Mecanismo de relojería. IGNACIO SANZ
Mecanismo de relojería. IGNACIO SANZ

Como cuando Borges nos confesaba que “mi medida del tiempo es estar o no estar contigo”, ahora, cuando es imposible medir el tiempo como solíamos, señalando fechas en las que hacíamos cosas que nos arraigaban a la propia vida, esos momentos que contábamos más que por unidades de tiempo por unidades de bienestar ¡qué bien se está cuando se está bien! Ahora, sin embargo, el tiempo lo medimos a solas, sin mayor referencia que la intuición que precede al acto de toma de conciencia de que ese mismo tiempo que antaño pasaba lentamente –esas tardes de estío asomado a un balcón esperando estoicamente que abriera el comercio que te ofrecía las risas en papel tintado de dibujos, esas mañanas de domingo de invierno donde ir bien vestido a la sesión matinal del cine del barrio era más poderoso que cualquier calendario, que cualquier reloj–, ese tiempo lento, sudoroso, quedo, doliente, ese tiempo ya no se mide igual.

El tiempo es relativo. “Cuando cortejas a una bella muchacha, una hora parece un segundo. Pero te sientas sobre carbón rojo vivo, un segundo parecerá una hora. Eso es relatividad”. Einstein, con esta y otras frases, trataba de explicarnos lo relativo que es el tiempo, lo singular de su medición, la cual no viene avalada por ser una magnitud constante, sino por ser la consecuencia directa de nuestra vivencia. Me quedo con la frase de Borges, más literaria, más “políticamente” correcta, y que expresa mejor lo que quiero decir.

El tiempo se me va entre los dedos, no lo puedo atrapar ¿¡Cuándo volverán los días a durar como cuando no lo contábamos!? No, no podemos ir a los Proust, buscando el tiempo perdido, porque no lo perdimos, simplemente pasó, como ahora pasa, y lo hace más rápido porque soy, somos, más conciente de su inexorable transcurrir.

Llevamos más de un año asustados, embozados, timoratos, solos…y la medida del tiempo, el paso de los días, se vuelve insospechadamente doloroso: “Un día menos” “un día más”, dirán los pesimistas u optimistas, elijan ustedes quién es el que lo ve todo de colores o quién, por el contrario, retrata en sepia un futuro cercano y definitivo. Fatiga pandémica le llaman, yo le llamo la irresistible terquedad de saber que la vida es finita, que el sueño Olímpico de la inmortalidad es, francamente, un recurso de nuestra mente que nos entretiene para que no pensemos en lo real de nuestra efímera existencia. Lo cierto es que este más de un año nos ha puesto el espejo frente a la cara. Fíjense ¡a nosotros!, con todo nuestro golpe de avanzada civilización occidental, asustaditos todos por saber, tomar conciencia, de lo que en otras latitudes del planeta ya saben desde que son personas, desde que nacen: que somos un paréntesis, corto, en el paso del tiempo, protagonistas de un “cameo” en la vida de otros.

Y tenemos tiempo, supongo. Pasará la pesadilla que a todos nos atormentan, llegarán otros sueños y tendremos tiempo para que no se cumplan, aunque ―parafraseando una vez más a Clint Eastwood en Los puentes de Madison― habrá sido bueno tenerlos. Pablo Milanés cantó, maravillosamente, lo que se puede sentir mientras la vida se escurre, se escapa sin remedio, sin que podamos retener ni un poquito cuando entre los dedos se marcha.

 

“El tiempo pasa

nos vamos haciendo viejos

y el amor no lo reflejo como ayer

y en cada conversación, cada beso,

cada abrazo

se impone siempre un pedazo de razón.

Pasan los años

y como cambia lo que yo siento

lo que ayer era Amor

se va volviendo otro sentimiento”

 

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