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El Festival de Jerez vuelve a ser embajador en Madrid, siete años después, de una ciudad que tiene en este proyecto, pese a todas las dificultades, un inmejorable ejemplo de futuro. 

No hay un solo partido político, o representante público en la ciudad, que no apoye el Festival de Jerez. Al menos, nadie se atrevería públicamente a desprestigiarlo o a ponerle un pero. No tiene color ni siglas. Este proyecto de ciudad, que con el paso de los años ha ido calando en la sociedad hasta el punto de que ahora muchos vecinos y comerciantes lo esperan como agua de mayo a finales de febrero, solo tiene un gran secreto: no es de nadie pero es de todos. Es de Jerez pero, sobre todo, es de quienes lo hacen posible. Desde su equipo técnico y artístico hasta el último contribuyente jerezano que se beneficia de una manera o de otra en estos 16 días mágicos sin que probablemente ni lo sepa.

Abnegadas cursillistas procedentes de medio mundo y artistas consagrados y noveles volverán a llegar en unas semanas a la ciudad para llenar hoteles, generar empleo, gastar dinero en bares, comercios, transporte y un sinfín de servicios, enriqueciéndonos, por si fuera poco, con sus experiencias, sus ganas de aprender y sus propuestas escénicas. Un lujo tangible e intangible que dura ya 21 años. Un milagro que solo es fruto de la causalidad, de hacer las cosas bien durante mucho tiempo, no de la casualidad. En Madrid, en el legendario Corral de la Morería, ha vuelto a demostrar que, pese a las apreturas financieras y al apoyo deficiente o muy deficiente de otras Administraciones públicas —léase Junta de Andalucía y Gobierno central—, este proyecto del Ayuntamiento de Jerez es el mejor ejemplo a seguir si lo que se quiere es construir ciudad y labrarnos un futuro en una tierra tendente a la baja autoestima, al destruir por destruir, y a las escasas oportunidades. Pero como demuestra el Festival, construir ciudad no es flor de un día ni puede encorsetarse a horizontes partidistas a corto plazo.

El éxito de la convocatoria en la capital de España, siete años después de la última vez —entonces en el Teatro de la Zarzuela— es una prueba palpable de la buena salud de la muestra de baile flamenco y danza española, y, sobre todo, de que cuando se cree en una iniciativa singular, y ésta está bien diseñada y sin fisuras, al final acaba dando sus frutos. Solo así puede entenderse la respuesta obtenida en la presentación madrileña, donde grandes figuras del género han abrigado con su presencia la puesta de largo de esta nueva edición.

Con la mítica Blanca del Rey a la cabeza, abriendo las puertas de su tablao, el evento ha reunido a premios nacionales de Danza como María Pagés y a señoras del cante como Carmen Linares, pero también a otros muchos jóvenes, veteranos y talentosos artistas —Rafaela Carrasco, Ángel Muñoz, Olga Pericet, Marco Flores...— y prensa especializada que no han querido dejar pasar la ocasión de asomarse a esta ventana que el Festival de Jerez ha abierto de nuevo en este escaparate nacional. Una oportunidad única para, por qué no, darse autobombo pero, sobre todo, para exportar una imagen amable y prometedora del Jerez que queremos. Si es que cuando se hacen las cosas bien…

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