Una divagación sobre música y periodismo

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Somos personas, no robots; si amamos una canción o un libro, ¿no debería notarse lo que sentimos al escribir sobre ello?

Dice el periodista Kiko Amat (refiriéndose a la frialdad calculada de los periodistas musicales) que, si la música ha sido producida con emoción, ¿cómo es posible analizarla, o escribir sobre ella, prescindiendo de la emoción? Siempre había intentado ser lo más objetiva posible cuando escribía sobre música, pero tiene bastante razón. Los periodistas que escribimos sobre cultura nos empeñamos en ponernos tremendamente serios y analizar fríamente discos, grupos y conciertos, pero sabemos que es casi imposible. Al menos yo lo sé ahora.

¿Qué es la cultura? No es ni más ni menos que creación surgida de la emoción. Tiene su porcentaje de cálculo y de técnica, por supuesto, pero la casi totalidad de la canción, el libro o la película nace del sentimiento puro. Amat aboga en su libro Mil Violines (100% recomendable para los melómanos como yo que, si bien no sabemos todo sobre todos los grupos y no entendemos todo, nos apasiona todo el mundillo de la música) por un periodismo musical, si bien no subjetivo, que sí deje paso a la persona que escribe. Sólo así, dice, se puede construir una crítica de un disco o una entrevista a una banda de forma auténtica y sincera.

Seguramente todos saben de lo que hablo. Al menos, los que se han movido en esos círculos o han leído mucha prensa musical. Es la figura del escritor pedante, del melómano resabiado (que no sabio), que escribe para unos lectores igual de (supuestos) expertos y pedantes que él y no para melómanos aficionados, para gente con trabajos corrientes y que ama la música y la escucha en su día a día, que es la mayoría de la gente que lee esas publicaciones. Amat señala que gran parte de la culpa la tiene la prensa musical británica, que ha sido el modelo exportado a otros países. Los periodistas ingleses encumbraban o hacían desaparecer de una semana a otra a grupos que ellos mismos habían definido como paja o jóvenes promesas, según el caso; un poder que se habían otorgado a ellos mismos.

De ahí que en Inglaterra surgieran tantos movimientos musicales nacidos directamente de la contracultura, ya que las revistas musicales de la época (hablamos de los 70, 80, más o menos) eran incapaces de mirar más allá de la música de clase media y alta. El mayor ejemplo es el Oi! o street punk, un género que durante mucho tiempo estuvo vinculado a los skinheads (erróneamente, por otra parte).

Pero me estoy yendo por las ramas. El caso es que esta “teoría” de Amat ha sido una revelación para mí, porque amo la música y amo escribir sobre ella, pero tenía que contenerme para ser más o menos objetiva cuando hablaba de un grupo que adoraba o que odiaba. Y, parándonos a pensarlo, no tiene ningún sentido. Somos personas, no robots; si amamos una canción o un libro, ¿no debería notarse lo que sentimos al escribir sobre ello? Tiene todo el sentido del mundo. Así que, periodistas, hagámoslo; no seamos robots, seamos humanos al hablar de las cosas que nos repugnan o que nos encantan. Con límites, eh; no se trata de encumbrar a un grupo mediocre o de poner a parir sin razones a un músico cualquiera. Una combinación de pasión y cierta frialdad; eso sería lo ideal.

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