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En la cama de un hospital, la cara desfigurada, hinchada, amoratada, apenas una ranura de mirada hundida en el techo. Hasta allí le ha llevado la paliza de unos traficantes de heroína. Han saldado su cuenta.  Difícil borrar la imagen de verse escupir sus dientes, uno a uno, antes de que le partieran la mandíbula y perdiera el conocimiento.

A la larga convalecencia, al ingerir por sonda, se suma el eterno calvario del síndrome de abstinencia. Algunas imágenes de los días de vino y rosas se le mezclan con las pesadillas, asolando aún más su triturada alma… El ocaso desde la noria de la playa de Santa Mónica, mirando las costas de Malibú de la mano de  una bellísima mujer… escupía con un hilo de saliva y sangre por enésima vez otro diente… El Tiffany club de los Ángeles lleno de gente y él tocando con Charlie Parker…  su lengua le estorbaba, sus labios estaban reventados… Su  primer disco dando vueltas, su tímida sonrisa incrédula al escucharse… intentaba tragar aire y tragaba sangre… Una fiesta en París, la mirada de ella, lacónica y triste como un solo de su trompeta, excavando en la noche una  galería hacia su corazón… Intentaba hablar pero ya se le desmoronaban las palabras… Un  lujoso descapotable llevándolo a Hollywood , las palmeras pasaban fugaces, el aire acariciándole la cara… dejó de ver borroso, sus párpados hinchados solo veían rojo… portadas de revista dónde aparecía su cara de niño con tupé…  perdió el conocimiento de una patada a la cabeza.

Cuando al fin salió del hospital imposibilitado como trompetista, era poco más que 'white trash'. Trabajó en gasolineras y otros empleos precarios siempre al borde del abismo de la adicción. De allí le sacaron la metadona, el amor de una mujer y Dizzy Gillespie. Había pasado una década prácticamente inactivo,  y milagrosamente volvía a pisar los escenarios.

Él, que había conocido las cárceles en varios países (la condena más larga la cumplió en Italia, en plena gira europea, un año y medio de cárcel por consumo de estupefacientes), las deportaciones, al que habían confundido con un vagabundo en los propios estudios donde iba a grabar. Él, al fin se volvía a sentar frente al público, la boca oculta por el micrófono cuando susurraba, más que cantaba, Almost Blue o My Funny Valentine… Cada canción era un precipicio por el que había ido arrojando su vida.

Flirting with this disaster became me

It named me as the fool who only aimed to be

Verle actuar era verle morir, dejarse un jirón más de la poca vida que le quedaba, la precisa para meter speedball (mezcla de heroína y coca). Sus agónicos conciertos dejaban la incertidumbre de si serían el último. Frágil, perdido, solitario, sin apenas sacar la vista arrugada de su trompeta. Tocó en Madrid uno de sus últimos conciertos dos meses antes de morir.

En la habitación deshecha del hotel, restos de drogas en el cenicero y en el baño, había dejado recados desesperados en un contestador automático a miles de kilómetros, un teléfono que sonaría en una habitación vacía. La muerte no dejó aquella vez que volviera a esquivarle y le empujó.

Al pie de una ventana del hotel Prins Hendrik de Ámsterdam, el guiñapo de un hombre, a pocos metro una trompeta abollada. Alertado un policía, los púmulos hundidos, el desaliño, le hicieron pensar que el cadáver que  cubría con hojas de periódico mientras llegaba la ambulancia, era el de un yonki de los que merodeaban el barrio. A la mañana siguiente, un 14 de mayo de 1988, mientras desayunaba, el policía reconoció su fotografía en el diario, aquel yonki era al parecer un famoso músico americano. Tenía 58 años.

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Eusebio Calonge

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