El cine no se muere, te mueres tú

Legiones de mayores y de jóvenes han llenado las salas del Festival de San Sebastián 71 años después y tenemos permiso para soñar que el South que nace en Cádiz pueda ser lo mismo dentro de mucho tiempo

Imagen de 'La sociedad de la nieve', película basada en el libro de Pablo Vierci que se presenta en Jerez.
01 de octubre de 2023 a las 16:35h

Cuando un pariente cercano me animó a ir al Festival de San Sebastián en 2021 tiré de sonrisa para tapar temores. Junté todos los prejuicios. Qué hacer allí entre tanta película rara, con tanta gente que gusta de ser rara, que viste gafas raras de pasta gorda, camisetas raídas, fulá y gorras peculiares. De esa que disfruta aburriéndose en la sala oscura y vive para definir, declamar, qué es cine y qué no. Me tengo por uno de esos aficionados (el 70% de la humanidad) que acumula en una torpe y agotada memoria, o disco blando, imágenes, melodías, cientos de títulos, amores de papel, anécdotas, nombres y escenas. Eso no te convierte en nada. Te hace uno más de millones.

Tres años después, tres festivales después, aprendo que los temores eran estupidez. Aprendí que aprender es la mejor tarea posible cada día, hasta el último, por más que muchas veces no salga. Como dijo Hovik Keuchkerian (sí, Bogotá en La casa de papel) al recoger su digna y exagerada Concha de Plata (todo el palmarés ha sido chocante pero qué importa) cada uno tiene un cine, el suyo.

Cantinflas o Dreyer, Ozores y Erice, Chuck Norris o Scorsese, ninguno vale más que otro por más que nos insistan técnicos y estudiosos. Es tan inservible desprestigiar como establecer qué canciones merecen ser recordadas y cantadas. Como si cualquiera tuviera derecho a entrar en nuestra memoria. Todo especialista es, en el fondo, un desgraciado. Ha entregado demasiadas horas, tiempo y vida, a una pasión que nunca contesta ni consuela. Cada uno de nosotros lo sabe. Sea flamenco, ajedrez o taxidermia.

El Auditorio Kursaal, donde se celebran decenas de pases y las galas de apertura y de premios del Festival de San Sebastián.

Hay que dejarse arrastrar un rato y si el tirón lleva hasta San Sebastián, pues así sea. Puedes descubrir una ciudad voluptuosa, mar y río en paralelo, ni pequeña ni grande, con una milla noble que lleva mirándose al espejo más de un siglo. Tiene motivos. Allí te encuentras a decenas de lugareños viejos y arreglados que van al cine por vicio y costumbre. Te enseñan que las matinales son gloriosas. Salas llenas. Cada día desde las ocho de la mañana. Te dicen sin hablar que ver cosas raras, a veces, te trae un prodigio inolvidable que nos acompañará siempre en los días malos y en los peores.

Cada poco, te topas con cientos de chavales que estudian cine, ven cine, quieren cine. Serpentean por ahí, con sus bolsitas de TCM, con sus tertulias chorras en el burguer o el bar de pintxos (apunten Antonio, Sport, Tamboril y Oquendo, siempre Oquendo, el ambigú del festival). Todo eso de la muerte del cine es una milonga gorda. Una carajotada tamaño cinemascope. Cambian las formas, la tecnología, algo del ritual. Minucias. La esencia perdura. El cine no se muere. Morimos nosotros. Un respeto por los nuevos. Los viejos tenemos la fea costumbre de creer que nuestra decadencia propia es la decadencia toda, que ya nadie folla porque nosotros nos cansamos, que apenas quedan fuerzas o ilusiones porque nosotros las dejamos atrás. Dejad a los niños que se equivoquen en paz.

El milagro de la imagen en movimiento lleva muriéndose, y bien vivo, desde que nació. Que le pregunten al Lumière listo, a Meliès y a los que dudan de aquella anécdota fundacional. Orson Welles le dio 30 años de vida en 1950, por orientarnos. Los vigentes amantes de la pantalla grande, de la sala oscura, incluso de la tele en el salón, están lejos de ser los últimos románticos. Más quisieran los muy noveleros. Ya les gustaría. He visto cosas que no creeríais: arder taquillas en la Puerta de Tannhauser, butacas inflamadas más allá de Orión. Aplausos encendidos y abucheos broncos. Suenan a música. Son la misma pasión.

Hordas de chavales que lloran con lo último de Wenders (una jodida maravilla) o con la de Nanni Moretti (otra), o la de Kaurismaki (otro esplendor sordo). Se apiñan para entrar a lo nuevo de Miyazaki (vaya decepción) tras disfrutar con la rockera revisión de Thelma&Louise -una fábula feminista tarantinesca, entre zombies, Priscilla, Cocktail y Hitchcock- que es la única alegría del listado de premios. Se la tendrían que poner a Luis Rubiales con los párpados abiertos con pinzas, como en La naranja mecánica. Es la australiana The Royal Hotel. Nunca llegará a las salas de nuestro pueblo pero los que quieran sabrán cómo encontrarla. Seguro. Qué suerte nueva que no tuvimos los puretas.

Hasta los aficionados clásicos tienen motivos para creer. Bastarden/ La tierra prometida apareció una tarde como un monumento al cine fordiano, estructura tradicional, una del Oeste aunque sea en Dinamarca, orden cronológico, décadas en la misma historia, un héroe obseso, una misión, un villano estrangulable, justicia, injusticia, tiros, espadas, torturas, planos largos a lo David Lean, música solemne. Tampoco eso se muere y está tan vivito que puede llegar a ser finalista de los Oscar. O la valiente, hiperrealista y actual, Heróico. La película mexicana deja la primera hora de La chaqueta metálica en una broma. Anatomía de una caída es un peliculón judicial, procesal, búsquenla.

La imponente belleza, en animación, de Dispararon al pianista es a un tiempo historia de la música, del cine y de la barbarie política. De una sola vez. Es el drama ejemplar de un maestro, la despedida, Cerrar los ojos. Espléndido protagonismo andaluz (más allá del imperial Manolo Solo). También tres o cuatro comedias diferentes, agradables (La práctica, Mother, couch, Alemania...) o dos obras magnas sobre la enfermedad mental y neurológica (la exquisita Memory y el asombroso documental chileno La memoria eterna). Un espectáculo musical para fans de C Tangana, Esa ambición desmedida. Qué buena factura tiene La sociedad de la nieve. Bayona falla poco y es una gran propuesta para los Oscar. El premio del público, el más claro en la historia del certamen, nunca miente ¿El accidente aéreo mejor rodado, siquiera esa sola escena, de la historia del cine?

Las decepciones también forman parte del juego. Todd Haynes, allí estuvo el hombre, no iba a acertar siempre después de glorias como Carol. La de Isabel Coixet no es ni de sus tres mejores películas aunque Laia Costa vuelva a ser un portento. La china que ha ganado el premio a la mejor dirección nos pareció un truño y la Concha de Oro (O Corno) fue de lo peor que vimos pero qué más da. Es una opinión particular. Como dijo Clint Eastwood, los pareceres son como los culos: todo el mundo tiene uno distinto. Sólo es una visión del cine entre millones de visiones y visionados.

Jaione Camborda, directora de O Corno, ganadora de la Concha de Oro a la mejor pelicula.

Lágrimas de risa o espanto de unos aficionados. Todas se pierden en la lluvia de un festival fastuoso, con 71 años de vida. En unos días empezará en Cádiz otro certamen que si soplara velas de una tarta tendría que poner un cero. Es irracional, injusto, imbécil, comparar en este caso Norte y Sur, Zinemaldia y South. Sería como enfrentar la capacidad de hablar y contar de un septuagenario con la de un recién nacido.

Siempre quedan el deseo, la esperanza, la ilusión. Ojalá esta propuesta iniciática gaditana llegue a ser un lejano día una pequeña parte de la donostiarra. Es un sueño que consiga la implicación popular del entorno (comerciantes, taxistas, vecinos le llaman festi como máxima expresión pueril de afecto). Todo el vecindario pendiente, cómplice. Escaparates temáticos. Es una ilusión que esto de aquí, esto que empieza tan minúsculo, se acerque a ser ese motor cultural, sentimental, turístico y hostelero. Pero en los nacimientos, en los bautizos, la esperanza, más que opción, es una obligación.

Este South de la semana que viene quizás pueda llegar a ser lo que el Festival de San Sebastián fue la pasada. Habrá que esperar medio siglo, perseverar, creer y trabajar mucho, bien, con inocencia y amor por la tierra, por el producto, por las series aquí como por el cine allí, en serio. Aunque sepamos que todo es un juego para olvidar el dolor o el sopor. Sólo así, cuando este siglo llegue a su fin, quizás, con suerte, los gaditanos podrán pensar en su festi como los donostiarras en el suyo. Es un anhelo muy lejano, extremadamente improbable, un sueño remoto pero la ilusión es obligatoria cuando se asiste a un parto.

Sobre el autor

José Landi

Ver biografía