La conspiración de los cocodrilos (6)

lavozdelsur.es presenta la novela por entregas 'La conspiración de los cocodrilos' de Germán Fonteseca

ILUSTRACIÓN: DORA TORRALVO
ILUSTRACIÓN: DORA TORRALVO

Sinopsis

Un economista francés, que ha trabajado para la gran banca de inversión, publica un libro en el que cuenta cómo los que él denomina “los amos del mundo” han planificado las últimas crisis económicas globales con la intención de recortar derechos sociales y laborales. El objetivo último de este poder en la sombra no es otro que socavar la capacidad de decisión de los gobiernos democráticos, hasta convertirlos en meros títeres al servicio de las grandes corporaciones. El éxito mediático del libro y el anuncio de una segunda parte, en la que desvelará qué pasos darán estas familias, en los próximos años, provoca que adopten la decisión de acabar con él solicitando la intervención de los servicios secretos de la institución más poderosa de la tierra.

En la entrega anterior…

Un compañero de instituto de Colin Byrne, al que éste no ve desde hace treinta años, miembro de uno de los servicios de inteligencia franceses, sigue con preocupación los furibundos ataques que la prensa está lanzando contra el economista, y decide jugarse su carrera para avisarle del peligro que corre su vida.

Por otro lado, el padre Bernardino, secretario del prefecto que dirige La Entidad, idea un maquiavélico plan para acabar con rotundidad con la honorabilidad de Byrne.

14

Jean Françoise Dupin abandonó pronto su despacho en la penúltima planta del edificio de la Dirección Central de Inteligencia Interior. Esa mañana iba a poner en riesgo, por primera vez desde que entró al servicio del DCRI, su reputación de hombre intachable, y quién sabe si hasta su puesto de trabajo.

Tras el briefing habitual con el comisario jefe de servicio esa jornada, despachó unos minutos con su subordinado de confianza, y le dijo que estaría ausente la mayor parte del día, avisándole de que, probablemente, no tendría el teléfono corporativo operativo en varias horas.

El teniente adjunto a la dirección de la Sección de Reconocimiento Facial se limitó a darse por enterado. Quienes trabajaban entre aquellas paredes estaban acostumbrados a no hacer preguntas.

—¿Le veré a la tarde? —fue lo único que dijo.

—Probablemente. En todo caso, si no viniese, podrás localizarme en mi casa —respondió Dupin.

En cuanto el teniente salió del despacho, Jean Françoise, se sentó ante su ordenador portátil, abrió el word y escribió unas frases en un documento.

Cambió la impresora seleccionada y envió lo escrito a otra ubicada en el pasillo, usada generalmente para imprimir oficios que no llevarían nunca el sello de confidencial.

Inmediatamente, se levantó, fue a por el folio impreso, volvió a su mesa, lo dobló y se lo guardó en un bolsillo. Tras eliminar el archivo del ordenador, abrió un cajón de su escritorio, dejó el teléfono móvil corporativo y cogió su pistola reglamentaria, una Beretta 92, que solía llevar en una funda diseñada para ir por dentro del pantalón. Miró los últimos mensajes de su teléfono móvil personal y lo apagó, retirándole la batería.

Después, de un armario metálico de dos puertas, sacó una pequeña mochila que guardó en una bolsa de plástico de Carrefour y salió del despacho.

Al pasar por una oficina contigua, cogió de un armarito colgado en la pared uno de los muchos llaveros que contenía dentro de él.

—Me llevo un coche. El 243 —dijo mirando a una funcionaria que estaba en una mesa próxima— Me haces el favor de anotarlo. Yo haré después el papeleo. Muchas gracias Charlotte. 

En el aparcamiento subterráneo se dirigió a su coche particular, sacó del maletero una sudadera deportiva de color azul marino, unas gafas de sol, unos auriculares para escuchar música, de considerable tamaño, y una gorra negra. Con el capó abierto, guardó todo ello en la mochilita sin sacarla de la bolsa de Carrefour.

Más tarde se dirigió hacia el lugar en el que estaba estacionado el vehículo oficial, un Citroën C-Elysée de color blanco, sin ningún distintivo, y se marchó en él.

Media hora después, vestido con la sudadera, con las gafas de sol puestas y con la mochila en una silla contigua, a su lado, pidió un zumo de naranja en la terraza del Café de la Banque, colindante al domicilio de Colin Byrne. En cuanto el camarero se lo llevó, le pagó y se recostó ligeramente dispuesto a esperar los, aproximadamente, quince minutos que tardaría Colin en salir.

Los dos últimos días su compañero del liceo había seguido una rutina muy parecida.

Sobre las diez y media de la mañana salía de casa, se dirigía al cajero de la Caisse D'épargne (Caja de Ahorros), ubicado en la esquina de su calle con la rue Lafayette; sacaba dinero; caminaba hacia la librería que estaba un poco más adelante; compraba un periódico, a veces dos; se sentaba en el Bistrot du Canal; tomaba un tentempié hojeando los periódicos y continuaba andando hasta la estación de L´Est.

Allí, paseando por su amplísimo vestíbulo, hablaba por teléfono durante una media hora aproximadamente, y regresaba de nuevo a su casa.

Tanto al ir, como al volver, hacía frecuentes movimientos extraños. A veces se paraba en seco y se volvía a mirar hacia atrás, otras cruzaba a la carrera entre los coches y desandaba el camino... era evidente que se sabía observado y realizaba maniobras para intentar averiguar si le seguían en ese momento.

Este recorrido había sido trazado gracias a las cámaras de seguridad de un par de entidades bancarias y a las de la propia estación de ferrocarril.

Por eso, Jean Françoise no salió inmediatamente detrás de él cuando pasó ante sus narices. Esperó a que se alejara un poco y comenzó a seguirle dejando la suficiente distancia para que, mezclado entre la gente, no pudiera verle.

Cuando se detuvo ante uno de los cajeros automáticos ubicados en la fachada de la Caja de Ahorros, Jean Françoise siguió andando ajustándose la gorra aún más, para que entre la visera y su mano, su cara quedara prácticamente cubierta, impidiendo que fuese reconocible en la grabación de las cámaras. Estaba seguro de que se dirigiría después a la cafetería donde lo había hecho los dos días anteriores y había decidido esperarlo y abordarlo allí. 

Dos minutos después de que entrara en el establecimiento y pidiera un botellín de agua con gas, Colin Byrne se sentó en la terraza.

Jean Françoise esperó a que le sirvieran lo que había pedido —un café con leche y una baguette con jamón cocido y mantequilla— para acercarse a él y entregarle el papel que había impreso en su oficina.

Sabía por experiencia que alguien a quien le acaban de servir el desayuno, o el almuerzo, no se levanta de la mesa y se va detrás de nadie, a no ser que quiera ser protagonista de un desagradable espectáculo con camarero incluido.

Cuando Colin dio el primer sorbo de café, se acercó a la mesa.

—Se le ha caído esto —dijo mostrándole el folio doblado por la mitad que tenía en la mano.

—Perdón...

—Se le ha caído este papel —insistió Jean Françoise.

Colin lo miró sin intención de cogerlo.

—No es mío. No se me ha caído a mí —repitió mirándole a la cara.

—Cógelo irlandés. Haz el favor.  Cógelo Colin, lo que hay escrito en él te interesa.

La sorpresa al oír su apodo en el instituto y su nombre de labios de un completo desconocido le hizo alargar la mano y cogerlo.

—¿Cómo sabe que yo...? ¿Quién es usted?

Jean Françoise, sin responder, se marchó con rapidez doblando la esquina de la rue Alexandre Parodi, con intención de quedar cuanto antes fuera de su vista.

Colin fue a decir algo más, pero la precipitación con la que Jean Françoise se fue, y la intriga por saber qué tenía escrito aquel papel, se lo impidió.

 “Amigo Colin tengo información que te interesa. Sé quién te ha seguido y qué pretende, y estoy dispuesto a contártelo. Por los viejos tiempos. Por aquellas tardes resolviendo juegos matemáticos sentados en las viejas barandillas de piedra del río Marne. ¿Te acuerdas? Te espero en dos horas en el cementerio Pére Lachaise, junto a la tumba de un compatriota de tu familia”.

Se quedó paralizado un instante. Necesitó leer el documento tres veces antes de dejarlo encima de la mesa y tomar un nuevo sorbo de café.

¿Quién era aquella persona? Intentó repetir la escena en su cabeza esforzándose por recordar la cara y llegó a la conclusión de que, aunque la hubiese fijado en su mente como una fotografía, cosa que no había sucedido, le sería imposible averiguar de quién se trataba. La gorra y las gafas era prácticamente lo único que recordaba con cierta claridad. El resto, un rostro impersonal.

Volvió a leer el papel. «Amigo Colin». Lo llamaba «amigo». ¿Acaso lo conocía? 

«Por los viejos tiempos. Por aquellas tardes resolviendo juegos matemáticos sentados en las viejas barandillas de piedra del río Marne»...

¡Joder, sí! ¡Aquello era cierto!»

De repente acudieron a su mente unas imágenes borrosas, imprecisas, de hacía... ¿cuántos años? ¿Treinta y... dos,  treinta y... tres?

¿Quién era? ¿Quién era aquel chaval... delgado, tímido? ¡Joder! ¿Cómo se llamaba? ¿Sería él? ¿Qué tenía que ver un compañero del liceo con lo que le estaba pasando?

 «Te espero en dos horas en el cementerio Pére Lachaise, junto a la tumba de un compatriota de tu familia».

¿Un compatriota de mi familia? ¿Un irlandés? Un irlandés famoso,  ¡claro!...

Miró la baguette y el café. No tenía hambre. El reencuentro con su pasado se la había quitado por completo.

Dio un trago a la taza y notó que el café se había enfriado. Se lo bebió de todos modos. Entró en el bar y pidió que le envolviesen la baguette para llevársela.

Después, calculando mentalmente cuánto tiempo necesitaría para llegar al cementerio Pére Lachaise, mientras caminaba mecánicamente hacia la estación de L´Est, llamó a Odette para, como cada día, hablar con ella, con Dafnèe y, como novedad, contarle lo que le acababa de pasar.

En la placita Madeleine Braun, enfrente de la estación, en uno de sus bancos, un viejo, calvo y sin apenas dientes, rodeado de bolsas en las que llevaba todas sus pertenencias, compartía un trozo de pan con un perrito de raza indefinida. Colin se le acercó y, sin dejar de hablar por el móvil, le dio la baguette que llevaba envuelta en plástico trasparente.

El viejo, como muestra de agradecimiento, le ofreció un mugriento paquete de cigarrillos para que cogiera uno, pero Colin, que seguía hablando con su mujer del extraño encuentro que acababa de tener, no lo vio.

—¡Llámame esta tarde! No esperes a mañana... y me cuentas qué te ha dicho esa persona —fue lo último que hablaron antes de despedirse.

Colin se introdujo unos instantes después en la boca de metro Gare de L´Est, situada justo enfrente de la estación, en la esquina del Boulevard de Strasbourg. 

La línea 5, y un transbordo en République a la 3, le llevaron directamente al camposanto en menos de media hora.

Conocía bien el cementerio que lleva el nombre de François d'Aix de La Chaise,  jesuita confesor del rey Luis XIV, que fue propietario de los terrenos sobre los cuales se encuentra, en aquella época muy lejos de París.

En su etapa escolar tuvo que visitarlo en más de una ocasión para cumplimentar trabajos variopintos, pues entre sus muros se encuentran las sepulturas de escritores, músicos, pintores e incluso cineastas que han dado prestigio a la nación francesa.

Molière, Marcel Prust, Honoré de Balzac... comparten el cálido abrazo de la tierra con Frédéric Chopin, Édith Piaf, María Callas o Jim Morrison. Y, por supuesto, con el escritor, poeta y dramaturgo irlandés «compatriota de su familia», autor de obras como El fantasma de Canterville o El retrato de Dorian Grey. 

Oscar Wilde, era el personaje al que su compañero de instituto había hecho referencia en la nota, eso lo tuvo claro desde que la leyó por segunda vez.

Colin llegó en el metro a la plaza Gambetta con tiempo sobrado para la cita que aquel sujeto le había propuesto y que era a una hora un tanto extraña, pues la una del mediodía es cuando la mayoría de los parisinos hacen un alto en sus tareas para comer.

Puesto que no había tomado nada desde que se levantó, aprovechó el tiempo sobrante para tomar una pizza en el restaurante La Sirena, a medio camino entre la boca de metro de Gambetta y el cementerio, a escasos cien metros de éste.

La tumba del escritor irlandés es una de las más visitadas del camposanto. Sus admiradores han sido siempre hombres y mujeres, pero fue la pasión de ellas a la hora de dejar constancia de esa fascinación, estampando un beso en la piedra —con los labios recién pintados—, lo que obligó a sus descendientes a limpiarla en 2011 y a colocar una barrera protectora.

 Aún hoy siguen besando el cristal que la rodea, pero es mucho más fácil retirar el carmín rojo, y alguna que otra frase de amor escrita con rotulador, de esa superficie que de la piedra.

Colin se sorprendió al verla con su nuevo aspecto. Hacía muchos años, quizás diez o más, que no la veía y no le pareció mala la idea de protegerla de esa manera.

Andando arriba y abajo por el paseo interior del cementerio, conocido como Avenida Circular, permaneció un buen rato sin que nadie le importunase. Era lógico que en octubre, un día entre semana, y a esa hora, hubiera pocos visitantes en el enorme recinto.

Poco antes de la hora prevista vio acercarse por la misma avenida a una persona con gafas de sol, vestida con ropa deportiva. La cabeza la llevaba cubierta por la capucha de una sudadera y, por encima de ésta, unos grandes auriculares de música ayudaban a cerrar la abertura de la cara al ceñirse sobre sus orejas.

Durante un instante le pareció un joven que tal vez hubiese preferido atravesar el camposanto antes que rodearlo camino de su casa o su trabajo. Eran muchas las personas que utilizaban el cementerio, no solo para acortar camino, sino para pasear o leer sentados bajo sus árboles.

Pero, casi inmediatamente, reconoció la forma de andar de aquel hombre y esperó que se aproximara con cierta tensión.

—Hola Colin. ¡Cuántos años! Te conservas muy bien. Soy Jean Françoise Dupin. ¿Damos un paseo? —le dijo el recién llegado al pasar junto a él sin dejar de caminar.

Tras rebasarle, giró por la avenida Carette, calle perpendicular a la que estaban.

Esa calle era una de las que se dirige hacia la zona más frondosa del cementerio, repleta de árboles tan juntos unos de otros, que sus ramas ocultan el cielo. En ella abundan las callejuelas empedradas con innumerables sepulturas centenarias, algunas totalmente cubiertas de vegetación.

Gran parte del cementerio Pére Lachaise es un bosque salpicado de sepulturas que se alinean como pueden en el espacio que dejan los árboles. 

Palomas y cuervos se disputan los mejores posaderos o picotean el suelo en silencio hasta que el visitante se acerca; entonces, aleteando con fuerza, o graznando chillones vuelan hacia lugares más tranquilos.

A Colin apenas le dio tiempo a pronunciar —Perdona, ¿quién eres? No te recuerdo— antes de verse obligado a ponerse en marcha.

El tal Jean Françoise, en apenas unos segundos, le había dejado claro que no iba a detenerse, al menos no allí, uno de los espacios más despejados del camposanto.

En dos zancadas le alcanzó y ambos hombres caminaron uno al lado del otro.

—No sé quién eres. No sé de qué va este juego. O me lo aclaras pronto o...

—Sabes quién soy, Colin. Me sorprende que no te acuerdes de mí. Me entristece incluso, porque yo siempre te he tenido en alta estima, pero bueno, supongo que son cosas de la vida. Ya te he dicho que soy Jean Françoise Dupin. Coincidimos solo en primero de bachillerato, pero ese año, sobre todo al principio de curso, me ayudaste a integrarme en el grupo. Yo era nuevo en el Viejo Saint - Maur. Los demás me daban de lado y tú te preocupaste por mí.

—¡Coño! ¡El detective! ¡Es cierto! Ya me acuerdo, eras muy bueno en matemáticas... ¡Claro!, ¡tú eras el que competía conmigo! ¡Joder! No te recordaba...

—¿El detective? ¿Qué detective? Ahora soy yo el que no sabe de qué hablas.

Colin Byrne se echó a reír.

—Claro que no sabes nada. Cosas de críos. Eras tan... especial. Raro, tímido, retraído... y te gustaban los acertijos de lógica y de matemáticas. A alguien se le ocurrió que te parecías al detective de los libros de Edgar Allan Poe, a Chevalier Auguste Dupin. Y entre nosotros te pusimos  ese apodo. ¿No llegaste nunca a saber que te llamábamos así? Bueno, es normal. Solo estuviste un curso con nosotros, ¿no?

—Sí. Solo estuve en primer año.

Jean Françoise y Colin habían dejado atrás la avenida Transversal número dos y se internaban por entre los panteones y tumbas de la parcela cuarenta y dos, buscando la zona más apartada, sombría y solitaria, ubicada en el límite sur del cementerio.

Caminaban despacio, entre chopos, fresnos, robles y abedules con troncos cubiertos de musgo y líquenes, y abrazados por enredaderas que buscaban en las alturas algo más de luz solar.  Las tumbas y panteones que iban sorteando se mostraban vencidas a los años, semihundidas algunas en el suelo, desvencijados, sin puertas, los otros.

El cementerio de Pére Lachaise es, en buena parte, un escenario de película que combina sepulturas de mármol pulimentado, con otras de piedras centenarias. Tumbas recientes, perdidas en medio de decenas de viejos enterramientos datados en los primeros años del siglo XIX. Lugares de reposo de familias de adinerados comerciantes fallecidos en los primeros años de 1800, cuyos descendientes también se fueron, y hoy los hijos de sus tataranietos ni saben que existieron, ni dónde reposan sus cuerpos.

La naturaleza, quizás tras cien años, tal vez más, de olvido, ha ido cobrando tumbas, envolviéndolas en un manto verde de rosales e hiedra, que apenas deja ver, en las piedras rotas de sus lápidas, los nombres de quienes moran aún bajo ellas.

En otras, el manto no es verde, ni se moldea pegado a la piedra subiendo desde el subsuelo hasta la cruz, también la columna, incluso la estatua a la que viste de hojas que se adhieren a su mármol envolviéndola en una nube húmeda. En otras, ese manto es duro, mucho más que las losas que cubrieron el féretro. Son gigantescos árboles que nacieron absorbiendo nutrientes inesperados y que, en decenas de años, muchas, demasiadas, han elevado literalmente al cielo el espíritu de su morador después de estrujar entre sus raíces al panteón, convirtiendo en astillas propias los hierros oxidados de la que fue verja que lo rodeó. Hoy las varillas y sus puntas de flecha del cercado, son ramas enhiestas que salen del mismísimo tronco, que creció rodeándolas en un abrazo mortal.

Jean Françoise y Colin se detuvieron junto a un panteón levantado a la memoria de Pierre (ilegible), comerciante fallecido en París el 30 de agosto de 1815, a los 49 años de edad.

Colin miró la lápida... «su viuda y sus seis hijos le consagraron este monumento», leyó para sus adentros y miró a Jean Françoise.

—¿Qué sabes tú de quién me sigue? ¿Quién eres para saberlo? —le preguntó.

—¿Quién soy? Bueno, te diré que soy capitán de la Policía Nacional y que trabajo en un departamento del que no te puedo hablar (...) ¿Qué sé de quienes te siguen? Pues que son muy peligrosos. Son gente que no deja rastro allí por donde pasan. Son asesinos Colin. He buscado en los archivos algo sobre ti que justifique que esa gente te siga los pasos y, sinceramente, no he encontrado nada, de modo que, salvo que tú me digas lo contrario, creo que es tu libro, lo que dices en él, lo que puede estar detrás de todo. Lo he leído. Con lo que dices, y con lo que anuncias que vas a contar, has jodido a gente muy poderosa. Eso explicaría que estén buscando el momento para...

—¿Para qué? 

—Para matarte, Colin. ¿No eres consciente de quiénes son los que tienes encima, verdad?

—¿Para matarme? ¿Cómo lo sabes? ¿Por qué me avisas? Hace más de treinta años que no nos vemos. No somos amigos. Ni siquiera cuando teníamos diecisiete años lo fuimos. Somos perfectos desconocidos y apareces de repente para avisarme de que corro peligro de muerte. No entiendo nada. No sé qué está pasando aquí. No sé siquiera si creerte...

—Tienes razón. Ni yo mismo sé muy bien qué hago aquí, jugándome mi carrera avisándote de que te van a matar. He vivido en estos años muchas situaciones dramáticas y las he asumido sin problemas. Tú y yo no somos amigos, ni quizás lo fuésemos en el pasado, aunque yo no lo recuerdo así, eso es cierto también. Pero te tuve en alta estima entonces, y el recuerdo de esos años ha sido siempre positivo. Por eso, cuando vi tu libro me alegré por ti, y cuando he visto lo que te están haciendo día tras día los medios de comunicación he sentido asco de esta sociedad. Por primera vez en mi vida... ¡Y mira que he visto barbaridades antes! Pero ha sido ahora, por lo que te está pasando. ¿Por qué? No lo sé. Quizás me esté haciendo viejo. Puede que sea solo eso.

Colin no fue consciente, en ese momento, de que tras esas palabras había algo más. Saber que su vida corría peligro lo eclipsó todo.

—¿Cómo sabes que quieren matarme? ¿Cómo puedes decirme algo tan, tan... algo que puede condicionar mi vida, que me puede trastornar psicológicamente? ¿Cómo te atreves a decirme eso?

—Porque sé quién está detrás...

—¿Quién es? ¿La CIA? ¿Sois vosotros, seas lo que seas tú...?

—No. Está el servicio secreto del Vaticano.

—¿Qué? ¿Quién? ¿Qué dices?

—Lo que acabas de oír.

—No me puedo creer semejante majadería. ¿Qué tiene que ver el Vaticano, la Iglesia con mi libro? ¿Acaso tiene la Iglesia espías? No creo nada de lo que me estás diciendo. No sé qué pretendes pero...

—¡Escúchame! La Iglesia ha tenido espías desde siempre. Desde antes de ser Iglesia, desde antes de que existiera el Vaticano. Cualquiera que haya trabajado en Inteligencia sabe que los dos primeros espías de la historia fueron mujeres. Dalila, quien trabajó al servicio de los filisteos, y que con fría perseverancia no solo logró que Sansón le confesara el secreto de su fuerza, sino que la neutralizó cortándole el cabello para que sus enemigos pudieran apresarlo. Lo puedes leer en el Libro de los Jueces, capítulo quince y dieciséis. Y la otra mujer espía de la que te hablo es Judit, cuya historia se cuenta también en un controvertido libro bíblico, que los cristianos católicos admiten, pero no los protestantes y los anglicanos.

—No sé quién es Judit.

—Fue una mujer hebrea que actuó en plena guerra de Israel contra el ejército babilónico. De ella siempre se ha dicho que era muy bella y patriótica. Cuenta el Libro de Judit que sabiendo que el general invasor, Holofernes, se había enamorado de ella, le hizo creer que le correspondía, se introdujo en su tienda, le emborrachó y le corto la cabeza, hecho que permitió la victoria de Israel.

—Fuiste bueno en matemáticas, ahora veo que también en historia —dijo con sorna Colin— pero eso no cambia nada de lo que te he dicho antes. No te creo. Sé que estoy en un lío, que han mandado a alguien a que me dé un susto para que no siga escribiendo, pero de ahí a que espías del Vaticano intenten acabar con mi vida...

—¿Ya no te acuerdas de lo del coche quemado? Pues bien que fuiste a comisaría a denunciar que pensabas que no era un accidente, sino un atentado dirigido contra ti.

—¿Has visto mi denuncia?

—¡Pues claro! Soy capitán de la Policía, no lo olvides.

—¡Ya sé lo que ha pasado! Has visto mi denuncia y no sé por qué motivo me has localizado para contarme esta locura.

—¡Escúchame Colin! Te lo voy a explicar solo una vez. Después me iré y tú podrás pensar y hacer lo que te dé la gana. El Vaticano tiene un servicio de inteligencia que es conocido por varios nombres, los dos más comunes son la Santa Alianza y La Entidad. Esta gente ha existido desde 1566. Los creó el Papa Pío V para luchar en favor de la reina María Estuardo de Escocia que aspiraba al trono de Inglaterra, al que también lo hacía Isabel I. La gran diferencia entre ellas es que la reina escocesa era católica e Isabel protestante. El primer espía de la era moderna, vamos a llamarle así, fue el sacerdote David Rizzo, al que el Papa destinó al servicio de la reina María Estuardo y que logró convertirse no solo en su confesor, sino en su amante. Esta gente envenenó al Papa Juan Pablo I, Colin, eso lo sabe todo el mundo. Y han hecho barbaridades en Sudamérica con los curas que defendían la Teología de la Liberación. También han actuado contra el comunismo en la Unión Soviética... siempre han sobornado a unos y otros para conseguir sus intereses. Créeme, no necesitan micrófonos, tienen miles de rejillas de confesionarios; no necesitan reclutar agentes informadores, tienen cientos de miles de sacerdotes repartidos por todo el mundo. Solo precisan a un pequeño grupo de hombres dispuestos a usar la espada para preservar la Fe. Eso es todo.

—¿Y qué pinto yo entre esta gente? ¿Qué hay contra la Fe, como tú dices, en mi libro?

—Las cosas son más complejas. El Vaticano ha tenido desde siempre lazos muy estrechos con algunas de las familias más poderosas del mundo. Algunos de los que tú mencionas en tu libro lucharon al lado del Papa Pío V contra Isabel I defendiendo a María Estuardo. ¡Fíjate si hay lazos antiguos o no los hay! Y tú estás poniendo en peligro el orden establecido con lo que dices y les has destapado el juego inmediato. ¿Qué han hecho esas familias? ¿Recurrir a los servicios secretos de sus respectivos países? ¿Recurrir a sicarios del tres al cuarto? ¡No! ¡Han llamado a la puerta amiga más poderosa de todas, más poderosa que ellos incluso! Y le han pedido el favor de que les quiten de en medio a un estúpido e insignificante economista que les está dando por culo... ¡Eso es lo que ha pasado, Colin! Lo creas o no lo creas.

Colin guardó silencio. Por primera vez desde que estaba con Jean Françoise, sus palabras no le sonaron a majaderías. ¿Y si tenía razón? ¿Y si lo que contaba era cierto?

Jean Françoise se dio cuenta de que Colin no reaccionó negándolo todo, como había hecho hasta ese momento, y lo dejó pensar.

Colin se apoyó sobre la verja del panteón frente al que habían estado hablando y contemplo en silencio la escultura que había sobre la tumba. Una mujer joven, vestida con ropaje del siglo XIX, sentada en la sepultura, se tapaba la cara con ambas manos para evitar que se viera su dolor, tal vez por la pérdida de su marido que probablemente fuese quien estuviese bajo la losa que ella ocupaba.

Y pensó en Odette, y en Dafnèe. 

Un par de cuervos pasaron graznando por encima de sus cabezas para posarse en un panteón cercano. Al mismo tiempo, un grupo de palomas que picoteaban en las inmediaciones, levantó el vuelo con un enorme estruendo de alas.

Colin sintió un escalofrío.

—¿Y mi mujer? ¿Y mi hija? ¿Corren peligro?

—¡El mismo que tú!

—¿Qué hago Jean Françoise?

 —Sácalas a ellas de Francia. Eso lo primero. Ofrécete de señuelo unos días para que puedan salir. Llévalas a un lugar seguro. Y después reúnete con ellas. Intenta una nueva vida fuera de este país, incluso de Europa si puedes. Y cruza los dedos. Quizás, si ven que te alejas de todo y de todos, tengan piedad de ti. Al fin y al cabo, son sacerdotes.

Los dos hombres volvieron a andar lentamente, caminando despacio entre aquel puzle de sepulturas, cada cual más vieja, cada cual más imponente, desconcertante incluso.

Rebasaron una tumba con forma de pirámide y ascendieron por una corta escalera a un nivel superior del cementerio, desde el que se veían algunas de sus calles.

Caminaron en silencio durante unos minutos. Jean Françoise seguía con las gafas de sol puestas y los auriculares en el cuello, para que continuaran oprimiendo la capucha de la sudadera que no se había retirado en ningún momento.

—¿Por qué no te descubres la cabeza? No hay nadie en el cementerio a esta hora y menos en esta zona. Estamos solos —le preguntó Colin.

Jean Françoise señaló un claro entre los árboles desde el que se veían los edificios cercanos, en concreto una torre de unos nueve o diez pisos, según calculó Colin.

—No puedo arriesgarme a que me fotografíen contigo.

—¿Crees que alguien nos puede estar viendo? ¿Desde algún edificio? ¿Cómo pueden estar en alguna de esas terrazas si ni siquiera yo sabía hace dos horas que nos íbamos a ver aquí? ¿Cómo han podido acceder a uno de esos pisos o a la azotea en tan poco tiempo? No creo, sinceramente, que nadie nos esté observando en este momento.

—Es muy probable que tengas razón. Seguramente nadie nos ve en este instante, pero yo no puedo arriesgarme. Dices que cómo van a saber que tú y yo estamos aquí, preguntas eso ¿no? ¿Le has dicho a alguien a dónde venías? Te lo pregunto porque te he visto hablando por teléfono antes de que cogieras el metro. Por cierto, ¿qué marca de teléfono usas?

—Sí, a Odette, mi mujer —reconoció un sorprendido Colin mostrándole el aparato.

—Pues todo aquello que digas puede ser oído. Como esta conversación, por ejemplo. Si alguien se sitúa a la distancia adecuada y con los medios necesarios, nos oirá como si fuera a nuestro lado. Y si hablas por teléfono te puede oír y grabar aunque esté a miles de kilómetros. Hoy por hoy la privacidad no existe. Solo el pensamiento es privado... de momento.

Jean Françoise se quedó contemplando el monumento erigido encima de la tumba del general Antranik, héroe nacional armenio que falleció, según decía su lápida, en 1927. Era un panteón importante. Sobre la lápida se levantaba el militar a caballo fundiéndose con una gran piedra de la que, en su parte delantera, asomaba la figura de un ángel.

Colin no advirtió que Jean Françoise se retrasaba unos pasos y siguió avanzando por la callejuela empedrada contemplando otros panteones.

El capitán jefe de la unidad de Reconocimiento Facial del servicio de inteligencia francés, se quedó mirando cómo se alejaba, lamentando que en unos pocos minutos perdiera su compañía, esta vez tal vez para siempre.

—Colin, ¿qué es lo que realmente está pasando con la economía? —le preguntó en un intento de que la conversación no acabara en ese momento— ¿Por qué hemos llegado a esta situación?

Colin se volvió sorprendido. ¿Realmente le preocupaba a aquel excompañero de bachiller lo que él había contado en su libro? ¿Estaba ante una persona que le transmitía su sincera preocupación por su seguridad y no ante un pirado por muy policía que fuese?

—¿Quieres saberlo de verdad?

—Sí, ¡claro!

—Pues es muy sencillo y muy complejo a la vez. Vivimos en estos momentos una nueva revolución en el mundo semejante a la Revolución Industrial. Y al igual que sucedió con ella durante el siglo XIX y parte del XX se producirán cambios, ¡se están produciendo ya! cambios en nuestro modelo económico y en nuestras estructuras políticas, que conducirán inevitablemente a la modificación de nuestro modo de vida. Es la revolución tecnológica, la que ha convertido al planeta en una aldea global y al sistema financiero, a los bancos, en el eje de la economía. Ya no son el comercio o la industria los pilares básicos sobre los que se asienta la actividad económica porque ninguno de los dos es capaz de producir tantos beneficios y en tan corto espacio de tiempo como lo hace la especulación del capital. Los bancos han dejado de ser esos intermediarios financieros de los que hablaban los libros en los que estudié para convertirse en el agente económico principal, manejando mercados y gobiernos, y consecuentemente estados, en cualquier parte del mundo.

—Bueno, bien. Eso es así seguramente. Sí, realmente creo que tienes razón, pero ¿por qué tiene que cambiar nuestro modo de vida?

—No solo nuestro modo de vida... cambiará incluso nuestro sistema político. La democracia, tal y como hoy la conocemos, que ya es una puta mierda, dejará de ser el sistema político imperante en favor de estados semitotalitarios regidos por personajes que no han pasado por las urnas. Bueno, eso está pasando ya... ¿por qué urnas han pasado Christine Lagarde, presidenta del Fondo Monetario Internacional; o Mario  Draghi, presidente del Banco Central Europeo, o antes, nuestro compatriota Jean Claude Trichet? ¿Y Donald Tusk?, ¿por qué urnas pasó el presidente del Consejo de Europa; o el borracho de Jean Claude Junker, presidente de la Comisión Europea...? ¿Tienen  poder de decisión estos personajes o no lo tienen? ¿Mandan y deciden la política económica de Francia, de España, de Italia... o no la controlan? ¿Por qué decidieron estos señores que el déficit de un estado miembro de la Unión Europea no podía superar el 3%? ¿De dónde coño sacaron ese 3%?

Jean Françoise permaneció en silencio cuando Colin Byrne hizo una pausa. Le miraba fijamente intentando recordar sus rasgos de joven a la vez que pensaba vagamente en lo que le estaba diciendo.

—Hoy el dinero intenta multiplicarse como siempre, cuanto más, mejor; pero hay una diferencia con otras épocas, busca hacerlo en el menor tiempo posible y a costa de lo que sea. Y tú me dirás, bueno, también en el pasado los hombres de negocio intentaban ganar cuanto más mejor y cuanto más rápido también... y yo te respondo, sí, es cierto, pero había cierta estrategia. A veces, los comerciantes, en su tiempo, o las industrias, en el suyo, cuando fueron los pilares de la economía, vendieron o produjeron por debajo del coste con la intención de ganarse el mercado frente a otros competidores. Lo hicieron durante un tiempo, hasta ganarse la confianza del consumidor. Eso es estrategia de ventas, de producción. Hoy el mercado financiero no tiene estrategia, arrasa con cuanto puede sin importarle las consecuencias.

—No termino de entender esto último que me dices...

—Te lo explico con un ejemplo. Un comerciante del siglo XIX no podía engañar a sus clientes porque los perdía y con ellos terminaba con su fuente de ingresos. Un industrial del siglo XX no podía fabricar productos defectuosos porque igualmente perdía a sus compradores... Un banquero del siglo XXI sí engaña a sus clientes, les vende productos que eufemísticamente llamamos tóxicos, les hace perder todos los ahorros de su vida y se queda tan pancho. Les da igual que sean familias con hijos, ancianos octogenarios o jóvenes emprendedores. Les engañan, les mienten y les roban todo su dinero... y no pasa nada. Hoy en día la fuente de ingresos sustanciosos y rápidos es la especulación a costa de las personas, del medio ambiente, de todo...

—¡Joder! ¡Son buitres!

—No. No son buitres. Los buitres son animales carroñeros; no matan, salvo en contadísimas ocasiones. ¡Son cocodrilos! Son como esos grandes reptiles que viven en regiones tropicales de África, Asia, América y Australia. Se lanzan a por cualquier bicho viviente que se meta en el río. Recuerda cómo se comportan mientras miles de ñus cruzan el río Mara, en el Parque Nacional del Serengeti, en Tanzania; o en la Reserva Masai Mara, en Kenia, se abalanzan sobre todo lo que pase a su lado provocando el pánico en la manada. Matan a muchos, los demás se ahogan. Mueren por miles entre los ataques y los ahogados. Así, como cocodrilos, se están comportando los bancos con las personas. Arruinando a muchos, sembrando el pánico en todos. Los bancos son nuestros cocodrilos...

—¡Joder!  ¡Es la conspiración de los cocodrilos! No había pensado una cosa así. Jamás se me hubiera ocurrido.

—Ni a ti ni a casi nadie que no ande metido en el mundo de las finanzas. Pero te digo más, Jean Françoise y esto es lo que intento explicar en mi primer libro e intentaba ahondar en el segundo. Antes, hasta hace muy pocos años, en Europa, se había buscado y potenciado el llamado estado del bienestar que básicamente consiste en decirle al ciudadano: usted no tiene que preocuparse de la educación de sus hijos, el estado velara por que la tengan; usted no debe preocuparse por la sanidad, el estado se la procurará; usted no tiene que preocuparse por las pensiones de jubilación, el estado le dará una paga suficiente para que viva con dignidad los últimos años de su vida. Y todo esto tenía un fin económico, no lo olvides. Que no ahorraras, que te lo gastaras todo en consumir. Que no te preocuparas de guardar para pagar la formación de tus hijos, que no ahorraras para pagar al médico o el hospital si enfermabas, que no guardaras para la vejez, para cuando no pudieras trabajar.  Que consumieras como loco. Eso era el estado del bienestar. Pues hoy eso que antes era una premisa fundamental de nuestros países, de los de Europa, porque nunca se vivió en ninguna otra parte del mundo como aquí, ahora les sobra. La lógica de los mercados es otra hoy, es cortoplacista: estrujarte y sacarte todo lo que puedan a ti y a la nación, y en ese estado de cosas sobra el estado del bienestar, hay que acabar con él. Y sobra la democracia, hay que procurar que los gobernantes que son elegidos directamente por el pueblo tengan cada vez menos poder de decisión, que se lo cedan a entes supranacionales cuyos dirigentes no pasan por las urnas, son designados directamente por los mercados. Y si alguien pone trabas, entonces lo destruyen como hicieron en la última crisis con Grecia. Pero para que esto fuese posible tenían un plan. Convertirnos a todos en deudores. Primero a los ciudadanos, después a las empresas y, finalmente, a los propios estados.

—¿Y eso cómo lo han hecho?

—En 2007 algunos bancos americanos prestaron dinero  a gente que no podía devolvérselo. Préstamos a lo loco que se hicieron en América y en Europa. ¿Alguien en su sano juicio cree que los bancos no eran conscientes de que estaban dando préstamos que no cobrarían nunca? Después, en todo el mundo occidental, presionaron para que se desmantelara la banca pública. Y cuando los bancos prestamistas quebraron, porque obviamente no cobraban un euro de esos préstamos, para garantizar el dinero de sus ahorradores, miles de ciudadanos pequeños ahorradores, según ellos, le pidieron el dinero a los estados que en ese momento apenas tenían deudas, algunos incluso superávit. Y los estados, como no tenían esos miles de millones para dárselo a los bancos en quiebra, se lo pidieron a los que no lo estaban... y se endeudaron. Desde entonces, los estados son deudores de los bancos, cada día más, cada día la deuda con ellos es mayor, impagable diría yo. Son deudores y, por tanto, esclavos de sus decisiones. Ya no gobiernan los gobiernos elegidos en las urnas, lo hacen los mercados que dictan a los gobernantes lo que deben hacer y lo que no deben hacer. Esa es la cruda realidad de este siglo XXI. Un ejemplo lo tienes en nuestro vecino del sur, en España. En este país, en el año 2008 la deuda financiera era de 300.000 millones de euros. ¿A que no sabes que solo tres años antes el Gobierno español cerró el ejercicio con superávit? ¿No, verdad? Pues esa es la realidad que yo denuncio en mi libro. Y, además, incluyo un pronóstico de lo que sucederá en los próximos veinte años. Nos esperan nuevas crisis, que no solo serán económicas, habrá crisis de empleo, de subempleo, esos minijobs de los que tanto se habla, trabajadores pobres, ¡qué digo pobres!, en la miseria pese a dedicar ocho o más horas de su vida a trabajar. Habrá crisis humanitarias, hambrunas que produzcan migraciones de miles, de cientos de miles de personas; crisis sociales, de valores, crisis religiosas, enfrentamientos entre creencias. Crisis medioambientales, fruto de la avaricia de los mercados y de ese cortoplacismo del que te hablaba antes...en fin, será un mundo distópico. Por eso titulé mi libro Distopía Económica.

Jean Françoise Dupin resopló ostentosamente.

—Debes irte amigo. Tienes demasiada información...

—No, no, qué va. Esta información no es exclusiva mía. Está disponible en internet para quien quiera indagar...

—Sí, pero tú la has condensado en un libro de éxito. Les has abierto los ojos a muchos. Me los estás abriendo a mí en este momento. No te dejaran que sigas despertando las conciencias de los franceses y de allí donde se haya traducido el libro. Por eso te destruyen cada día en los periódicos. Pero no se conformarán con eso. Lo sé. Lo sé desde que he sabido a quién le han pedido que acabe contigo. Debes irte. Debes salvar a tu familia. Hazme caso, sácala de Francia, llévatela lejos mientras sea posible. ¡Y cambia de marca de teléfono en cuanto puedas!

—¿Qué? ¿Por qué he de cambiar de teléfono? Antes se me olvidó preguntarte por qué te interesaba mi móvil?

—Estarás al tanto de la guerra comercial entre Estados Unidos y China, ¿verdad? (...) ¿Y de la batalla particular contra la firma Huawei? (...) Olvida la mitad de las tonterías que oigas o leas respecto de la lucha por la tecnología 5G, aunque hay un  trasfondo cierto en ese combate. La verdadera y oculta razón por la cual los Estados Unidos pretenden destruir Huawei es porque esta empresa usa un sistema de encriptación que impide a la NSA, la agencia que espía las conversaciones de medio mundo, como lo denunció Edward Snowden, que impide, repito,  interceptar las comunicaciones de estos teléfonos. Muchas empresas, muchas instituciones, se están equipando con material de telecomunicaciones de esta marca para garantizarse la confidencialidad de sus tratos o sus decisiones.

—¡Joder! No tenía ni idea...

—¿Sabes quién es Meng Wanzhou... también conocida como Sabrina Meng y como Cathy Meng? (...) ¿No? Pues cuando tengas un rato, búscala en internet y verás qué son capaces de hacer algunos gobernantes con quienes ponen trabas a que su maquinaria de control de la sociedad ruede libremente...

Colin lo miró detenidamente. Aquel hombre del que solo tenía un vago recuerdo de su juventud le pareció sincero. Es más, le pareció desesperado por ayudarle y no supo encontrar el motivo.

—¿Por qué hace esto por mí?

—Por los viejos tiempos, porque me ayudaste cuando siendo un crío lo necesité.

—No te creo Jean Françoise. Ese no es motivo suficiente, pero lo dejaré estar. Lo daré por bueno. Si no quieres decírmelo lo entenderé. Y sí, creo que tienes razón. Debo sacar a mi familia de Francia. Es más, en cuanto vuelva a casa me pondré a trabajar en ello.

—Pues vete ya. Como imaginarás, no podemos salir juntos. De modo que vete tú primero, yo lo haré dentro de unos minutos —dijo tendiéndole la mano— Y ¡suerte!, mucha suerte Colin Byrne.

Jean Françoise le siguió con la mirada mientras se alejaba. Habían sido solo unos minutos de conversación, pero la recordaría siempre, como recordaba aquellos meses en los que compartieron aula en el liceo y, aunque Colin no lo hiciese, alguna tarde en la ribera del Marne, jugando con acertijos matemáticos.

Esa noche dormiría solo, porque su pareja, Mathieu Saint - Pierre estaba en una misión fuera de territorio galo, pero cuando regresase tres días después y sintiese su cuerpo pegado al suyo en la cama, sería inevitable que pensase en Colin Byrne, como tantas y tantas veces le sucedió cuando tenía diecisiete años.

«¿Por qué haces esto por mí?» —le había preguntado solo unos instantes antes.

«Por los viejos tiempos, porque me ayudaste cuando siendo un crío lo necesité» —le había respondido. ¿Cómo decirle la verdad? No se la dijo entonces, mucho menos treinta y tantos años después.

Colin Byrne seguiría siendo su amor platónico, el de sus diecisiete años. Amores de adolescencia tardía que jamás se olvidan y que, algunas veces, regresan en sueños para construir fantasías que la noche moldea a su gusto.

Él, al menos, había tenido la suerte de que regresase físicamente, aunque solo hubiera sido por unos minutos, aunque solo hubiera servido para cruzar cuatro palabras.

¿Le volvería a ver algún día? Esperaba y deseaba que no. Si fuera así, sería sinónimo de que Colin Byrne habría conseguido escapar de la red que aquellos malnacidos estaban tejiendo para atraparle.

lavozdelsur.es presenta la novela por entregas ‘La conspiración de los cocodrilos’ de Germán Fonteseca

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