Flamencas en libertad, en rama, salvajes, sin filtros, tan empoderadas como Melchora Ortega con mantón y por alegrías de Córdoba, como Pilar Ogalla cantando (sí, cantando) y bailando, abanico en mano, guantes rojos, sus tanguillos de Cádiz. Qué alegría cuando no hay pretensiones, cuando solo está el disfrute por el disfrute, y cuando, aun así, hay un hilo conductor y un relato en escena bien amarrado.
Arriba hay metáforas, huellas y símbolos de muchos sueños truncados, mucha frustración por carreras que se perdieron por miedo, trayectorias cortadas en seco porque alguien las señaló o dijo que no iban a ninguna parte. Y frente a las partes más sombrías, hay un grito de libertad, una eclosión de arte desprejuiciado y disfrutón. Un estallido de puro divertimento y color. Por la hora de la función, seis y media de la tarde, por lo recoleto del escenario, Sala Compañía, casi café cantante de media tarde. Variedades Ortega, pasen y vean.
Flamencas de película, que ha estrenado en el 25 Festival de Jerez, comienza con la mítica cabecera de la Metro, con una Melchora que ruge como una leona al son reivindicativo, autorreferencial, de proclamar su libertad para cantar, bailar, recitar o hacer lo que le venga en gana. Es el espíritu de la Memole, aquella alter ego que ya destapó en Por los pelos, y que ahora ofrece doble o triple sesión de espectáculo al que se le ve el mimo con el que está trabajado. Muy cuidado de luces y vestuario, con un libreto riquísimo en música y letra, repleto de estilos que se hibridan, que viajan de aquí para allá en la voz de Melchora, en la música de estas seis magníficas.
Ni los altibajos del estreno —el ritmo va de menos a más—, ni alguna que otra transición menos afinada, desmerecen esta propuesta cuyo peso recae en Melchora Ortega, pero que en fondo y forma se revela como un show coral, donde todas las integrantes del elenco, mujeres todas, enarbolan la bandera del flamenco y la sororidad. Donde todas tienen su espacio de protagonismo y lucimiento artístico, ya sea el piano de la japonesa Mai Kikuchi por soleá apolá, la soberbia guitarra flamenca de la portuense Antonia Jiménez en sus aires de Levante, o el virtuosismo multinstrumental de la jerezana Elena Jiménez, domadora de medusas que lo mismo luce con clarinete, acordeón, piano toy que con una inquietante zanfoña que reverbera en la voz de una cantaora que viaja por la chanson, el cuplé, el recitado y el fandango, como pájaro que salta a su antojo de rama en rama.
Entre bambalinas, se siente el pulso escénico de Paco López, prestidigitador que con habilidad es capaz de estar presente sin que se le note. La ranchera Payaso, la rumba Estoy como nunca —siempre Lola—, y las bulerías se abren paso entre la negrura de la seguiriya a palo seco o la liviana. Un clímax final donde la alegría vence a la tragedia, pero donde también se hace ver que las horitas de dulce no se entenderían sin los momentos amargos. Un espectáculo donde queda demostrado que la que canta, su mal espanta, pero que también lo espantan las que bailan, jalean, tocan, sienten o, como en nuestro caso, nos dejamos llevar por los caprichos del arte en estado de gracia durante hora y cuarto de recital.