Robinson, o la actualidad de un náufrago

Rousseau plantea que la educación, para huir de la influencia corruptora de la sociedad, tiene que desarrollarse en un entorno aislado que será, por eso mismo, similar a una isla

'Náufrago', protagonizada por Tom Hanks.
'Náufrago', protagonizada por Tom Hanks.

Todos hemos visto alguna adaptación cinematográfica de Robinson Crusoe, la novela de Daniel Defoe sobre un náufrago que sobrevive, pese a todos los obstáculos en una isla desierta. Se trata, por ello, de uno de los mitos claves del individualismo moderno: el héroe, sin ayuda, reconstruye por sus propios medios la civilización en su versión inglesa. El libro tuvo tanto éxito que ya en el siglo XVIII se produjeron diversas versiones literarias hasta configurar un género propio, las “robinsonadas”. Hacia 1720, el mercado editorial ya había empezado a llenarse de este tipo de imitaciones. 

Cuatro décadas más tarde, el Emilio, del filósofo Jean-Jacques Rousseau, marcará un antes y un después en la influencia de Dafoe. Rousseau plantea que la educación, para huir de la influencia corruptora de la sociedad, tiene que desarrollarse en un entorno aislado que será, por eso mismo, similar a una isla. También recomienda Robinson Crusoe como el primer libro que han de leer los jóvenes.

Otros autores procuraron seguir los pasos del ginebrino. Uno de ellos, el alemán Johann Karl Wezel, publicó en dos volúmenes, entre 1779 y 1780, Robinson Krusoe (Guillermo Escolar, 2022), una reescritura en clave materialista al rechazar cualquier conocimiento que no provenga directamente de la experiencia. Su intención era escribir una novela filosófica para inculcar el amor por una vida activa a los más jóvenes, en los que veía un exceso de comodidad provocado por la vida civilizada. Por eso mismo, quiere transmitirles unos valores que les empujen a romper con la pasividad. Los niños han de gasta su tiempo en juegos dinámicos, con los que desarrollar su fuerza. La lectura ha de venir después, de forma que el individuo evite caer en el dogmatismo que alimentan los libros, a menudo simples colecciones de prejuicios. En este punto, como en otros, Wezel exhibe el escepticismo como rasgo más sobresaliente de su personalidad. 

No nos encontramos ante una obra para un público adulto, pero las exigencias del estilo no son por eso menores. Comprobamos aquí como existe un claro rechazo de la literatura infantil donde prima la pobreza del lenguaje y lo insustancial. El autor debe ser claro al escribir, pero no más que si se dirigiera a otras edades. Si el niño no lo entiende todo, no pasa nada. Para arreglar su ignorancia siempre tendrá la ocasión de preguntar o investigar. El caso es huir de un paternalismo que menosprecia la inteligencia de su público y mata su curiosidad al proporcionar los contenidos tan digeridos como si fueran papilla. La gente, de esta forma, se acostumbran a no pensar por su cuenta y a no reconocer la calidad intelectual.

¿Cómo superar una situación tan dramática como un naufragio cuando no tienes quien te ayude? Lejos de soluciones épicas, Robinson consigue salir adelante por el método prosaico de adaptarse a cada situación y ver su lado positivo. Eso implica practicar lo que Wezel denomina “un lúcido autoengaño”. Tal cosa significa que cualquiera que aspire a ser feliz ha de aprender a mentirse a sí mismo, única forma de no caer en la desesperación bajo el peso insoportable de las circunstancias. Se nos propone, en definitiva, que asumamos una especie de pragmatismo redentor por el que valoramos lo que tenemos en lugar de correr en pos de lo imposible. 

Lo falso no es condenable de por sí mientras nos permita hacer llevadera la existencia: “es mejor imaginarse una felicidad que no tener ninguna absoluto”. Estas palabras pueden sonar demasiado crudas, pero debemos perder de vista que brotan de la pluma de alguien que sabe que los seres humanos somos frágiles y no todos podemos encararnos heroicamente con el mundo. 

Robinson aprende así a sacar fuerzas de flaqueza. En lugar de amargarse pensando que esta solo por completo, se conforma pensando que ha tenido la suerte de liberarse “de todas las plagas con que los hombres se afligen entre sí”. Tiene la inmensa fortuna de que nadie a va a llegar para incordiarle por cualquier motivo fútil, o para criticar sus defectos con una severidad excesiva. 

Con todo, nuestro protagonista debe admitir que vivir sin ninguna compañía supone una carga demasiado pesada. Wezel, a través de un personaje solitario, no se prone glorificar la misantropía sino todo lo contrario. El ejemplo del protagonista de convencer a los lectores de que cada hombre es importante para todos los demás. Si todos se detuvieran a considerar lo que significa vivir en una isla alejada del mundo, sin duda dejarían de pelearse con sus semejantes por las razones más peregrinas. 

En la actualidad, la huella de Robinson Crusoe se detecta en películas como Náufrago, de Tom Hanks, o Marte, en la que Matt Damon queda atrapado en el Planeta Rojo. El problema es que, en cierta forma, se tiende a que todos seamos personas autosuficientes como si no necesitáramos a nadie ni a nada fuera de nuestro propio yo. ¿Una sociedad de Robinsones, cada uno en la isla digital de facebook o de twitter? Demasiado horrible para pensarlo siquiera. Puesto que Aristóteles ya advirtió que el hombre es un ser social por naturaleza, no contradigamos al gran maestro.

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