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Paul Klee tenía un hijo que se llamaba Félix. Cuando Félix era un niño su padre le fabricó una colección de títeres que, según cuentan los que han tenido la suerte de verlos, emocionan con sólo mirarlos. Entre 1916 y 1925 —ya en la Bauhaus—, Paul construyó para Félix un teatro, decorados y un conjunto de cincuenta marionetas —de las que sólo se conservan treinta— que le iba regalando en sus cumpleaños o por Navidad. Klee disfrutaba experimentando con diversos materiales, muchos de ellos reutilizados: botones, trozos de tela, alambre, metal, yeso, brochas, enchufes…

Decía Klee que “los comienzos absolutos del arte pueden encontrarse todavía, únicamente, en los museos de etnografía o en casa de uno mismo, en el cuarto de los niños” —él guardaba todos los dibujos de Félix—. Las vanguardias del siglo XX veían en el juego del niño un impulso formal que podía desarrollarse como impulso creador en el artista adulto. Muchas de las corrientes artísticas del primer cuarto de este siglo compartían que en la medida en que el niño juega, el adulto es un artista en potencia. Esto lleva a interesantes reflexiones sobre los juguetes y su función no sólo lúdica y educativa sino también estética, del mismo modo que las obras artísticas tendrían inherente un papel lúdico.

Los movimientos de vanguardia buscaban un cambio en la sociedad por lo que consideraban imprescindible acercarse a los niños educándolos también en sus principios estéticos. Arte y pedagogía transcurrieron en estos comienzos del siglo XX por caminos paralelos. Los futuristas italianos, los vanguardistas rusos y la Bauhaus elaboraron múltiples iniciativas didácticas y los artistas empezaron a producir objetos pensados especialmente para los niños: marionetas, muñecos, muebles, libros, juguetes de construcción… Algunos de estos objetos fueron diseñados para activar las capacidades de los niños de acuerdo con las teorías pedagógicas renovadoras. En cualquier caso fue muy fructífera esta relación especial de los artistas con el mundo infantil, el que se sintieran cercanos a los niños.

La fascinación de las vanguardias históricas por el mundo de los niños es la misma que siento yo por sus juguetes. Juguetes que eran fabricados como regalos únicos para sus propios hijos o como regalos a niños de su entorno —el caballito que fabricó Picasso para su nieto Bernard, las propias marionetas de Klee y Schlemmer o los trenes y figuras de madera de Lyonel Feininger para sus hijos—. O juguetes que fueron pensados para ser producidos en serie y llegar a cuantos más niños mejor —algunos como los de Alma Siedhoff-Buscher, una de esas mujeres que brillaron en la Bauhaus, son actualmente comercializados—. O juguetes que aunque nacieron para satisfacer los deseos de sus hijos, traspasaron el ámbito doméstico y les sirvieron para ganarse la vida. Juguetes que en cualquier caso resultaron de la relación feliz entre el arte y la infancia.

Picasso y las siete muñecas de madera que talló y pintó para su hija Paloma. Giacomo Balla y Depero, quienes ya en el Manifiesto de Reconstrucción Futurista en 1915 hablaban del juguete futurista que debía servir para desarrollar las capacidades físicas y alimentar la imaginación. Torres-García con sus increíbles juguetes desmontables de madera y su idea de que los niños destruyen para volver a construir movidos por su espíritu curioso. Calder  y su circo, con el que además organizaba actuaciones que no se perdían artistas e intelectuales como Jean Cocteau, Fernand Léger o Piet Mondrian. Marcel Duchamp, Alexandra Exter, Paul Klee, Alma Siedhoff-Buscher, Lyonel Feininger, Miró, Rodchenko, Steichen, Oskar Schlemmer, Sophie Taueber-Arp…

Lo lúdico. Lo estético. Los juguetes. El arte. Todo suma. Las vanguardias confiaban en que la educación de la infancia era el camino para los cambios sociales, educándolos también en principios estéticos. ¿Por qué tanto “feísmo” en los juguetes que acompañan a los niños 100 años después de aquellas vanguardias?

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