Sinopsis Un economista francés, que ha trabajado para la gran banca de inversión, publica un libro en el que cuenta cómo los que él denomina “los amos del mundo” han planificado las últimas crisis económicas globales con la intención de recortar derechos sociales y laborales. El objetivo último de este poder en la sombra no es otro que socavar la capacidad de decisión de los gobiernos democráticos, hasta convertirlos en meros títeres al servicio de las grandes corporaciones. El éxito mediático del libro y el anuncio de una segunda parte, en la que desvelará qué pasos darán estas familias, en los próximos años, provoca que adopten la decisión de acabar con él solicitando la intervención de los servicios secretos de la institución más poderosa de la tierra. En la entrega anterior… Colin Byrne consigue salir de Francia con el coche de Sophie y, tras llegar a Madrid, pide ayuda a Francisco Fernández, un conocido al que había hecho favores en el pasado, pero Fernández se niega a prestársela. Mientras, en Punta Arenas, Odette y Dafnèe conocen a la familia Ferrière y al padre Emilio, sacerdote salesiano y párroco de la vecina iglesia de San Miguel, quien también se presta a ayudarlas en todo lo necesario para su integración en la ciudad. Finalmente, Bernardino Trabalzini, en Roma, se dispone a dar las últimas órdenes a sus hombres para que el plan diseñado para acabar con Byrne se ejecute tal y como estaba previsto.

28

Colin Byrne se sentó en la terraza de una cafetería desde la que contemplaba, en primer término, una de las oficinas de Turismo de Cádiz, ubicada en los jardines de Canalejas, muy cerca de la plaza de Las Tortugas. Al fondo, el puerto, en el que, en veinticuatro horas, atracaría un barco que llevaba días esperando. La estructura de hierro fundido que tenía enfrente, con columnas y tejadillos de cristal, le recordó inmediatamente a los viejos quioscos de prensa parisinos, y no pudo evitar sentir un pellizco de emoción en el estómago. En breve abandonaría suelo europeo a bordo del MSC Música, un crucero de casi trescientos metros de eslora, compartiendo travesía por el Atlántico con otros dos mil quinientos turistas. Sonrió a la joven camarera que se le acercó y le pidió un café solo largo, recostándose en su silla. Noviembre estaba en su ecuador, llevaba una docena de días en España y había logrado todos sus objetivos sin el más mínimo contratiempo. La temperatura era agradable. Acostumbrado ya al horario español, había comido unas cuantas tapas de pescado en Los Doce Hijos de Juan, un popular establecimiento de la capital gaditana, ubicado en el número siete de la calle Barbate; un quiosco de reducidas dimensiones, en el que había que comer de pie, depositando los platos y bebidas en el estrecho mostrador que lo rodeaba, o en mesas altas distribuidas a su alrededor, bajo unos toldos de lona desplegados desde los cuatro lados del establecimiento. Aquel lugar nunca obtendría una estrella Michelín, ni, probablemente, mención alguna en revistas especializadas en gastronomía. No era turístico, ni estaba en zona de paso de viajeros, pero la calidad de su pescado y el precio de sus tapas y raciones, lo convertían en uno de los lugares favoritos de los vecinos de Cádiz, que lo frecuentaban en un número elevadísimo a diario. Lo descubrió por casualidad, una semana antes, mientras paseaba despreocupado, después de haber resuelto los últimos problemas con los que el domingo día 3 de noviembre había penetrado en suelo español. Abandonar la torre Picasso de Madrid con aquel «Lo siento Colin. No puedo ayudarte. Las cosas en España han cambiado mucho. Mis amigos dentro de la policía tienen las manos atadas. El nuevo Gobierno maneja la situación de otra manera.  Ahora es imposible lo que me pides» pronunciado con frialdad por Francisco Fernández, fue un duro mazazo. Aquella mañana se le cerró de golpe la puerta por la que pensaba salir de su vida anterior. Viajar al encuentro con su familia parecía una misión imposible. Por eso, disfrutar de un café en una terraza de aquella maravillosa ciudad andaluza, con algo más de veinte grados de temperatura y un sol espléndido, simplemente haciendo tiempo antes de partir rumbo a Buenos Aires, era un placer inimaginable unos días antes. Se sentía seguro. Ya sí. Con documentación a nombre de Pierre Bonhomme, un divorciado, profesor de matemáticas domiciliado en Rennes, la capital de la Bretaña francesa, disfrutando de un año sabático, había dejado de ocultarse de la policía. En los días que llevaba en territorio español no vio una sola noticia que hiciera alusión a su vieja identidad. Las televisiones y los periódicos de este país estaban excesivamente preocupados con asuntos políticos internos. La crispación entre lo que llamaban las derechas y las izquierdas aumentaba por día a propósito de asuntos importantes, como el separatismo catalán, pero también intrascendentes a su juicio, como la exhumación del dictador Franco, o el viejo debate de los toros. España seguía siendo diferente. Enroscada sobre sí misma, rumiando sus viejas batallas de siempre, apenas dedicaba unos segundos o algún artículo suelto, a lo que sucedía más allá de los Pirineos. Puede que fuera ese el motivo, o puede que, desacreditado como economista, a los medios españoles no les importase lo más mínimo que ese tal Byrne fuese perseguido por otros delitos. O tal vez, incluso, que aún no se hubiese hecho efectiva la Euroorden solicitando Francia su detención y entrega. No lo sabía. Y quizás ya no lo supiese nunca. Con su nueva identidad, Pierre Bonhomme, embarcaría al día siguiente rumbo a Sudamérica, sin importarle lo más mínimo lo que le sucediera al viejo Colin Byrne. Había hecho un buen trabajo el abogado Germán González. Una labor magnífica, no solo facilitándole un pasaporte y una carta nacional de identidad nueva, sino cuantos documentos le solicitó. Era caro, tal y como le había advertido Serguéi Vasílievich. Tan caro, que el precio que le pidió por su trabajo no podía satisfacerlo con el dinero que llevaba encima. Pero también era resolutivo. «¿Tiene usted dinero pero no puede sacarlo? (...) No se preocupe señor Byrne. Eso no es problema. Yo puedo hacerlo. Es más... ¿necesita usted efectivo? ¿Quiere, una vez que me pague mis servicios, disponer del límite con el que puede salir de la Unión Europea? Si lo tiene en su cuenta no hay problema. Yo se lo saco y se lo entrego. ¿Dónde quiere que figure esa extracción de dinero? ¿En España? ¿En Rusia, tal vez? ¿En Panamá? Usted no se preocupe por el rastro que dejará ese movimiento. No lo encontrarán nunca. Eso se lo garantizo»   —le había dicho Germán González cinco minutos después de que se conocieran. Y cumplió. ¡Digo si cumplió! Con tal de cobrar los treinta mil euros que le pidió por su trabajo, los sacó, más otros diez mil más, de una forma que a Colin nunca se le hubiera ocurrido. El abogado español contactó con una clínica rusa que cobró a Colin cuarenta mil euros por una supuesta operación para la colocación de un bypass en el corazón, que éste abonó con una solicitud de transferencia hecha desde el mismo Sochi, a orillas del Mar Negro. ¿Cómo lo hizo? Colin no preguntó. Solo quiso saber el saldo de su banco al final de tal operación financiera. —¿Qué garantía tengo de que no vaciarán mi cuenta mañana o pasado, o tal vez dentro de seis meses, con un procedimiento semejante? Usted y sus amigos tienen todos mis datos, nada les impide repetir la operación pasado un tiempo —preguntó, cuando tuvo los documentos y sus diez mil euros en la mano. —Ninguna. No tiene ninguna garantía señor Byrne. Pero le digo una cosa. Llevamos años, muchos años con este negocio... y queremos seguir manteniéndolo. ¿Cree usted que por unos pocos miles de euros vamos a perder la confianza de quienes nos recomiendan? ¿Cree usted que vamos a matar a la gallina de los huevos de oro? Antes que usted han pasado por este despacho cientos de personas, muchas, la mayoría, con cifras que dejan en ridículo su cuenta corriente... No, señor Byrne. Nunca nos quedamos con lo que no es nuestro. Ni nadie de nuestra organización lo haría jamás, porque sabe que no podría disfrutarlo ni veinticuatro horas. Recordando aquella conversación, su mente viajó unos días más atrás, al martes 5, de  noviembre, cuando, al borde de sus fuerzas, se sentó en la Cafetería La Ochava, en la esquina de la calle Méndez Álvaro con  la plaza del Emperador Carlos V, enfrente de la estación de Atocha, en Madrid. Desde una mesa de terraza igual a la que ocupaba, con su pequeña maleta al lado, reflexionó sobre su futuro. A punto estuvo de tirar la toalla. Por su mente pasó entrar en la boca de metro más cercana y arrojarse al primer tren que pasase. Sería rápido; con un poco de suerte, un buen golpe en la cabeza y no sentiría nada más. Pero la vida guarda instantes especiales para inyectarlos en los momentos necesarios, sin que nos demos cuenta, como casualidades fruto del azar. Y ese fue uno de ellos. A punto de pedir una tercera copa de brandy, necesaria para insuflarse el valor preciso para seguir pidiendo una o dos más antes de ir a la Estación del Arte, distante apenas dos centenares de metros, o a Embajadores, un poco más lejos, sonó su teléfono móvil. —Papá, soy Dafnèe. ¿Cómo estás? Estamos en el hotel muy contentas. Hemos conocido a un primo de mamá. ¡Un primo chileno! Tenía fotos de mamá de niña y cartas de los abuelos. Hemos llorado, pero no te preocupes, ha sido de alegría. Bueno, mamá empezó a llorar y yo me asusté mucho y lloré también porque no sabía lo que pasaba, pero resulta que era de alegría. Y entonces yo me alegré mucho también. Y toda la gente del bar se puso a aplaudir. Aquí no entiendo lo que dicen. Hablan español, pero no es como en la escuela; es muy raro, no entiendo casi nada... ¿me oyes papá? Colin apenas pudo balbucear un «sí, sí, hija. ¡Claro que te oigo!» antes de que los ojos se le inundaran de lágrimas y un nudo en la garganta le impidiese seguir hablando. —En el hotel hay una chica que trabaja en él, que es sobrina de este primo de mamá. Entonces, ¿puedo pensar que también es prima mía? Es muy simpática. Y el domingo vamos a una barbacoa a casa del primo de mamá. Me ha dicho, ese hombre, que hay un sacerdote que da clases de francés a niños de aquí y que yo podría ir a esas clases para aprender el español de chile... ¿te parece bien papá? ¡Ah! Hay mar en esta ciudad, pero no me puedo bañar aún, porque hace frío, aquí dicen que es primavera y que en diciembre será verano. Todo esto es muy raro. No tiene nada que ver con París. Tampoco se parece a Cadaqués, en España. Es más raro, pero me gusta. Estoy contenta. ¿Me oyes papá? Colin no podía responder. Estaba paralizado por la emoción. El nudo en la garganta se había extendido al pecho y el estómago, como si una anaconda se le hubiese enrocado subiendo desde las piernas aprisionándole. —¿Papá estás llorando? —preguntó Dafnèe cuando tuvo sospechas de que los tímidos gemidos que oía a través del auricular era el llanto incontrolado de su padre —Mamá, papá está llorando —oyó Colin antes de escuchar la voz de su mujer. —Colin, ¿qué pasa? Dice la niña que estás llorando. Colin, mi amor, ¿qué ocurre? —Nada, nada. Nada Odette. Es de alegría por oíros. —¡Ah! Bueno, cariño. Yo también estoy contenta por poder hablar contigo —dijo antes de volverse y explicarle a Dafnèe que su padre estaba llorando de alegría por haberla oído. Odette le puso al corriente de las últimas novedades, en especial de su impresión de que las cosas, quizás, podrían resultar más fáciles de lo que habían pensado. Cuando colgó, Colin pagó la cuenta, entró en los servicios del bar y se echó abundante agua sobre la cabeza, en un intento de arrastrar con ella por el sumidero el alcohol y los malos pensamientos que la habían ocupado los últimos minutos. Después, caminando con paso firme en su voluntad, vacilante en el andar, se dirigió a la estación que tenía enfrente, dispuesto a viajar a Cádiz. Sotogrande era su próximo destino. Colin abonó el café y, despacio, recreándose con la luz intensa de un sol aún alto en el horizonte, tras las casas del viejo Cádiz, se dirigió a su albergue contemplando ahora el puerto, ahora a los viandantes con los que se cruzaba, la mayoría gente de la tierra. Hombres y mujeres que pasaban hablando en voz alta, riendo, bromeando, despidiéndose, a veces, a tres, cinco o siete metros de distancia; saludándose incluso desde más lejos, con frases cortas que no llegaba a entender. El español oficial, el de las academias, el de los exámenes, era una cosa, y otra muy distinta el de la calle de una ciudad sureña como aquella, la más antigua de Occidente (decía la publicidad) y, según los mapas que había consultado, la capital de provincia más al sur de España. Colin llegó a Cádiz cerca de las veintitrés horas del cinco de noviembre. En el tren, un cómodo Alvia, pudo cenar un bocadillo, unas patatas fritas de bolsa y una Coca-Cola. Cuando bajó del mismo no tenía ni idea de cómo era la ciudad. En otras circunstancias hubiera usado su móvil para curiosear en internet, pero dado que evitaba conectarse durante muchas horas al día, y que no quería ir dejando huella de por dónde pasaba, evitó encenderlo tras la conversación con su mujer y su hija. La próxima vez que hablaran sería él quien hiciese la llamada al hotel de Punta Arenas, para informar a su familia del nuevo número de teléfono del que dispondría, tras comprar una tarjeta prepago local, algo que haría en las próximas horas en Cádiz. Salió de la estación dubitativo. Como alguna vez en su etapa de estudiante, estaba dispuesto a caminar unos centenares de metros para captar el ambiente de la nueva ciudad y, tras ello, coger un taxi para pedirle al conductor que le llevase a un hotel barato, limpio y de confianza. Pero apenas había dejado el recinto ferroviario, se topó con un anuncio dispuesto en un panel luminoso, en la acera, que le llamó la atención. Pregonaba un albergue con habitaciones compartidas al increíble precio de quince euros la cama. Y, por la imagen del cartel, parecía un sitio de ambiente joven y distendido. Siguiendo un impulso personal, se dirigió a él, descubriendo que estaba a apenas quinientos metros de la estación, en una estrechísima calle cuyas paredes podía tocar con ambas manos, y que, por suerte, mantenía abierta la recepción de huéspedes hasta las 23.55 horas. Casa Caracol resultó ser un lugar diferente, algo que se apreciaba desde el mismo momento de atravesar su puerta de cristal. Atendido por un personal muy joven, respiraba alegría y colorido en sus habitaciones, pintadas con todos los tonos del arco iris. Literas y muebles eran de madera lacada, o en su color natural, incrementando la sensación de calidez ya percibida en la misma recepción. Colin se alegró de haber elegido ese lugar que, pese a no ser temporada turística, tenía un más que aceptable nivel de ocupación. Esa misma noche le preguntó al joven de recepción cómo ir a Sotogrande, descubriendo que las conexiones de Cádiz con la ciudad de San Roque, municipio en el que se encontraba la urbanización que buscaba, no eran buenas, limitándose a un autobús de ida y otro de vuelta al día. Y para ir desde San Roque a Sotogrande, debería coger un autobús local. El joven le recomendó que alquilara un coche y evitara esperas innecesarias. Y eso fue lo que hizo al día siguiente desde la misma estación en la que se bajó. Colin abandonó el albergue preguntando al chico que le atendió esa mañana si tendría problema para encontrar cama cuando regresase en un par de días, marchándose más tranquilo al saber que no lo habría. El joven se mostró dispuesto a hacerle ya la reserva, pero Colin le dijo que no, que no estaba seguro de cuándo, exactamente, iba a volver. El motivo por el que no reservó era simple. Iba camino de obtener una nueva identidad y prefería usarla para ese nuevo registro. Con el fin de evitar aparecer ante la misma persona con dos nombres diferentes, le preguntó al joven si sería él quien le atendiese cuando regresase. —No lo sé amigo. Depende de la hora a la que lo haga puedo estar yo o mi compañera de tarde. Y si es por la noche, estará otra persona —le dijo. Colin tuvo claro que debería volver por la tarde para entregar su nueva documentación a una persona que no lo hubiese visto hasta ese momento. Después, una vez registrado daba igual. Con toda probabilidad, tanto el joven de la noche anterior, como el que tenía delante en ese momento, recordarían su cara, pero no su nombre. Preguntó dónde comprar un saco de dormir y otros elementos de camping y el chico le recomendó Decathlon, advirtiéndole que no intentara llegar en coche hasta la tienda, dado el entramado de callejuelas que formaban el centro de Cádiz. Colin le hizo caso, fue caminando y una vez hubo adquirido una mochila de cincuenta litros, un saco de dormir, una esterilla inflable, un hornillo y otros efectos para cocinar algo rápido, se dirigió, siempre a pie para conocer la ciudad, hasta el puerto, con el fin de seguir su vallado hasta la estación de ferrocarril. En el camino, vio una tienda de telefonía, entró y compró una tarjeta de prepago de Movistar. Y más adelante, una agencia de viajes captó su atención. Ofertaban cruceros con salida desde Barcelona, Valencia o Málaga. Ninguno desde Cádiz, a pesar de que él mismo estaba viendo un impresionante barco de la compañía Tui atracado enfrente. Una idea empezó a rondarle por la cabeza. Desde África no podía volar a Sudamérica como había pensado en principio, porque no había vuelos. Ambos continentes parecían darse la espalda, pese a estar uno frente a otro en el Atlántico. Desde España, con nueva documentación, sí. Pero si, como pensaba, aquellos indeseables le seguían los pasos, abandonar suelo europeo desde un aeropuerto, con todas sus medidas de seguridad, podría ponerles sobre aviso. Probablemente supiesen que su mujer y su hija habían volado a Chile. Y probablemente, también, estarían atentos a todos los vuelos que saliesen de Madrid con el mismo destino o parecido. Al fin y al cabo, tampoco eran tantos los viajeros que hacían vuelos intercontinentales. Pero, ¿y dejar Europa en un crucero, como un turista más? ¿Se le ocurriría a aquella gentuza vigilar los contratos de cruceros con destino a Sudamérica? ¿Había cruceros que cruzasen el Atlántico en aquellas fechas? Con esa idea en la cabeza llegó a la estación de Renfe, alquiló un Peugeot 208 en una de las dos oficinas que prestaban este servicio dentro de esas instalaciones y se dispuso a conducir hacia la Costa del Sol. Tres días después, el sábado 9 de noviembre, regresó a Cádiz convertido en el señor Pierre Bonhomme, un tipo no solo de diferente identidad, sino también con nueva imagen, en la que destacaba, además de su barba, notablemente más crecida, su corte de pelo que ahora lucía rubio, y un incipiente bronceado producto de tres días de descanso en la playa de Valdevaqueros. La espera obligada, mientras le falsificaban la documentación, decidió hacerla en una cabaña en el Camping Tarifa, cuya publicidad había recogido, junto con otra muy variada, en la recepción del albergue. Nunca imaginó que a primeros de noviembre pudiese pasear por la playa en bañador e, incluso, en las horas centrales del día, darse un baño en un mar cuyas aguas, pese a su baja temperatura, lo permitía sin congelarse. Desde el camping indagó en internet buscando cruceros que, partiendo de España, atravesasen el Atlántico en busca de tierras americanas. Y encontró lo que buscaba. La web Cruceros.com ofrecía un viaje de diecinueve días, con salida desde Barcelona y final en Buenos Aires. El barco tenía prevista su partida dentro de una semana. ¿Podría contratarlo aún? ¿Podría embarcar en Cádiz?, el primer puerto que tocaba tras dejar Barcelona. ¿Quedarían plazas libres? Entusiasmado con la idea comenzó la cadena de consultas comprobando que la suerte estaba de su parte. Un reducido número de pasajes de camarotes con balcón, al precio de 1.579 euros, no se habían vendido; la documentación necesaria era, siendo ciudadano europeo, solo un pasaporte válido con más de seis meses de vigencia, a partir de la fecha de embarque; tampoco era necesario ni visado ni vacunas, solo exigían un billete de vuelta previo al embarque, que podía gestionar la misma agencia de viajes. Y lo más importante, podía embarcar en Cádiz, si así lo comunicaba en el momento de adquirir el pasaje, cuyo coste sería el mismo. No se lo pensó dos veces. Esa era la forma en la que iba a abandonar Europa. A bordo de un crucero, un método original, con el que, sin duda, lograría despistar por completo a sus perseguidores, si es que no lo había conseguido ya. La tarde del jueves 7 de noviembre, tras cerrar la compra del pasaje, bajó a la playa para llamar a Punta Arenas y hablar con su mujer. Tenía urgencia en comunicarle las novedades y en darle el número de teléfono de la tarjeta de Movistar adquirida un día antes. Tras descalzarse, vistiendo un bañador y una sudadera —había refrescado algo al bajar el sol del cenit—, comenzó a caminar en dirección a la ensenada de Valdevaqueros sin advertir que un pequeño y silencioso dron eléctrico fabricado por IARPA, una agencia estatal estadounidense como parte del Great Horned Owl Program, lo sobrevolaba a trescientos pies de altura, provisto de un micrófono de escucha biónica. Muy cerca, una pequeña furgoneta blanca, con matrícula española, alquilada en Madrid unos días antes, le seguía desde el carril de tierra paralelo a la playa, ocultándose entre un sin número de autocaravanas y campers rodeadas de tablas de surf y velas de kitesurf aún infladas, esperando que se secasen al sol. Dentro, dos jóvenes. Uno conducía y el otro parecía escuchar música con unos auriculares. En sus manos, una pequeña consola controlaba al dron.

29

El viejo Jackson Rutchildren se levantó de buen humor aquella mañana de mediados de noviembre. Lo hizo muy temprano, antes incluso de que el sol dejara ver sus primeros rayos filtrándose por entre las ramas desnudas de los robles del jardín. Desayunó unos huevos revueltos con bacon, a los que la cocinera le añadió un poco de nata para que quedasen más suaves, un par de tostadas con mantequilla y un tazón de té con leche. Inmediatamente después, se dirigió a su despacho para hojear la prensa económica del día que Austin, su fiel servidor, le había dejado encima de la mesa auxiliar, al lado de su sillón favorito. En la chimenea, igual que siempre, dos gruesos troncos ardían desde hacía un buen rato, caldeando el ambiente a su alrededor. Cansado de leer cada día noticias sobre un Brexit que no acababa de producirse, se entretuvo un rato leyendo los problemas que podría tener la familia real, caso de que Meghan Markle, la duquesa de Sussex, esposa del príncipe Enrique, superase cierta cifra de ingresos. Al parecer, como ciudadana de los Estados Unidos, estaba obligada a tributar en ese país, incluso cuando dichos ingresos proviniesen de los negocios de su familia política, siempre que ella se beneficiase. Ese hecho había obligado a contratar a asesores expertos en la materia con el fin de evitar que el Servicio de Impuestos Internos americano metiese las narices en los negocios de la familia real británica y, además, para evitar que los impuestos que no pagaban en el Reino Unido, acabaran en la hacienda de una potencia extranjera. Divertido con la historia, hizo tiempo para esperar la llegada de su hijo Alfred, a quien había citado para hablar de la marcha del caso Byrne, del que la prensa parecía haberse olvidado por completo como si jamás hubiese existido tal personaje. —Siempre tuve claro que tras la tempestad mediática levantada por el libro llegaría la calma y, más tarde, el olvido. Pero no estoy dispuesto a dejar pasar el asunto como si nunca hubiera existido. Hacerlo sería darles alas a otros. No acabar con el problema de raíz sería como enviar un mensaje invitando a futuros disidentes a hacer lo mismo que Byrne y quién sabe si alguno, en el futuro, podría llegar a ser más letal de lo demostrado por el francés —le dijo a Alfred una vez que ambos estuvieron sentados frente a frente. —Estoy de acuerdo contigo papá, pero no tengo tan claro que extender la responsabilidad más allá del propio Byrne sea conveniente. —No se puede dejar ningún cabo suelto. Y permitir que quienes han colaborado con ese indeseable eviten las consecuencias es hacerlo. Hay que ser claro en la respuesta. Nadie que se atreva con nosotros sale airoso del envite. —Será un escándalo. —No, no lo será. No te olvides que contamos con el mejor servicio de inteligencia que existe y ha diseñado la operación para acabar con Byrne con una meticulosidad absoluta. Nada se les escapa de las manos. Nadie relacionará los acontecimientos que han de producirse en las próximas horas con otros planificados para dentro de unos días o unas semanas. Todos los finales serán diferentes, justo en su momento. Ni un día antes, ni uno después. No habrá forma de relacionarlos y, caso de tener repercusión, no sobrepasará los límites puramente locales. —Siempre fuiste implacable. Incluso con nosotros. No sé por qué pensé que... —¿Que esta vez me ablandaría? Te lo voy a decir yo. Porque empiezas a pensar que soy viejo, demasiado viejo para estar al frente de los asuntos de la familia. Y te equivocas. —No, yo no... —comenzó a decir Alfred. —¡Calla y escucha! ¡Tú sí! Tú sí lo piensas. ¡No me contradigas que sé lo que digo! O acaso crees que no sé cómo estás manejando el barullo que tienen montado los nuestros en Suiza y Francia. Te he dejado unos meses para ver de qué manera acababas con la rebelión de la mujer de tu primo Bertrand junior... ¿cómo se llama? —Annette. —¡Eso! Y no has conseguido gran cosa. Los acuerdos extrajudiciales no están sirviendo de mucho y la guerra interbancos está a punto de estallar de nuevo. Te dije que la mejor manera de acabar con un cáncer... ¡y esa mujer lo es!, era extirpándolo, y me dijiste que no. Que un accidente sería un escándalo. ¿Y qué? ¿Cuánto te crees que hubieran durado las habladurías de la prensa? ¿Dos semanas? ¿Un mes? Puede, pero el asunto estaría resuelto y nadie, o muy pocos, se habría enterado de nuestras diferencias. Ahora es muy complicado. Ahora sí que un accidente levantaría una enorme polémica. Ya no se puede extirpar el cáncer. Ahora hay que someterlo a tratamiento paliativo hasta que sea el momento de intervenir. Y en ese tiempo, que no será corto precisamente, habremos perdido unas decenas, esperemos que no sean más, de millones de euros. —¿Para qué me has llamado papá? Porque no creo que sea para sermonearme con el tema de las diferencias en la familia. —No, desde luego no te he hecho venir solo para eso. Dentro de un momento, a las ocho, espero una llamada que me anunciaron ayer y quiero que la escuches. En ella, mi buen amigo el padre Jesús Yajures me pondrá al corriente de cómo va la operación Byrne y de cuándo esperan que tenga lugar el desenlace definitivo. —¿Un cura? ¿El responsable de todo es un simple sacerdote? —No. Él no es el responsable. Hay veces, querido hijo, que un pequeño elemento es fundamental en un gran engranaje. A veces son las piezas más diminutas sobre las que descansa el funcionamiento del mecanismo, de modo que, si esa pieza falla, el reloj se para. A menudo solo vemos las agujas dando vueltas sobre una esfera con piedras preciosas incrustadas, pero te garantizo que el reloj no daría la hora si la virola del volante se rompiese. El padre Yajures es una pequeña ruedecilla en el entramado del Vaticano, pero por su posición, mueve ruedas mucho mayores. Yajures no estaría donde está si no hubiéramos intervenido a su favor en su momento. Y hoy, sirviéndonos de vez en cuando de su buen hacer, dado que se mueve entre piezas mayores, nos devuelve poco a poco favores antiguos y lo que para él es más importante, se garantiza continuar donde está. Sonaron dos golpecitos en la puerta, suaves, como siempre, temerosos de molestar. —Pasa Austin —dijo Jackson. —Perdone señor, me he permitido traerle al señor Alfred un té y unos panecillos, por si no ha tenido tiempo de desayunar. —Gracias Austin —respondió el aludido. Déjalo en la mesa pequeña. Ahora me sirvo yo mismo. —De nada señor. Señor Jackson... ¿ordena alguna cosa? —No Austin, puedes retirarte ¡Ah! Y no vamos a necesitar nada en la próxima hora, ¿de acuerdo? —Sí, señor. Entendido señor —dijo Austin comprendiendo que no debía aparecer por el despacho ni él, ni nadie, a no ser que el señor Jackson lo llamase. Alfred se levantó, cogió la taza de té y regresó a su lugar enfrente de su padre, al otro lado de la mesa de despacho. Sonó el teléfono. Jackson Ruthchildren le hizo un gesto a su hijo, descolgó y pulsó una tecla. —Good Morning, buongiorno, buenos días padre Yajures come stai? —Molto bene, e voi? —Muy bien, muy bien, encantado de saludarle. Esperando su llamada estaba. Ayer me dijeron que quería informarme del asunto que tenemos entre manos y deseando estoy saber cómo va —respondió el viejo Jackson yendo al grano sin pérdida de tiempo. El padre Jesús Yajures le presentó por teléfono al padre Bernardino Trabalzini anunciándolo como la mano derecha del cardenal Luigi Facchetti, el prefecto de la Santa Alianza, máximo responsable de la operación que se estaba llevando a cabo. Trabalzini, tras agradecerle la puesta a disposición de La Entidad del avión privado de la familia Ruthchildren, le informó con todo lujo de detalles de lo actuado hasta ese día; de la localización en Chile de la familia de Colin Byrne; del seguimiento que se estaba efectuando al economista en el sur de España, de su intención de abandonar Europa a bordo de un crucero; de la localización del editor, quien no se había movido de Châteadum, su ciudad de residencia; y de la identificación de la persona que se había reunido con Byrne en el cementerio Père Lachaise semanas atrás. Después le informó de cómo y cuándo actuarían sus hombres. —Solo me queda pedirle que me confirme que desea que sigamos adelante con el plan que le acabo de trazar, o que me diga si hay que anular o modificar alguna de las acciones previstas —concluyó Trabalzini. Jackson Ruthchildren miró a los ojos a su hijo y le hizo un gesto inequívoco con la cabeza... un «¿qué hacemos?» que se clavó como una espina en la garganta de éste. Alfred, incapaz de pronunciar nada, se limitó a asentir mientras apretaba los dientes. Su padre, el viejo Jackson le acababa de traspasar la responsabilidad del futuro de esas personas. El muy cabrón, porque sería su padre, pero no dejaba de ser un auténtico cabronazo, había compartido con él una decisión que sabía desproporcionada. Era su manera de decirle que, pese a todo, seguía siendo el que mandaba y que, aunque sus achaques no le permitiesen estar allí donde le hubiera gustado, en primera línea de fuego, seguía siendo el mismo viejo general inasequible al desaliento, por muy duras que fueran las decisiones a tomar. El viejo Jackson agradeció a ambos sacerdotes la información facilitada y les garantizó que en Navidad los vería en Roma, su forma de decir que los visitaría personalmente para agradecerles los servicios prestados por sus respectivas instituciones y, de paso, dejar un millonario aguinaldo en las arcas de las mismas. —La suerte está echada. En cuestión de horas, tal vez un par de días, ese economista será historia —dijo el viejo Jackson a su hijo. —¿Eso es todo? ¿Me puedo ir o quieres algo más? —No, no es todo. Ahora te voy a decir cómo tienes que resolver de una puñetera vez el conflicto que ha provocado la mujer de tu primo. lavozdelsur.es presenta la novela por entregas ‘La conspiración de los cocodrilos’ de Germán Fonteseca

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