De la Sevilla menor

El Padre visita estos días a sus hijos de un Dios menor, a los de la Sevilla que también lo es, a la que nos vio crecer a muchos y nos ha hecho como somos. A la Sevilla negra de la que emana la luz

Antonia Nogales

Periodista & docente. Enseño en Universidad de Zaragoza. Doctora por la Universidad de Sevilla. Presido Laboratorio de Estudios en Comunicación de la Universidad de Sevilla. Investigo en Grupo de Investigación en Comunicación e Información Digital de la Universidad de Zaragoza.

De la Sevilla menor
De la Sevilla menor JUAN JOSÉ DOÑORO

A finales del siglo XVI, Sevilla era la ciudad más rica y poblada de España. También era la urbe más cosmopolita del imperio, ya que gozaba del monopolio del comercio con las Américas. La Sevilla del 1600 estaba plagada de nobles de rancio abolengo, personalidades de la cultura, burgueses prósperos y pícaros de toda clase y condición. Los había que malvivían al margen de la sociedad y poblaban hacinados las cárceles que inspiraron algunas de las novelas ejemplares cervantinas o las comedias de Tirso de Molina y de Lope. Poco a poco vinieron los tiempos del éxodo para los grandes pintores, como Velázquez o Zurbarán, que marchan a Madrid seducidos por la pujanza de la nueva metrópoli del mecenazgo y los encargos de la corte. Pese a ello, Sevilla era mucha Sevilla. En ella se encontraba el taller del mítico Martínez Montañés, imaginero entre los imagineros. Y a sus órdenes se instaló un joven cordobés que había nacido en el verano de 1583: un tal Juan de Mesa.

Ya en su madurez artística, en 1620, Mesa alumbró el Gran Poder. Aquella imagen serena, cansada y frágil que es, sin embargo, plena. El rostro ovalado, los pómulos marcados y la gruesa ceja izquierda atravesada por una espina de la corona. Madera de cedro policromada y peana de pino en la base de una talla que fue concebida para ir vestida, para bambolear su túnica dulcemente por las calles de la ciudad donde vino al mundo. Y así lo sigue haciendo —si no se le cruzan pandemias— una madrugada al año cuatro siglos después. El paso del tiempo fue ensuciando su cara y sus manos, pero hasta limpiarlo asustaba a unos fieles que no querían renunciar ni a un ápice de su oscurecido semblante. Pocas veces tanta negrura ha logrado desprender tanta luz.

Estos días, la talla duerme en casa ajena. El llamado Señor de Sevilla está de visita lejos de su templo y de su privilegiada ubicación en el centro de la ciudad. Duerme en Los Pajaritos, un barrio humilde del extrarradio sevillano. Después visitará La Candelaria y Madre de Dios, ambos también en el distrito Cerro-Amate. Habitará pues la Sevilla por la que no pasean los elegantes coches de caballos, ni aterriza el dinero de los turistas ni hay hoteles de cuatro estrellas, ni casas palaciegas del XVII. Una Sevilla diferente a la de las postales y la parte amable del telediario, pero una Sevilla que también existe.

Una que también huele a azahar, donde también vive gente que sonríe, donde también alumbra el sol, aunque cueste más pagar la luz. Una donde muchos y muchas se parten los cuernos cada día, donde también nacen abogadas, periodistas y médicos, solo que para lograrlo tienen caminos más duros y más horas de autobús. Una Sevilla con estigma, con menos euros y más broncas —como si una cosa no llevara a la otra—, una Sevilla que ahora lo tiene a Él. El Padre visita estos días a sus hijos de un Dios menor, a los de la Sevilla que también lo es, a la que nos vio crecer a muchos y nos ha hecho como somos. A la Sevilla negra de la que emana la luz.

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