solo yo! Tú si puedes, la niña también. Me buscan a mí Odette.

—¡Cómo? ¿Qué insinúas? ¿Qué me vaya sin ti? No, eso no. No puedo hacerlo Colin. No puedo dejarte aquí. Y menos después de lo que acabo de oír.

—¡Sí! ¡Tenéis que iros las dos! ¡Hazlo por Dafnèe! ¡Hazlo por ella! Esto no es seguro. ¿No ves que no paran? ¿No ves que van a por todas? Yo soy el responsable de lo que nos está pasando... ya veré cómo salgo de ésta. ¡Tienes que irte! ¡Tienes que llevarte a la niña!

—¡Por favor Colin, no me hagas esto! ¡No me hagas elegir entre la niña y tú! ¡No es justo! ¡Te quiero! ¡Os quiero a los dos! No puedo elegir...

—La carpeta con los billetes y la documentación, la llevas tú en el bolso, ¿no? Dámela, por favor.

Odette, sollozando, hizo lo que le pedía su marido mientras Dafnèe, semillorando también, le preguntaba a su madre qué era lo que estaba pasando.

—Papá no puede venir hoy con nosotros. Ha surgido un problema que tiene que resolver antes, pero vendrá en unos días, seguro. ¿Verdad cariño? —dijo llorando a lágrima viva.

Dafnèe también empezó a llorar.

—¡Cálmate Odette! Intenta calmarte, vamos a llamar la atención y eso es lo que menos necesitamos en este momento (...) ¡Joder!, ¡Menos mal que hicimos las cosas bien! —dijo tras consultar los billetes, los pasaportes y dos o tres documentos— Por un momento temí que... pero no hay problema, están las dos autorizaciones de viaje de Dafnèe, la tuya y la mía. Me quedo con la tuya, no la vais a necesitar. Con esto      —dijo entregándole para que guardara el libro de familia y varias fotocopias, una autorización notarial de él para que la niña lo hiciera sola con su madre y el pasaporte de la menor—  podéis sacar las tarjetas de embarque y podéis pasar la aduana sin problemas. ¡Tenéis que iros!

—Pero las maletas... tu ropa está mezclada con la nuestra...

—No te preocupes, es la de primavera... y aquí estamos ya en otoño... no la necesito. Toma —dijo sacando una carterita de piel de la mochila que llevaba como equipaje de mano. Voy a coger para el taxi de vuelta, el resto llévatelo tú. Son unos nueve mil euros. ¿Llevas las tarjetas de crédito, verdad? ¡Úsalas siempre que puedas, en hoteles y eso! Deja el efectivo para cuando sea imprescindible.

—Y tú, ¿qué vas a hacer? —dijo Odette que había vuelto a echarse a llorar.

—No lo sé, ahora mismo no lo sé. Por el dinero no te preocupes. Ya sabes que sigue habiendo suficiente en el banco.

—¿Y cómo estaremos en contacto? ¡No podremos saber nada uno del otro! ¡Esto es una locura!

—Me quedo con el teléfono de prepago que compramos, y con el mío de siempre. Cuando tengas oportunidad, desde Punta Arenas... no lo hagas en Santiago, date el tiempo que necesites, me llamas y me dices un número, una dirección en la que localizarte. ¿Sabes que creo?, que todo esto es parte del montaje que tienen contra mí. No creo que hayan dado orden internacional de búsqueda. Intentaré salir de Francia como sea en las próximas horas, quizás vaya a España. A lo mejor desde allí...

—Colin, por favor, no me obligues a dejarte, ¡por favor!

—¡Tienes que irte, tenéis que iros ya! No podemos estar más tiempo aquí, sentados. ¡Me voy! ¿Sabes todo lo que tienes que hacer para embarcar, verdad? ¿Sabes dónde está facturación y todo eso, no? Pues dadme un beso que me voy.

lavozdelsur.es presenta la novela por entregas ‘La conspiración de los cocodrilos’ de Germán Fonteseca

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Germán Fonteseca

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